"Ser optimista es casi una obligación para la ciudadanía occidental del
siglo XXI. Expectativa de éxito, pensamiento positivo y búsqueda a
ultranza de la felicidad son algunos de los elementos que conforman un
nuevo paradigma psicosocial que se está instalando entre nosotros.
Su
raíz no es autóctona, se trata probablemente de la más reciente
manifestación de la colonización cultural norteamericana.
Cotidianamente nos llegan reclamos para asistir a cursos o conferencias
sobre cómo lograr la felicidad, se nos insta a rechazar sentimientos
como la tristeza, el desánimo o la duda y centrarnos en el llamado pensamiento positivo e incluso, en el colmo de la audacia, se llega a afirmar que el sufrimiento es una elección personal. (...)
una legión de libros de autoayuda que en diez pasos nos conducirán al
Edén o al enriquecimiento económico e incluso, recientemente, aparece
un nuevo puesto de trabajo en las organizaciones: responsable de la
felicidad en la empresa.
La periodista Bárbara Ehrenreich denunció hace ya unos años las
consecuencias negativas del hecho de hacer a las personas responsables
únicas de sentirse bien, además de mostrar los enormes beneficios
económicos que la nueva industria de la felicidad otorgaba a sus
promotores.
Posteriormente, rigurosos estudios desde la Psicología han
mostrado que el optimismo, o tendencia a pensar que el futuro será
positivo, tiene tanta racionalidad (o irracionalidad) como el pesimismo,
y no siempre tiene un valor adaptativo y protector del bienestar, sino
que, en ocasiones, puede provocar desajustes en la percepción de la
realidad que conllevan consecuencias negativas.
José César Perales ha
sido uno de los científicos que ha descrito algunos de los peligros que
pueden acechar al optimista, como “la ilusión de control” o la llamada
“falacia de la planificación” al sobrevalorar sus posibilidades de
éxito.
Sin embargo, el principal peligro de la ideología de la felicidad es
el olvido clamoroso que supone de las condiciones socioeconómicas de la
sociedad, de carácter estructural, y del impacto que tienen sobre el
bienestar, o malestar, de las vidas humanas. La premisa del “si quieres,
puedes”, tan atractiva a nuestros oídos, conduce a pensar que, si
alguien no ha podido, es porque no se ha esforzado lo suficiente.
En el
mismo sentido, el mandato de no rendirse jamás puede ser una trampa que
hipoteque el futuro de muchas personas. De este modo, las víctimas de
una sociedad desigual e injusta son doblemente victimizadas y culpadas,
además, de su propio sufrimiento.
Una muestra de ello es la propuesta
del gobierno británico de ofrecer terapia cognitiva a las personas en
paro como forma de afrontar el desempleo, lo que ha provocado una fuerte
polémica.
En un país como el nuestro con una tasa de paro del 20%, casi una
tercera parte de familias en riesgo de pobreza, con desigualdades
crecientes en educación, salud y servicios de todo tipo, ¿cómo puede
atreverse alguien a afirmar que el sufrimiento se elige?
Hace décadas
que conocemos los estragos del paro y la precariedad en las vidas de las
personas y, por supuesto, en su estado de ánimo: los análisis
longitudinales realizados a personas que han perdido su puesto de
trabajo en diversos países europeos han mostrado elevados niveles de
ansiedad, trastornos del sueño, depresión, mayor posibilidad de
adicciones, desmotivación y, sobre todo, una profunda desesperanza.
La tendencia a considerar que todo se basa en la libre elección
tiene, por otra parte, otras consecuencias que también conocemos: la
dejación de las administraciones en sus responsabilidades sociales y la
disminución de políticas públicas que corrijan las desigualdades
socioeconómicas que cada vez son mayores.
Por otra parte, desincentiva
la solidaridad y los movimientos colectivos y cooperativos al ser la
persona y su trabajo interior la principal fórmula para alcanzar el
éxito.
La filósofa ilustrada Mary Wallstonecraft decía, refiriéndose a las
mujeres, que en ocasiones parecían más interesadas en sacar brillo a sus
cadenas que en liberarse de ellas. Este pensamiento podría extenderse a
nuestra sociedad cuando acepta de forma mayoritariamente acrítica
modelos que no van a tratar de cambiar las condiciones estructurales de
desigualdad sino, en todo caso, a perpetuarlas. Sabemos que la confusión
intelectual interesada es el terreno donde mejor se abona la pasividad y
la discriminación; tal vez valga la pena estar alerta." (Sara Berbel Sánchez , El País ,1 MAR 2016)
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