"(...) Hace poco más de dos años, según realtó Judith Shulevitz, estudiantes
de la Universidad de Brown organizaron un debate abierto sobre
agresiones sexuales.
Inmediatamente, otro grupo de alumnos, temeroso de
que los intervinientes pudieran exponer ciertas ideas “negativas”,
protestó ante la dirección argumentando que la universidad debía ser un
“espacio seguro” donde nada avivara los traumas de las víctimas.
Las
autoridades académicas no cancelaron el acto, pero pusieron a
disposición de los asistentes su propio “espacio seguro”: una sala
contigua donde cualquiera pudiera acudir para recuperarse de algún punto
de vista turbador, y, si se sentía con fuerzas, regresar al debate.
La
estancia estaba equipada con cuadernos para colorear, juegos de
plastilina, cojines, música relajante, mantas, galletas, chuches,
incluso un video relajante en el que aparecían perritos jugando. También
contaba con personal cualificado para atender posibles traumas.
Cuando
el evento finalizó, dos docenas de personas habían pasado por esta sala,
una de las cuales explicó: “me sentía bombardeada por unos puntos de
vista que van en contra de mis creencias más íntimas”.
En otra
ocasión, un profesor del Columbia College recomendó la visita a una
interesante exposición de arte samurai japonés. Inmediatamente, uno de
sus estudiantes protestó airadamente, tachando su sugerencia de
políticamente incorrecta porque podía herir la sensibilidad de los
alumnos chinos.
Obviamente, la objeción era absurda; la invasión de
China por el ejército imperial japonés había finalizado setenta años
atrás. Sin embargo, para el estudiante el tiempo transcurrido era
irrelevante. Siguiendo su lógica, el arte alemán ofendería en Francia,
el francés en España por la invasión napoleónica, o el español en
Flandes.
Otro caso llamativo es el del ex presidente de la
Universidad de Harvard, el economista Larry Summers, que tuvo la
desgraciada ocurrencia de publicar un estudio donde mostraba que el
coeficiente de inteligencia de los hombres presenta una dispersión, una
varianza mayor que el de las mujeres, planteando como hipótesis que este
hecho podía influir en la asignación de puestos de trabajo en las
escalas más altas y más bajas.
Automáticamente fue acusado de machista
y, tras una durísima campaña en su contra, Summers se vio obligado a
dimitir en 2006.
Del oscurantismo a la ignorancia
El
calvario de todos estos profesores ilustra la plaga de la corrección
política, una moda que invade los campus universitarios del mundo
desarrollado, constituyendo una asfixiante censura que, en no pocas
ocasiones, provoca dramas absurdos perfectamente evitables. Lo peor, con
todo, es que condena a la sociedad al oscurantismo, a la ignorancia.
Al
fin y al cabo, Summers sólo podría haberse ahorrado el calvario
falseando los resultados de su investigación, adaptándolos a la
“realidad” de lo políticamente correcto o, sencillamente, renunciando a
investigar.
Por su parte, el profesor de Columbia debería pensárselo dos
veces antes de recomendar exposiciones de arte a sus alumnos puesto que
todas, de alguna manera, herirán la sensibilidad de alguien. En cuanto a
los estudiantes de la Universidad de Brown, para evitar sobresaltos
tendrían que renunciar a organizar debates abiertos.
El
irresistible avance de la corrección política es una señal muy potente
que nos advierte de la infantilización de la sociedad occidental,
reflejada con pavorosa nitidez en su universidad, de donde precisamente
proviene. Tanto despropósito llevó a Richard Dawkins, profesor de
biología evolutiva de la Universidad de Cardiff a advertir a sus
estudiantes, con indisimulada indignación: “La universidad no puede ser
un ‘espacio seguro’.
El que lo busque, que se vaya a casa, abrace a su
osito de peluche y se ponga el chupete hasta que se encuentre listo para
volver. Los estudiantes que se ofenden por escuchar opiniones contraria
a las suyas, quizá no estén preparados para venir a la universidad”.
La
corrección política es producto de ese pensamiento infantil que cree
que el monstruo desaparecerá con solo cerrar los ojos. Pero la
maduración personal consiste justo en lo contrario, en descubrir que el
mundo no es siempre bello ni bueno, en la toma de conciencia de que el
mal existe, en llegar a aceptar y encajar la contrariedad, el
sufrimiento.
Y, por supuesto, en aprender a rebatir los criterios
opuestos. En su esfuerzo por hacer sentir a todos los estudiantes
cómodos y seguros, a salvo de cualquier potencial shock, las
universidades están sacrificando la credibilidad y el rigor del discurso
intelectual, remplazando la lógica por la emoción y la razón por la
ignorancia. En definitiva, están impidiendo que sus alumnos maduren.
La trampa del “espacio seguro”
Cuando
se designa unos espacios universitarios como seguros, implícitamente se
está marcando otros como inseguros y, por lo tanto, tarde o temprano
habrá que “asegurarlos”, hasta que cualquier opinión desconcertante
quede prohibida en todo el campus. Y, si esto es válido para la
universidad, ¿por qué no trasladarlo a la sociedad en su conjunto? Así,
la represión se extiende como mancha de aceite, prohibiendo palabras,
términos, actitudes, estableciendo una siniestra policía del
pensamiento.
Desde el punto de vista conceptual, la corrección
política es incongruente, cae por su propio peso. Dado que no todo el
mundo opina igual ni posee la misma sensibilidad, no es posible separar
con rigor lo que es ofensivo de lo que no lo es, establecer una frontera
objetiva entre lo políticamente correcto y lo incorrecto.
Hay personas
que no se ofenden nunca; otras, sin embargo, tienen la sensibilidad a
flor de piel. La ofensa no está en el emisor sino en el receptor, Así,
en la práctica, es la autoridad quien acaba dictaminando lo que es
políticamente correcto y lo que no. Y lo hace, naturalmente, a favor del
establishment y de los grupos de presión mejor organizados.
La
corrección política es una forma de censura, un intento de suprimir
cualquier oposición al sistema. Y es además ineficaz para afrontar las
cuestiones que pretende resolver: la injusticia, la discriminación, la
maldad. No es más que un recurso típico de mentes superficiales que,
ante la dificultad de abordar los problemas, la fatiga que implica
transformar el mundo, optan por cambiar simplemente las palabras, por
sustituir el cambio real por el lingüístico.
Lo expresó de forma
certera el defensor de los derechos civiles W. E. B. Du Bois en 1928.
Tras ser recriminado por un joven exaltado por usar la palabra “negro”,
Du Bois respondió: “Es un error juvenil confundir los nombres con las
cosas. Las palabras son sólo signos convencionales para identificar
objetos o hechos: son estos últimos los que cuentan.
Hay personas que
nos desprecian por ser negros; pero no van a despreciarnos menos por
hacernos llamar ‘hombres de color’ o ‘afroamericanos’. No es el nombre…
es el hecho”. En efecto, ni la discriminación, ni el racismo, ni
cualquier otro problema, se resuelven por cambiar los nombres. Como
mucho, se logra tranquilizar la mala conciencia de algunos.
Y el resultado es… Donald Trump
Hay
mucha gente en el mundo, demasiada en España, que, al parecer, carece
de la madurez emocional o de la capacidad intelectual para escuchar una
opinión política que se aparte de sus convicciones sin considerarla un
insulto personal. Al poner los sentimientos por encima de los hechos, de
las razones, cualquier opinión válida puede ser desactivada tachándola
de racista, sexista, discriminatoria.
Puede que a estas personas la
corrección política les haga sentirse más cómodos, pero a costa de
instaurar la cultura del miedo en los demás. Clint Eastwood declaró:
“Secretamente, todo el mundo se está hartando de la corrección política,
del peloteo. Estamos en una generación de blandengues; todos se la
cogen con papel de fumar”.
Aun así no era plenamente consciente del
peligro que se avecinaba: tarde o temprano el virulento efecto péndulo
invierte las magnitudes, la gente acaba hastiada de tanta censura, y
como reacción… vota a Donald Trump.
Renunciar al libre discurso,
al libre pensamiento, para evitar herir la sensibilidad de algunos es
peor que estúpido: es peligroso porque pone en cuestión los principios
de la democracia. Debemos ser respetuosos con todo el mundo, por
supuesto.
Pero también expresar con libertad nuestras ideas y
argumentos. Si alguien se molesta, se rasga las vestiduras, es muy
probable que esté mostrando su talante inmaduro, su carácter infantil e
intolerante. Lo advirtió George Orwell en su novela 1984: “La libertad
es el derecho de decir a la gente aquello que no quiere oír”. (Javier Benegas, Juan M. Blanco, Vox Populi, 19/11/16)
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