"El pasado 19 de marzo, cuando los titulares de prensa se hicieron eco
de la muerte de una joven afgana, el mundo se dividió entre los
escandalizados por las connotaciones heréticas de su supuesto delito y
los horrorizados por la brutalidad del castigo que había recibido.
Pero
varias semanas después cambió la situación: la fisura se situaba entre
los que se escandalizaban al enterarse de que las acusaciones de
blasfemia eran falsas y los horrorizados al saber que, para empezar, se
pudiera linchar a alguien por ese motivo.
¿Qué es peor, blasfemar contra el Corán o patear, golpear, quemar y
asesinar a alguien dando por hecha esa blasfemia? ¿Dónde está
verdaderamente el delito, en vender supersticiones en nombre de la
religión o en vulnerar las convenciones culturales discutiendo con un
clérigo por embaucar a los crédulos?
¿Acaso la fe musulmana descansa
principalmente en los textos fundamentales del profeta o en los
comentarios de los hombres que los interpretan? ¿Tiene una mujer derecho
a señalar la diferencia entre unos y otros? Desde el trágico final de
Farkhunda la opinión pública ha oscilado de un lado a otro, poniendo de
manifiesto que, en el mundo islámico, se ahonda cada vez más la brecha
entre las mujeres y la jerarquía religiosa.
No es la primera vez que una mujer ha sido acusada de blasfemia por
la ortodoxia, ni será la última. Y, a lo largo de la historia, tampoco
ha sido la religión islámica la única en la que las mujeres se han
llevado la peor parte de las violentas represalias del clero masculino.
Consciente o inconscientemente, lo que líderes religiosos de toda laya
han hecho realmente durante los últimos seis mil años al sancionar el
sometimiento de la mujer es, más que difundir las enseñanzas
espirituales del hinduismo, el judaísmo, el budismo, el cristianismo y
el islam, fomentar arraigadas costumbres patriarcales.
Pero la discusión
registrada en Kabul el pasado marzo supone un auténtico movimiento
sísmico en la ancestral historia de la desigualdad de género. Está
directamente relacionada con la crisis de la modernidad que, iniciada a
mediados del siglo XIX en Oriente Medio, ahora se está extendiendo por
todos los países del mundo.
Lo que casi nadie sabe es que el crimen que tuvo lugar en Kabul, a
plena luz del día y bajo la mirada de las cámaras de vídeo, estuvo
precedido, hace más de ciento sesenta años, por otro registrado en medio
de un sofocante secreto en Teherán.
Una tórrida noche de agosto de
1852, una joven de talento, erudita y conocida por sus polémicas ideas,
fue estrangulada en los alrededores de la capital persa y enterrada bajo
un cúmulo de piedras. Creía que había que distinguir entre las verdades
espirituales y las tradiciones supersticiosas. Su delito fue utilizar
esas ideas para criticar al orden religioso de su tiempo. Se llamaba
Tahirih Qurratu'l-Ayn.
En las escuelas teológicas de Kerbala y Nayaf, Tahirih era muy
admirada por su elocuencia y conocimientos jurídicos, pero también había
levantado ampollas dentro de la comunidad eclesiástica. En contra de
las normas, había adoptado el papel de profesora, no de acólita,
vulnerando además las costumbres al indicar a los alumnos que recalcaran
su independencia espiritual luciendo indumentaria colorista durante el
mes de Muharram.
Lo peor de todo es que dio la vuelta al rol femenino al
divorciarse de su marido y presentarse en público sin velo. Ante el
horror y la indignación de la ortodoxia chií y suní, insistió en que
había llegado el momento de anular la sharía.
Está claro que los más amenazados por esas ideas eran los clérigos.
Al igual que el ulema de Kabul cuya reacción ante Farkhunda incitó a una
frenética turba juvenil a cometer un horrendo crimen, el orden
religioso de Irán se vio zarandeado por los argumentos de Tahirih,
sintiendo que esa mujer cuestionaba peligrosamente su posición.
Mientras
ella fuera fuerte, ellos se sentirían débiles; mientras su popularidad
aumentara entre las mujeres, ellos verían minada su influencia. Así que
la vilipendiaron y difamaron, haciendo todo lo posible por cercenar su
influencia y silenciarla. A la vista de ello, poco puede sorprender que
acabara siendo estrangulada por difundir las heréticas enseñanzas del
Bab.
Las fisuras que surgen entre las creencias personales y la tradición
cultural siempre han sido un semillero de disyuntivas morales. Tahirih y
Farkhunda podrían haber acatado las costumbres seculares y cerrar la
boca; podrían haber aceptado el antiguo modelo femenino, evitando la
confrontación con las autoridades religiosas.
Pero insistieron en
distinguir entre superstición e investigación racional, entre la letra y
el espíritu del Corán. Y su coraje planteó cuestiones esenciales sobre
la autoridad sacerdotal. Al principio, cuando se acusó a Farkhunda de
quemar un Corán, se dijo que el hombre con el que había estado
discutiendo era un “ulema”.
Después, cuando quedó claro que de lo que
había discutido con él era de la venta de talismanes y tawiz a los
incautos, se le describió simplemente como un “ayudante” de la mezquita.
Al final, cuando se determinó que la muchacha asesinada no había
cometido ni apostasía ni blasfemia, los reporteros le convirtieron en un
“buhonero”.
Y la mengua de categoría externa que fue experimentando este hombre
anónimo no fue nada en comparación con su humillación interior. Fuera
quien fuera, una muchacha le había superado con su argumentación; esa
interlocutora conocía mejor que él el Corán y cuando la multitud se fue
congregando a su alrededor atraída por la discusión, ese hombre debió de
enfrentarse a un terrible dilema.
Podía perder su reputación, su forma
de ganarse el sustento y probablemente la vida, o darle la vuelta a la
situación y acusar a esa mocosa que le superaba en conocimientos
sagrados de cometer la blasfemia en la que él estaba incurriendo. Optó
por lo segundo.
Independientemente de que vivamos en Kabul o en Nueva York, la
relevancia de la disyuntiva moral salta a la vista, porque atraviesa el
cuerpo de la mujer actual, dejando patente la violación de sus derechos.
Cuando las mujeres comienzan a distinguir entre las costumbres sociales
y las realidades espirituales, algo revolucionario está ocurriendo.
Cuando cuestionan la autoridad de los líderes religiosos para
inmiscuirse en su vida personal, en sus relaciones íntimas, en su
derecho a trabajar, a viajar, en los derechos legales sobre sus hijos,
está teniendo lugar una redefinición de la fe que va más allá de
cualquier manifestación externa de liberación.
Es la misma revolución que tuvo lugar en Turquía este mismo año,
cuando, contraviniendo de manera flagrante las costumbres, las mujeres
de la provincia meridional de Mersin, con el rostro embadurnado de
pintura roja, se negaron a que los hombres tocaran el ataúd de Özgecan
Aslan, la estudiante de psicología de veinte años que, después de ser
violada por un grupo de hombres en un autobús, fue asesinada a puñaladas
y quemada.
Esta revolución la plasmaron de nuevo las afganas que,
cubriéndose con la máscara ensangrentada que representaba el rostro de
Farkhunda, rompieron con la tradición al rechazar la presidencia del
ulema en Kabul e insistir en ser las únicas portadoras del féretro
durante el entierro de la asesinada.
Esas mujeres seguían el ejemplo de
Tahirih. Su capacidad para distinguir entre las creencias y las
convenciones culturales, entre la fe y la costumbre, es un símbolo de
nuestro tiempo. Ellas se encuentran en la encrucijada de un cambio con
inmensas repercusiones para todos."
(Bahiyyih Nakhjavani
, El país, 9 MAY 2015 , Bahiyyih Nakhjavani es escritora. Autora de los libros La fábula de la alforja robada y La mujer que leía demasiado.
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo)
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