“Hace tiempo que el pan empezó a morir. Aparca en las tiendas sus
pálidos cadáveres, ataúdes cortados en rodajas”, sentenciaba el
sociólogo Jesús Ibáñez en Por una sociología de la vida cotidiana (1994). El pan tiene hoy el poder de despertarnos nostalgia y recuerdos de otro tiempo en que sus propiedades eran otras.
¿Qué ha cambiado? Para empezar, el trigo. Las semillas no son las
mismas. Han sido hibridadas hasta conseguir el mayor rendimiento posible
y la mayor resistencia. No es algo nuevo. El agricultor siempre había
seleccionado sus semillas, eligiendo las más fuertes, las más grandes,
para ser plantadas nuevamente.
“En los años 50 y 60, había ingenieros
agrónomos que ya buscaban aumentar la producción del trigo, pero eran
ingenieros independientes que trabajaban para las diputaciones, para el
Estado... Y estaban en contacto con las panaderías, con el consumidor.
Los trigos híbridos que sacaron entonces son buenísimos.
Ahora hay
ingenieros muy buenos que trabajan en centros de mejora, pero que están
sometidos. Tienen que sacar el trigo que demanda la industria. Hay un
dinero para la investigación que ponen las empresas. No pueden sacar lo
que ellos quieren”, explica Víctor García, del proyecto de recuperación de semillas antiguas Triticatum.
El objetivo de estas variedades híbridas de hoy es aumentar la productividad. El resto de cuestiones pasa a un segundo plano.
A partir de ahí, la harina es refinada para garantizar una mayor duración, retirando de ella las partes
susceptibles de deteriorarse. “La industria harinera separa primero la
cubierta del grano con un proceso denominado descascarillado, para
evitar que la harina tenga salvado. Después separa el germen con otro
tratamiento para evitar que los aceites de éste obstruyan los
turbotamices.
De esta forma, el resultado es el fantasma de la harina”,
denuncia Irais, biólogo y productor. El germen del trigo contiene
lípidos muy nutritivos y proteínas asimilables, pero su enorme valor
para la industria cosmética y dietética lo convierte en un producto
demasiado valioso para ser malgastado en el pan. Por su parte, el
salvado aporta las propiedades oligopéptidas (sabor y olor) y la fibra.
Retirando ambos, el producto resultante está compuesto de almidón y gluten, al que se le añaden una serie de aditivos y complementos.
“Hay un listado de aditivos legales para la harina (blanqueadores,
antifermentantes, enzimas modificadas genéticamente) que una fábrica de
harina puede añadirle a ésta para estabilizarla y mejorarla.
Y luego, en
las panaderías, otros cuarenta aditivos que el panadero puede utilizar
legalmente también para incorporar al pan, para que tenga la corteza más
crujiente, más dorada, que tenga más miga, absorba más agua, etc.”,
explica Víctor García.
A diferencia de éstas, las harinas ecológicas, por regla general, utilizan sólo los ingredientes básicos (harina,
agua y sal), y el cereal no ha sido tratado con productos químicos
durante su cultivo. En las harinas ecológicas industrialmente
procesadas, la normativa obliga a devolver parte del salvado y la
totalidad del germen al producto final.
Sin embargo, debido al enorme
valor del germen es difícil pensar que una vez separado se vuelva a
gastar en medios para devolverlo. “En todas las fábricas que he
visitado, nadie lo hace. El consumidor o el panadero no saben si está el
germen ahí o no. Habría que hacer una analítica para saberlo”, apunta
Víctor García.
“Si partes de un trigo pensado únicamente para que crezca mucho y
pronto, y luego le quitas el salvado, el germen, el pan que salga de ahí
no va a tener mucho sabor y tendrás que agregarle un montón de cosas”,
explica Isolda, de Semilla Solacera.
“El pan ha dejado de ser un
producto natural; es un producto químico que nuestro organismo tiene que
tolerar”, explica la nutricionista y bióloga Pilar Parra. Estos panes, además de no ser nutricionalmente ricos, tienen un porcentaje de gluten mucho mayor.
“Tiene tres veces más gluten que el pan tradicional”, denuncia Pilar
Parra. “Y el problema no es sólo el pan. El gluten está ahora en todos
sitios: lo añaden como espesante a muchas cosas. A los helados, a las
salsas, a los embutidos, porque es una proteína muy barata de obtener”.
En los últimos años, ha habido un aumento exponencial de los casos de alergia al gluten (celiaquía) e intolerancia.
“Es una cuestión de mejora de métodos de diagnóstico, pero también hay
una serie de celiaquías que no se expresaban con síntomas, llamadas
silentes, y que, debido a la cantidad de gluten que estamos tomando, ha
hecho que se expresen.
Se piensa que es una de las razones de que estén
saliendo más casos. Luego hay mucha gente que tiene problemas de salud y
que a lo mejor nunca sabrá que es celiaca, porque no hay un médico que
sea capaz de verle los síntomas”. La doctora Pilar Parra apunta
cuestiones de calidad y cantidad del gluten.
“Nuestro organismo no está
capacitado para digerir bien el gluten. Si encima tienes una
predisposición genética y te están metiendo hasta tres veces más
cantidad... Además, este trigo híbrido no es un trigo silvestre que
nuestro organismo se acostumbró a digerir durante siglos”.
La preocupación por la salud y el aumento de casos de intolerancia al gluten han estado detrás del crecimiento de la demanda de otros cereales en los últimos años, variedades de trigo viejo como la espelta o el kamut (trigo persa). En la primavera de 2013, a causa de las lluvias, las cosechas de espelta del centro de Europa fueron muy escasas y de mala calidad.
La demanda se disparó de forma que las grandes empresas comenzaron a hacer acopio
en otras zonas del continente, comprando toda la producción. “En España
se estaban produciendo unos dos millones de kilos. Han acaparado todo.
La poca espelta que había se ha quedado en manos de las grandes fábricas
de harina que sirven a las grandes cadenas de alimentación”, explica
Víctor García.
Como consecuencia, este año la producción de espelta ha crecido exponencialmente.
“Todos los agricultores que conozco tienen espelta este año”, explica
Isolda, de Semilla Solacera. Se prevé una gran producción de este
cereal, que posiblemente hará caer su precio para el productor, aunque
esta bajada nunca llegarán a notarla los consumidores.
Frente a las
fluctuaciones del mercado, los pequeños productores apuestan por
relaciones de cercanía. “Aquí está marcando mucho el mercado de lo bío.
El mercado ecológico, por serlo, no está fuera de la macroeconomía. Con
una relación estable cliente-proveedor, tú te aseguras de que te van a
comprar y que lo vas a poder vender.
Aunque venga un alemán y me quiera
pagar el doble, yo tengo un compromiso que no voy a romper. Creo que es
más a lo que hay que tender. Porque, además de lo ecológico, hay otros
criterios”, puntualiza Isolda. (...)" (Ana Álvarez, Diagonal, 22/07/14)
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