"Esa es la frase que me resonaba en la cabeza al terminar de leer ayer
la entrevista de Henrique Mariño a Pepe Ribas, un himno a la rabia, a
la impotencia, a la tristeza. Nos lo quitaron todo.
Yo no he vivido en
Barcelona el auge de asociaciones vecinales en los últimos años del
franquismo pero sí estaba en Madrid, en el barrio de Simancas, con doce
años, cuando una generación entera, la mía, fue arrasada por la heroína.
De la noche a la mañana, los chavales que apenas unos meses antes
formaban bandas de música y grupos de teatro, ahora esgrimían navajas y
temblaban en los parques atacados por el mono, cambiaban su alma por un
pico, deambulaban como zombis en busca de una dosis.
Fue la noche
de los muertos vivientes, la larga noche de finales de los setenta en la
que una plaga salida nadie sabe cómo ni de dónde iba tronchando vidas y
sueños. Sólo ahora, contrastando historias, abarcando la magnitud de un
fenómeno que comprendió la práctica totalidad de la periferia de las
grandes ciudades españolas, empezamos a sospechar quiénes podían estar
moviendo los hilos del guiñol y escribiendo el desenlace de la obra.
Era
la misma argucia que el FBI había ensayado con éxito en los barrios
negros de Los Angeles controlados por los Panteras Negras: introducir
subrepticiamente la heroína en las escuelas. Aquel precario espejismo de
libertad del black power y de la contracultura hippie se hizo añicos:
la poesía se disolvió en sangre, el anarquismo en delincuencia, las
comunas en bandas, tan fácil como inyectarle azúcar al depósito de la
moto de Easy Rider.
En España, donde la libertad no había dado más
que unos pocos pasos, el experimento fue aun más sencillo, como engañar
a un niño con un caramelo trucado. Lo cuenta el escritor Paco Gómez
Escribano en el prólogo a su novela Yonqui, un crudo testimonio del
apogeo de la heroína en el barrio de Canillejas: “Los hijos empezaron a
robar a los padres y hasta a los abuelos para conseguir una jodida
papelina.
Y unos años más tarde empezaron a aparecer muertos por todas
las esquinas. Mi generación no ha sufrido una guerra, pero puedo
asegurarles que hemos sufrido tantas bajas como un frente bélico”.
Nos
lo quitaron todo: como dice el asesino William Munny en Sin perdón,
todo lo que teníamos y todo lo que podíamos tener. El dinero sucio de
toda aquella rapiña desembocó en el narcotráfico, en la construcción, en
el compadreo, en las raudas fortunas hechas de la nada, de la noche a
la mañana, por virtud de un milagro económico cimentado con sangre de
antebrazos.
En dos de mis novelas, El gran silencio y Niños de tiza,
aparece el paisaje desolado y criminal de esas barriadas sembradas de
solares y cascotes, ese panorama apocalíptico donde un superviviente de
esa época, Roberto Esteban, lucha por explicarse por qué está todavía
vivo entre un montón de cadáveres.
No había muchas vías de escape y
Roberto eligió el boxeo, una disciplina de redención que el tinglado
cultural de la época se apresuró a tachar de salvaje y de zafia al
tiempo que ensalzaba los toros y el fútbol.
Luego, en lugar de cultura,
nos dieron la Movida, un balón pinchado, un sucedáneo de contracultura,
metadona y yeso, un fenómeno artístico tan ridículo, inofensivo y
domesticado que algunos de sus maniquíes todavía andan por las
televisiones haciendo el payaso.
Sí, nos lo quitaron todo y a cambio nos dejaron la tele, esa ventana abierta a todas horas que sólo da a la muerte." (David Torres, Público, 30/05/2014)
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