8/1/14

La tercera cultura. Por la unión de la cultura científica con la humanística

" (...) Sabemos que a mayor poder causal de un agente moral, mayor responsabilidad; y que la ciencia y la tecnología, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XX, han construido un tipo de poder causal sin parangón en épocas anteriores de la historia humana. Pero la asunción de responsabilidades por parte de científicos y tecnólogos deja bastante que desear. 

Continúa prevaleciendo la idea simplista de que “la ciencia es neutral”, y se traspasan los dilemas político-morales a “la sociedad”, quien se supone habrá de ser la que establezca límites. Lo cual podría ser un movimiento justificado si viviésemos en sociedades realmente democráticas compuestas por ciudadanas y ciudadanos cultos y participativos, y no en democracias demediadas como la nuestra. 

La falta de contacto entre ciencias experimentales, ciencias sociales y humanidades, la ruptura de los puentes entre conocimientos, y la compartimentación de la Universidad que proponen los nuevos “expertos”, nos abocan a una sociedad organizada en departamentos estancos, de hombres y mujeres incompletos, fragmentados.

La publicación póstuma de este libro inacabado de Paco Fernández Buey supone una excelente ocasión para revisar su tarea intelectual en torno a la filosofía de la ciencia y la c onstrucción del concepto de “tercera cultura”, con lo que implica de diálogo necesario, obligatorio, entre las ciencias experimentales, las ciencias sociales y las humanidades. 

Quizá se trate de la peor conocida entre las aportaciones del pensador palentino recriado en Barcelona, aunque sea una temática imprescindible para entender el siglo XXI. Porque no se puede imaginar la sociedad industrial sin entender cómo se crea la ciencia, sin comprender y evaluar el impacto de la tecnología en nuestra vida diaria, sin valorar las promesas y los peligros de la ciencia y la tecnología, eso que los sociólogos llaman “tecnociencia”. 

No parece conveniente ser socióloga y no tener noción sobre cómo funciona una tableta o un móvil. Como no es de recibo que las investigadoras, los científicos y los tecnólogos sean incapaces de mirar más allá del microscopio, aferrados a la falsa idea de la neutralidad de la ciencia. 

 Como apuntaba Hans Jonas, a más capacidad de incidir sobre la naturaleza y la sociedad y de transformarlas, mayor es la responsabilidad de quienes generan conocimiento y lo convierten en tecnología. De ahí la necesidad imperiosa del diálogo entre ciencias experimentales, ciencias sociales y humanidades como distintas perspectivas de los saberes humanos y el conocimiento universal. 

Entremos en materia y empecemos con un ejemplo. Para muchas personas ignorar que Picasso pintó el Gernika es imperdonable: una prueba lamentable de ignorancia. Pero creer, afirmar o escribir que debemos a Galileo la demostración de la redondez de la Tierra, o desconocer quiénes eran Copérnico, Kepler o Pasteur no serían errores esenciales sino mero descuido, tontería disculpable. 

A Paco Fernández Buey esto no le parecía ni justo ni razonable. A la misma altura que la poesía de Brecht, el Fausto de Goethe, el cine de Theo Angelopoulos o el análisis político-económico de El Capital ponía Paco conquistas culturales como el descentramiento de la Tierra como punto nodal del Universo, el establecimiento de la edad de nuestro planeta a partir de la radioactividad, o la teoría de la evolución. 

Todas estas aportaciones constituyen etapas decisivas en la historia de la cultura de los seres humanos, conozcamos o no sus mecanismos fundamentales; de la misma forma que podemos comentar y disfrutar de La flauta mágica de Mozart sin nunca haber estudiado solfeo. 

Paco apuntaba a que las dos culturas, la humanística y la experimental, debían confluir no en una tercera cultura, sino en la cultura, es decir, en una cultura sólida, y no sólo teórica, basada en el pensamiento crítico, que era la única que nos podía permitir “ser auténticos responsables de nuestra evolución para convertirnos en ciudadanos competentes en sociedades cohesionadas y más justas”. (...)

Una de nosotras (Alicia Durán) estudió magisterio antes de decidirse definitivamente por la física, y recuerda su periodo de prácticas enseñando matemáticas. Tenía que introducir el concepto de división, enseñar a dividir, a niños de 8 o 9 años. Su (maravillosa) profesora de didáctica de la matemática le sugirió que presentara un problema y dejara que los chicos lo resolvieran. 

A la objeción “pero no saben dividir” ella contestó: “sí saben, aunque no lo saben todavía”. Y así se hizo: Alicia les puso un problema que implicaba dos divisiones y los dejó pensar. A la media hora dieron sus respuestas. Habían resuelto el problema de cinco maneras diferentes, todas correctas.

 A partir de ahí fue fácil explicar la forma más sencilla de hacerlo, la más funcional -pero no la más correcta, ya que todas eran correctas. Una evidencia empírica de la búsqueda vana, de la ilusión del método, una demostración de los múltiples caminos, rectos o torcidos, que conducen al conocimiento. (...)

Y en esa tarea de atar los dos cabos sueltos –el interés por la función social de la ciencia y el miedo por las implicaciones de la tecnociencia-, y sin caer en ninguna apología ingenua del filosofar espontáneo del científico, Paco Fernández Buey siempre eligió el filosofar del científico acerca de sus prácticas por encima de la filosofía licenciada e institucionalizada de la ciencia.   (...)

 Cita Paco al gran humanista George Steiner: 

Hasta que los estudiantes de humanidades no aprendan seriamente un poco de ciencia, hasta que la gente que estudia lenguas clásicas o literatura española no estudie también matemáticas, no estaremos preparando la mente humana para el mundo en que vivimos. 

Si no entendemos algo mejor el lenguaje de las ciencias no podremos entrar en los grandes debates que se avecinan. A los científicos les gustaría hablar con nosotros, pero nosotros no sabemos cómo escucharles. Este es el problema. 

Steiner apunta a un problema crucial de nuestro tiempo. Si se quiere hacer algo en serio a favor de la resolución racional y razonada de algunos de los grandes asuntos socioculturales y ético-políticos controvertidos, no cabe duda de que los humanistas van “a necesitar cultura científica para superar actitudes sólo reactivas, basadas exclusivamente en tradiciones literarias”. 

Como tampoco cabe duda de que “los científicos y los tecnólogos necesitarán formación humanística (o sea, histórico-filosófica, metodológica, ética, deontológica) para superar el viejo cientificismo positivista que todavía tiende a considerar el progreso humano como una mera derivación del progreso científico-técnico”. 

Vivimos tiempos en que se venden teléfonos “inteligentes” y “libres” a gente a la que se quiere idiotizada y sumisa… ¡Más tecnología, mucha más tecnología! Que así obtendremos más justicia, más libertad real, más bienestar social, más igualdad y un mejor vivir.

 ¡Menudo cuento falsario, que diría León Felipe! Pero a pesar de la montaña de ejemplos que desmienten esta clase de propaganda, parecemos condenados a seguir repitiendo este alienante mantra. Paco solía recordar un comentario del periodista científico Vladimir de Semir: 

Hemos de luchar activamente para evitar que consiga cuajar la tercera cultura que se nos quiere imponer, la acultura basada en lo superficial y en la mediocre uniformidad de la circulación circular de las ideas enraizada en el pensamiento único y dirigido . 

Alfred Wegener, el geólogo y meteorólogo que teoriza la deriva de los continentes y la física de las placas tectónicas, va más allá, convocando a conjugar los resultados de las diversas ciencias para desvela r los estados anteriores de nuestro planeta: 

[…] todas las ciencias que se ocupan de los problemas de la tierra tienen que hacer su contribución, y solo con la reunión de todos los indicios proporcionados por ellas puede obtenerse la verdad; pero esta ide a no parece estar suficientemente extendida entre todos los investigadores…

Todas las pruebas que podemos proporcionar, remataba Wegener, presentaban el carácter engañoso de las presunciones. 

Solo reuniendo los datos de todas las ciencias relacionadas con el estudio del globo terrestre podemos esperar obtener la ‘verdad’, es decir, la imagen que sistematiza de la mejor manera la totalidad de los hechos conocidos y que puede, por consiguiente, pretender ser la más probable. E incluso en este caso, hemos de esperar que sea modificada en cualquier momento por nuevos conocimientos, sea cual sea la ciencia que la haya hecho posible. 

Aparece de nuevo en estas palabras del geofísico alemán, la idea de la ciencia y el conocimiento como construcciones colectiv as; quehacer compartido que ha de reconocer su carácter global, interconectado y sistémico. Al conocer e interpretar la naturaleza debemos ser capaces de valorar el todo y cada una de sus partes, para ser capaces de modificarla sin herir de muerte su estructura, ni a ninguna de sus criaturas. Ciencia como conocimiento vivo, dispuesto a validarse y reinventarse cada día.(...)

 “Desconocer que la cultura científica es parte esencial de lo que llamamos cultura (en cualquier acepción seria de la palabra) y despr eciar la base naturalista y evolutiva de las ciencias contemporáneas equivale en última instancia, y en las condiciones actuales, a renunciar al sentido noble (griego, aristotélico) de la política, definida como participación activa de la ciudadanía en los asuntos de la polis socialmente organizada.” Paco Fernández Buey defendía la necesidad de incorporar la cultura científica a la discusión ética, jurídica y política. 

Y subrayaba que sin cultura científica, sin la máxima cultura científica de la seamos capaces, no había posibilidad de intervención razonable en el debate público sobre la mayoría de las cuestiones que importan a las comunidades. Pues la ciencia, en sentido amplio, es ya parte sustancial de nuestras vidas. 

La mayoría de las discusiones públicas relevantes, ético-políticas o ético-jurídicas, requieren el máximo conocimiento posible del estado de la cuestión de las ciencias naturales: biología, genética, neurología, ecología, física nuclear, termodinámica. Y concretaba Paco con ejemplos significativos. 

Para orientarse en los debates sobre la actual crisis ecológica, la posibilidad de un desarrollo sostenible, el uso de los recursos fósiles o las energías renovables, necesitamos comprender los principios de la termodinámica, la idea de entropía y la flecha del tiempo, como ya mostraron Barry Commoner, José Manuel Naredo y Manuel Sacristán. Y para entender la necesidad de una ética medioambiental no antropocéntrica ayuda conocer la teoría de la evolución, como demuestra el paleontólogo Stephen J. Gould. 

Para empezar a combatir con argumentos racionales el racismo y la xenofobia ayuda, y mucho, el conocimiento de la genética de poblaciones. Para repensar lo que habitualmente se llama “alma” y “conciencia”, base de la sensibilidad moral de los seres humanos y objeto durante mucho tiempo de la atención exclusiva de la religión y de la filosofía (aquello que Ramón y Cajal había llamado “las misteriosas mariposas del alma”), ayudan las reflexiones de Francis Crick sobre la estructura neuronal del cerebro. 

En todo ello, Paco Fernández Buey aboga por un enfoque naturalista dentro de un contexto evolucionista y sistémico, pero conservando al mismo tiempo la autonomía de un filosofar que se quiere filosofía mundana o pública, lejos de las viejas tentaciones de construcción de sistemas metafísicos omnicomprensivos.

Pero para transitar este camino de doble vía, resulta también evidente que los científicos necesitan formación humanística. Porque la ciencia sin más no genera conciencia ético-política; del co nocimiento científico no se deriva directamente una conciencia ciudadana crítica. 

Como clásicamente sentenció Einstein, no se puede demostrar científicamente que no haya que exterminar a la humanidad. Las ciencias de la naturaleza y de la vida dicen poco sobre las razones que mueven al ser humano a pasar de la teoría a la decisión de actuar en favor la eliminación de las armas de destrucción masiva, la conservación del medio ambiente, la sustentabilidad del modo de producir y de vivir, el respeto a la diversidad o la protección de los animales no humanos. 

Paco Fernández Buey cita una declaración autocrítica del genetista francés Albert Jacquard: 

Gracias a la biología, yo, el genetista, creía ayudar a la gente a que viese las cosas más claramente, diciéndoles: vosotros habláis de raza, pero ¿qué es eso en realidad? Y acto seguido les demostraba que el concepto de raza no se puede definir sin caer en arbitrariedades y ambigüedades [...] 

En otras palabras: que el concepto de raza carece de fundamento y, consiguientemente, el racismo debe desaparecer. Hace unos años yo habría aceptado de buen grado que, una vez hecha esta afirmación, mi trabajo como científico y como ciudadano había concluido. Hoy no pienso así, pues aunque no haya razas la existencia del racismo es indudable. 

Decía Paco Fernández Buey que el humanista de nuestra época no tenía por qué ser un científico en sentido estricto (ni seguramente podía serlo), pero tampoco tenía por qué ser la contrafigura del científico natural o “el Jeremías, siempr e quejoso ante las potenciales implicaciones negativas de tal o cual descubrimiento científico o de tal o cual innovación tecno-científica”. 

 Si se limitaba a ser esa contrafigura, el humanista tenía todas las de perder. Según Paco, el humanista de nuestra época podría ser también un amigo de la ciencia, como lo eran, a veces, “los críticos literarios o artísticos, equilibrados y razonables, de los narradores, de los pintores y de los músicos”. 

Pero eso exige reciprocidad. La manera de entender la reciprocidad entre la cultura humanista y la cultura científica, y la asunción compartida del ignoramos e ignoraremos (tal como fue formulada en 1872 por el fisiólogo alemán Emil du Bois-Reymond), eran dos factores esenciales para perfilar el tipo de tercera cultura que se necesitaba al empezar el siglo XXI. 

Si hemos de aspirar en el siglo XXI a una tercera cultura, a otra cultura, y a una ciencia con conciencia, el éxito de esta aspiración depende tanto de la capacidad de propiciar el diálogo entre filósofos y cien tíficos como de la habilidad y precisión de la comunicación científica a la hora de encontrar las metáforas adecuadas para hacer saber al público en general lo que la ciencia ha llegado a saber sobre el universo, la evolución, los genes, la mente humana o las relaciones sociales. (...)

Este prólogo, escrito a ocho manos de una física reconvertida a la química, dos m atemáticos amantes de la filosofía y un humanista militante, es un intento de demostrar la anchura y altura del pensamiento de Paco; y es también un compromiso de contribuir a ese necesario diálogo entre culturas que se expresa en este libro que hoy ve la luz. Si no somos capaces de cumplirlo, que Paco y la historia nos lo demanden.
Madrid, Barcelona, primavera fría y lluviosa de 2013"                  (Alicia Durán, Jorge Riechmann, Jordi Mir y Salvador López Arnal, Rebelión, 29/10/2013)  

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