" (...) Sabemos que a mayor poder causal de un agente moral, mayor
responsabilidad; y que la ciencia y la tecnología, especialmente a
partir de la segunda mitad del siglo XX, han construido un tipo de poder
causal sin parangón en épocas anteriores de la historia humana. Pero la
asunción de responsabilidades por parte de científicos y tecnólogos
deja bastante que desear.
Continúa prevaleciendo la idea simplista de
que “la ciencia es neutral”, y se traspasan los dilemas político-morales
a “la sociedad”, quien se supone habrá de ser la que establezca
límites. Lo cual podría ser un movimiento justificado si viviésemos en
sociedades realmente democráticas compuestas por ciudadanas y ciudadanos
cultos y participativos, y no en democracias demediadas como la
nuestra.
La falta de contacto entre ciencias experimentales,
ciencias sociales y humanidades, la ruptura de los puentes entre
conocimientos, y la compartimentación de la Universidad que proponen los
nuevos “expertos”, nos abocan a una sociedad organizada en
departamentos estancos, de hombres y mujeres incompletos, fragmentados.
La publicación póstuma de este libro inacabado de Paco Fernández
Buey supone una excelente ocasión para revisar su tarea intelectual en
torno a la filosofía de la ciencia y la c onstrucción del concepto de
“tercera cultura”, con lo que implica de diálogo necesario, obligatorio,
entre las ciencias experimentales, las ciencias sociales y las
humanidades.
Quizá se trate de la peor conocida entre las
aportaciones del pensador palentino recriado en Barcelona, aunque sea
una temática imprescindible para entender el siglo XXI. Porque no se
puede imaginar la sociedad industrial sin entender cómo se crea la
ciencia, sin comprender y evaluar el impacto de la tecnología en nuestra
vida diaria, sin valorar las promesas y los peligros de la ciencia y la
tecnología, eso que los sociólogos llaman “tecnociencia”.
No parece
conveniente ser socióloga y no tener noción sobre cómo funciona una
tableta o un móvil. Como no es de recibo que las investigadoras, los
científicos y los tecnólogos sean incapaces de mirar más allá del
microscopio, aferrados a la falsa idea de la neutralidad de la ciencia.
Como apuntaba Hans Jonas, a más capacidad de incidir sobre la naturaleza
y la sociedad y de transformarlas, mayor es la responsabilidad de
quienes generan conocimiento y lo convierten en tecnología. De ahí la
necesidad imperiosa del diálogo entre ciencias experimentales, ciencias
sociales y humanidades como distintas perspectivas de los saberes
humanos y el conocimiento universal.
Entremos en
materia y empecemos con un ejemplo. Para muchas personas ignorar que
Picasso pintó el Gernika es imperdonable: una prueba lamentable de
ignorancia. Pero creer, afirmar o escribir que debemos a Galileo la
demostración de la redondez de la Tierra, o desconocer quiénes eran
Copérnico, Kepler o Pasteur no serían errores esenciales sino mero
descuido, tontería disculpable.
A Paco Fernández Buey esto no
le parecía ni justo ni razonable. A la misma altura que la poesía de
Brecht, el Fausto de Goethe, el cine de Theo Angelopoulos o el análisis
político-económico de El Capital ponía Paco conquistas culturales como
el descentramiento de la Tierra como punto nodal del Universo, el
establecimiento de la edad de nuestro planeta a partir de la
radioactividad, o la teoría de la evolución.
Todas estas aportaciones
constituyen etapas decisivas en la historia de la cultura de los seres
humanos, conozcamos o no sus mecanismos fundamentales; de la misma forma
que podemos comentar y disfrutar de La flauta mágica de Mozart sin
nunca haber estudiado solfeo.
Paco apuntaba a que las dos
culturas, la humanística y la experimental, debían confluir no en una
tercera cultura, sino en la cultura, es decir, en una cultura sólida, y
no sólo teórica, basada en el pensamiento crítico, que era la única que
nos podía permitir “ser auténticos responsables de nuestra evolución
para convertirnos en ciudadanos competentes en sociedades cohesionadas y
más justas”. (...)
Una de nosotras (Alicia Durán) estudió magisterio antes de decidirse
definitivamente por la física, y recuerda su periodo de prácticas
enseñando matemáticas. Tenía que introducir el concepto de división,
enseñar a dividir, a niños de 8 o 9 años. Su (maravillosa) profesora de
didáctica de la matemática le sugirió que presentara un problema y
dejara que los chicos lo resolvieran.
A la objeción “pero no saben
dividir” ella contestó: “sí saben, aunque no lo saben todavía”. Y así se
hizo: Alicia les puso un problema que implicaba dos divisiones y los
dejó pensar. A la media hora dieron sus respuestas. Habían resuelto el
problema de cinco maneras diferentes, todas correctas.
A partir de ahí
fue fácil explicar la forma más sencilla de hacerlo, la más funcional
-pero no la más correcta, ya que todas eran correctas. Una evidencia
empírica de la búsqueda vana, de la ilusión del método, una demostración
de los múltiples caminos, rectos o torcidos, que conducen al
conocimiento. (...)
Y en esa tarea de atar los dos cabos sueltos –el interés por la función
social de la ciencia y el miedo por las implicaciones de la
tecnociencia-, y sin caer en ninguna apología ingenua del filosofar
espontáneo del científico, Paco Fernández Buey siempre eligió el
filosofar del científico acerca de sus prácticas por encima de la
filosofía licenciada e institucionalizada de la ciencia. (...)
Cita Paco al gran humanista George Steiner:
Hasta que los
estudiantes de humanidades no aprendan seriamente un poco de ciencia,
hasta que la gente que estudia lenguas clásicas o literatura española no
estudie también matemáticas, no estaremos preparando la mente humana
para el mundo en que vivimos.
Si no entendemos algo mejor el lenguaje de
las ciencias no podremos entrar en los grandes debates que se avecinan.
A los científicos les gustaría hablar con nosotros, pero nosotros no
sabemos cómo escucharles. Este es el problema.
Steiner apunta a
un problema crucial de nuestro tiempo. Si se quiere hacer algo en serio
a favor de la resolución racional y razonada de algunos de los grandes
asuntos socioculturales y ético-políticos controvertidos, no cabe duda
de que los humanistas van “a necesitar cultura científica para superar
actitudes sólo reactivas, basadas exclusivamente en tradiciones
literarias”.
Como tampoco cabe duda de que “los científicos y los
tecnólogos necesitarán formación humanística (o sea,
histórico-filosófica, metodológica, ética, deontológica) para superar el
viejo cientificismo positivista que todavía tiende a considerar el
progreso humano como una mera derivación del progreso
científico-técnico”.
Vivimos tiempos en que se venden teléfonos
“inteligentes” y “libres” a gente a la que se quiere idiotizada y
sumisa… ¡Más tecnología, mucha más tecnología! Que así obtendremos más
justicia, más libertad real, más bienestar social, más igualdad y un
mejor vivir.
¡Menudo cuento falsario, que diría León Felipe! Pero a
pesar de la montaña de ejemplos que desmienten esta clase de propaganda,
parecemos condenados a seguir repitiendo este alienante mantra. Paco
solía recordar un comentario del periodista científico Vladimir de
Semir:
Hemos de luchar activamente para evitar que consiga
cuajar la tercera cultura que se nos quiere imponer, la acultura basada
en lo superficial y en la mediocre uniformidad de la circulación
circular de las ideas enraizada en el pensamiento único y dirigido .
Alfred Wegener, el geólogo y meteorólogo que teoriza la deriva de los
continentes y la física de las placas tectónicas, va más allá,
convocando a conjugar los resultados de las diversas ciencias para
desvela r los estados anteriores de nuestro planeta:
[…] todas
las ciencias que se ocupan de los problemas de la tierra tienen que
hacer su contribución, y solo con la reunión de todos los indicios
proporcionados por ellas puede obtenerse la verdad; pero esta ide a no
parece estar suficientemente extendida entre todos los investigadores…
Todas las pruebas que podemos proporcionar, remataba Wegener, presentaban el carácter engañoso de las presunciones.
Solo reuniendo los datos de todas las ciencias relacionadas con el
estudio del globo terrestre podemos esperar obtener la ‘verdad’, es
decir, la imagen que sistematiza de la mejor manera la totalidad de los
hechos conocidos y que puede, por consiguiente, pretender ser la más
probable. E incluso en este caso, hemos de esperar que sea modificada en
cualquier momento por nuevos conocimientos, sea cual sea la ciencia que
la haya hecho posible.
Aparece de nuevo en estas palabras del
geofísico alemán, la idea de la ciencia y el conocimiento como
construcciones colectiv as; quehacer compartido que ha de reconocer su
carácter global, interconectado y sistémico. Al conocer e interpretar la
naturaleza debemos ser capaces de valorar el todo y cada una de sus
partes, para ser capaces de modificarla sin herir de muerte su
estructura, ni a ninguna de sus criaturas. Ciencia como conocimiento
vivo, dispuesto a validarse y reinventarse cada día.(...)
“Desconocer que la cultura científica es parte esencial de lo que
llamamos cultura (en cualquier acepción seria de la palabra) y despr
eciar la base naturalista y evolutiva de las ciencias contemporáneas
equivale en última instancia, y en las condiciones actuales, a renunciar
al sentido noble (griego, aristotélico) de la política, definida como
participación activa de la ciudadanía en los asuntos de la polis
socialmente organizada.” Paco Fernández Buey defendía la necesidad de
incorporar la cultura científica a la discusión ética, jurídica y
política.
Y subrayaba que sin cultura científica, sin la máxima cultura
científica de la seamos capaces, no había posibilidad de intervención
razonable en el debate público sobre la mayoría de las cuestiones que
importan a las comunidades. Pues la ciencia, en sentido amplio, es ya
parte sustancial de nuestras vidas.
La mayoría de las
discusiones públicas relevantes, ético-políticas o ético-jurídicas,
requieren el máximo conocimiento posible del estado de la cuestión de
las ciencias naturales: biología, genética, neurología, ecología, física
nuclear, termodinámica. Y concretaba Paco con ejemplos significativos.
Para orientarse en los debates sobre la actual crisis ecológica, la
posibilidad de un desarrollo sostenible, el uso de los recursos fósiles o
las energías renovables, necesitamos comprender los principios de la
termodinámica, la idea de entropía y la flecha del tiempo, como ya
mostraron Barry Commoner, José Manuel Naredo y Manuel Sacristán. Y para
entender la necesidad de una ética medioambiental no antropocéntrica
ayuda conocer la teoría de la evolución, como demuestra el paleontólogo
Stephen J. Gould.
Para empezar a combatir con argumentos
racionales el racismo y la xenofobia ayuda, y mucho, el conocimiento de
la genética de poblaciones. Para repensar lo que habitualmente se llama
“alma” y “conciencia”, base de la sensibilidad moral de los seres
humanos y objeto durante mucho tiempo de la atención exclusiva de la
religión y de la filosofía (aquello que Ramón y Cajal había llamado “las
misteriosas mariposas del alma”), ayudan las reflexiones de Francis
Crick sobre la estructura neuronal del cerebro.
En todo ello,
Paco Fernández Buey aboga por un enfoque naturalista dentro de un
contexto evolucionista y sistémico, pero conservando al mismo tiempo la
autonomía de un filosofar que se quiere filosofía mundana o pública,
lejos de las viejas tentaciones de construcción de sistemas metafísicos
omnicomprensivos.
Pero para transitar este camino
de doble vía, resulta también evidente que los científicos necesitan
formación humanística. Porque la ciencia sin más no genera conciencia
ético-política; del co nocimiento científico no se deriva directamente
una conciencia ciudadana crítica.
Como clásicamente sentenció Einstein,
no se puede demostrar científicamente que no haya que exterminar a la
humanidad. Las ciencias de la naturaleza y de la vida dicen poco sobre
las razones que mueven al ser humano a pasar de la teoría a la decisión
de actuar en favor la eliminación de las armas de destrucción masiva, la
conservación del medio ambiente, la sustentabilidad del modo de
producir y de vivir, el respeto a la diversidad o la protección de los
animales no humanos.
Paco Fernández Buey cita una declaración autocrítica del genetista francés Albert Jacquard:
Gracias a la biología, yo, el genetista, creía ayudar a la gente a que
viese las cosas más claramente, diciéndoles: vosotros habláis de raza,
pero ¿qué es eso en realidad? Y acto seguido les demostraba que el
concepto de raza no se puede definir sin caer en arbitrariedades y
ambigüedades [...]
En otras palabras: que el concepto de raza carece de
fundamento y, consiguientemente, el racismo debe desaparecer. Hace unos
años yo habría aceptado de buen grado que, una vez hecha esta
afirmación, mi trabajo como científico y como ciudadano había concluido.
Hoy no pienso así, pues aunque no haya razas la existencia del racismo
es indudable.
Decía Paco Fernández Buey que el humanista de
nuestra época no tenía por qué ser un científico en sentido estricto (ni
seguramente podía serlo), pero tampoco tenía por qué ser la
contrafigura del científico natural o “el Jeremías, siempr e quejoso
ante las potenciales implicaciones negativas de tal o cual
descubrimiento científico o de tal o cual innovación tecno-científica”.
Si se limitaba a ser esa contrafigura, el humanista tenía todas las de
perder. Según Paco, el humanista de nuestra época podría ser también un
amigo de la ciencia, como lo eran, a veces, “los críticos literarios o
artísticos, equilibrados y razonables, de los narradores, de los
pintores y de los músicos”.
Pero eso exige reciprocidad. La manera de
entender la reciprocidad entre la cultura humanista y la cultura
científica, y la asunción compartida del ignoramos e ignoraremos (tal
como fue formulada en 1872 por el fisiólogo alemán Emil du
Bois-Reymond), eran dos factores esenciales para perfilar el tipo de
tercera cultura que se necesitaba al empezar el siglo XXI.
Si
hemos de aspirar en el siglo XXI a una tercera cultura, a otra cultura, y
a una ciencia con conciencia, el éxito de esta aspiración depende tanto
de la capacidad de propiciar el diálogo entre filósofos y cien tíficos
como de la habilidad y precisión de la comunicación científica a la hora
de encontrar las metáforas adecuadas para hacer saber al público en
general lo que la ciencia ha llegado a saber sobre el universo, la
evolución, los genes, la mente humana o las relaciones sociales. (...)
Este prólogo, escrito a ocho manos de una física reconvertida a la
química, dos m atemáticos amantes de la filosofía y un humanista
militante, es un intento de demostrar la anchura y altura del
pensamiento de Paco; y es también un compromiso de contribuir a ese
necesario diálogo entre culturas que se expresa en este libro que hoy ve
la luz. Si no somos capaces de cumplirlo, que Paco y la historia nos lo
demanden.
Madrid, Barcelona, primavera fría y lluviosa de 2013" (Alicia Durán, Jorge Riechmann, Jordi Mir y Salvador López Arnal, Rebelión, 29/10/2013)
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