"De la zona más exclusiva a la más deprimida de Santa Fe, en el noroeste de la Ciudad de México,
hay apenas un par de kilómetros y un abismo socioeconómico: los coches
de lujo se convierten en viejos peseros y la opulencia se torna en
miseria.
Esta es solo una de las decenas de imágenes de la lacerante
brecha de ingresos que parte en mil pedazos la megalópolis
latinoamericana. Es un elemento consustancial al México actual, el país
de los 50 millones de pobres que es, a la vez, potencia económica y
kilómetro cero de la inequidad. Pocas, muy pocas naciones pueden presumir
de una divergencia de renta como la nación norteamericana, cuna de los
más desfavorecidos y del sexto hombre más rico del mundo.
Sin embargo, lejos de añadir argumentos para la resignación, un puñado
de académicos a los que se han ido sumando con cuentagotas un ramillete
de políticos de corte progresista insisten en la viabilidad de un plan
que erradicaría la pobreza desde el día uno de aplicación: el ingreso ciudadano universal o renta básica universal,
una prestación pública que se concedería a todos los ciudadanos por el
mero hecho de serlo.
Un salario por nada; una red asistencial básica que
frena en seco la miseria. En muy pocos años, esta suerte de antídoto
contra el veneno de la pobreza extrema ha pasado del terreno de la
utopía al de las políticas públicas factibles. Su razón de ser se
reafirma en un país de las características de México.
“Es viable, se puede financiar: solo hace falta que haya voluntad política real”, asegura Enrique del Val,
director general de Planeación de la UNAM. Tanto la Coneval, el ente
independiente que evalúa las políticas públicas contra la pobreza en
México, como la Cepal, la comisión económica de la ONU para América
Latina, ya han validado la idea.
“Es una propuesta especialmente vigente
a la luz de la debilidad económica, la pobreza y las dudas sobre el
futuro del trabajo: la robotización, la inteligencia artificial… Es
urgente reflexionar”, añade la mexicana Alicia Bárcena, secretaria
ejecutiva del brazo regional de Naciones Unidas.
Su temor sobre la
creciente automatización del trabajo, que amenaza con dejar enormes
bolsas de desempleados en todo el mundo, encuentra respaldo en las
cifras: según un reciente estudio de la consultora McKinsey, México es
el sexto país del planeta en el que mayor porcentaje de trabajadores
corre riesgo de ser reemplazado por máquinas, el 52% del total.
Las primeras referencias mexicanas a la idea se remontan a
principios de los setenta. Eran los años previos al gran auge petrolero y
a la icónica (e incumplida) promesa el presidente José López Portillo
de que los beneficios derivados del crudo llegaran a todos los
mexicanos.
El pensador Gabriel Zaid propuso entonces que todos los
ciudadanos recibieran una suerte de dividendo de la renta nacional,
igual para todos. Huelga decir que la propuesta cayó en saco roto. Hasta
tres décadas después, cuando aterrizaron en la Cámara de Diputados las
primeras iniciativas legislativas para la creación de una renta básica.
En 2015 llegó otra propuesta al Senado de la mano del
progresista PRD y ese mismo partido intentó, sin éxito, incluir el
ingreso ciudadano universal en la nueva Constitución de la Ciudad de
México.
Pero la propuesta más ambiciosa y detallada llegó hace justo un
año de la mano de Araceli Damián y Norma Xóchtil Hernández, dos
diputadas del izquierdista Morena: un plan a 40 años vista para otorgar a
cada mexicano 1.800 pesos (96 dólares) al mes. Empezaría por los
colectivos más vulnerables –menores de edad y mayores de 65 años– y
tendría un coste al erario equivalente al 12,9% del PIB.
Esta prestación reemplazaría a los más de 5.000 programas
sociales vigentes en la actualidad en todos los niveles de la
administración mexicana, según los datos de Del Val, lo que supondría un
ahorro considerable.
Y requeriría, según la media docena de
especialistas consultados, de una amplia reforma fiscal que empezase por
gravar las muchas y muy acaudaladas fortunas mexicanas para más tarde
elevar las contribuciones del resto de la población. “Estoy convencido
de que el mexicano medio no se negaría a pagar más impuestos si se le
dijese, explícitamente, que su dinero va a destinarse a crear un ingreso
ciudadano”, opina Rogelio Huerta, de la UNAM.
Aunque los experimentos llevados a cabo hasta la fecha en
países como Canadá ponen en duda que la renta básica desincentive el
trabajo —la idea de que, si los ciudadanos tienen garantizado un
ingreso, tendrá menos interés en producir—, dentro y fuera del país sus
todavía muy numerosos detractores inciden en ello.
Aún hoy, la idea de
una renta básica universal en México sigue a años luz de países como
Finlandia o Países Bajos —donde ya se está ensayando—
o de Suiza —donde se votó en referéndum el año pasado—. Pero ha ido
ganando tracción con el paso de los años. Y ha derribado el muro de la
academia para entrar, poco a poco, en el ágora público.
“Queda mucho por hacer aún, pero estamos más cerca que
nunca”, apunta el profesor Huerta. “Ahora falta que el movimiento vaya
más allá de iniciativas partidistas, que se construya una corriente
política que cuente con el respaldo de intelectuales y de la sociedad
civil”.
Los comicios de 2018 serán la gran piedra de toque: un grupo de
expertos en la materia, capitaneados por Enrique del Val, plantearán a
finales de este año una hoja de ruta independiente con el anhelo de ser
escuchados por todas las formaciones políticas. Si finalmente entra en
campaña, no hay motivos para pensar que México no pueda ser un país
pionero en la puesta en marcha de la renta básica universal." (Ignacio Fariza, El País, 15/05/17)
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