"Las 10 de la noche es la hora habitual de cierre de los
supermercados. Mientras las cajeras hacen cuentas, otros empleados pasan
revista a los productos que deben ser retirados. Alimentos a punto de
caducar y aquellos que, por su deterioro, pierden valor de cambio.
Dichas piezas no son destruidas: se entregan a instituciones de
beneficencia, bancos de alimentos, albergues o comedores populares.
Conceptualizadas como donaciones, constituyen una fuente de
abastecimiento de ONG. En España esta actividad nunca desapareció,
aunque en los años 60 del siglo pasado fue perdiendo peso. Se constituyó
en un aspecto residual que afectaba, mayoritariamente, a quienes,
voluntariamente, decidían vivir como vagabundos. Visibles para los
servicios sociales y entidades caritativas, no
representaban un problema social ni político. La imagen tradicional del
vagabundo se completaba con alcohólicos, perturbados mentales y una
minoría de excluidos. Personas mayores, solitarias, que pernoctaban en
albergues municipales. Sin embargo, era infrecuente verlos en las calles
o pidiendo limosna. Se ubicaban en las iglesias y en horario de misa.
Por caridad cristiana.
A finales del siglo XX, la realidad dio un vuelco. La pobreza urbana
no era consecuencia del desajuste estructural de una sociedad que
carecía de bienes y servicios o sufría las consecuencias de la migración
campo-ciudad. Quienes demandaban servicios sociales de beneficencia
eran un sector más heterogéneo.
Se incorporaron jóvenes drogadictos,
parados de larga duración y una población emigrante, apodada como
rumanos gitanos. En los semáforos más congestionados de las grandes
ciudades surgían actividades limosneras impensables. Limpiaparabrisas,
vendedores de pañuelos, aparcacoches.
Más adelante se incorporaron
discapacitados físicos, madres con hijos en brazos y menores de edad. A
medida que proliferaban, se les achacó ser responsables del aumento de
la inseguridad ciudadana. Represión, traslado al extrarradio y cárcel,
fue la respuesta. Las Olimpiadas de Barcelona y la Expo Universal de
Sevilla en 1992 consagraron la acción represiva.
El crecimiento de la
marginalidad se definió como un fenómeno pasajero, producto de la
inmigración ilegal, de los sin papeles y la drogadicción. En definitiva,
pura coyuntura. Ajustar y aplicar leyes restrictivas a la inmigración
fue la solución. España era un país pujante, con su economía en
crecimiento; no había razón para alarmarse.
Por contraste, los informes socioeconómicos señalaban una realidad
diferente. En la última década del siglo XX el paro, la privatización y
el cierre de servicios sociales hablaban de un aumento en el número de
hogares donde la pobreza crecía y se tornaba crónica. La desigualdad
aumentaba, afectando directamente a los hogares cuya renta básica
bordaba los límites de la exclusión.
Las familias más vulnerables
presentaban un cuadro alarmante. Apenas podían hacer frente a las
hipotecas. Con sueldos que perdían poder adquisitivo y los efectos de
las primeras reformas laborales, se entraba en un callejón sin salida.
El neoliberalismo sólo producía desigualdad, pobreza, exclusión y abría
la puerta al jinete apocalíptico del hambre. Y lo más sangrante, la
pobreza infantil hacía su aparición.
El trabajo basura a tiempo parcial
agravó la pobreza en las clases populares, y el ingreso de España al
euro fue la puntilla. El reajuste generó una inflación encubierta y el
nacimiento del sector social llamado mileuristas. Salario insuficiente
para cubrir alimentación, vestimenta, casa, educación y ocio. Fue el
comienzo del fin de la sociedad de las clases medias y la pauperización
de las clases populares.
Para encubrir los resultados de una política de exclusión y miseria
se potenció el acceso al crédito como forma de mantener el consumo. El
endeudamiento familiar creció exponencialmente. Nadie sin tarjeta de
crédito. Se ampliaron los plazos de hipotecas de 20 a 40 años, la
burbuja inmobiliaria llegaba a su cenit.
El paro se mantenía en límites
tolerables, y tan contentos. Las luces rojas llevaban encendidas mucho
tiempo, pero los responsables políticos de turno, PP o PSOE, atribuyeron
su encendido a un fallo en el tablero de mando. El siglo XXI se inició
con un España va bien e irá mejor.
El hambre no estaba en el horizonte. Pocos pensaban en ver decenas de
personas acudiendo día tras día a los contenedores de basura para
abastecerse y comer aquello que los supermercados consideran imposible
reciclar, ni siquiera donar. Me refiero a los lácteos caducados, frutas
pasadas, verduras pochas, pan rancio, carnes donde son visibles las
familias bacterianas y los pescados malolientes.
Ya no se trata de vagabundos. Los visitantes habituales de los
contenedores son padres de familia que han perdido el empleo, la casa,
jubilados con pensiones escuálidas e inmigrantes que han perdido todo.
Algunos viven en albergues, otros en sus coches y algunos en las plazas y
bajo los puentes.
Ahora bien, dado que no es de buen gusto ver a
ciudadanos despojados de sus derechos acudir a surtirse en la basura y
proyectan una mala imagen, algunos ayuntamiento han tomado cartas en el
asunto. Girona, gobernado por CiU, ha puesto en funcionamiento una norma
que obliga a los supermercados a cerrar con candado sus contenedores,
para evitar que sean asaltados, y de paso como medida de sanidad
pública. A cambio, con los alimentos caducados sus servicios sociales
harán un cesta de urgencia para muertos de hambre. (...)
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