"Los demócratas han comenzado la presidencia de Donald Trump exiliados
al desierto político. Han perdido la Casa Blanca, ambas cámaras del
Congreso, un número impresionante de gobiernos estatales, mientras que
el voto de los “Estados azules” ha resultado ser en realidad solo voto
de “ciudades azules”.
El partido se ha lanzado a buscar soluciones, enzarzándose en
discusiones sobre políticas de identidad, la estrategia de oposición
adecuada y demás. Pero los demócratas podrían inspirarse en el mismísimo
Trump. A saber: sus promesas reiteradas de recuperar empleos americanos
bien pagados.
“Es su argumento principal y el más consistente”, observa Mike
Konczal, un investigador del Roosevelt Institute, tras revisar los
discursos de Trump.
El presidente comprende, como subrayó Josh Barro de The New York Times,
que la mayoría de los americanos piensa que la finalidad de la empresa
privada es proveer buenos empleos, no solamente conseguir un beneficio.
Incluso la xenofobia y nacionalismo blanco de Trump no se aleja mucho de
esto: echar a patadas a los inmigrantes y apartar a los competidores
foráneos son componentes críticos de su manera de recuperar los empleos.
Los demócratas tienden a tratar los empleos como el subproducto feliz
de otros objetivos tales como la revitalización de infraestructuras o
los proyectos de energías renovables. O tratan la desindustrialización y
la deslocalización de los empleos como hechos inevitables y lamentables
y a cambio ofrecen formación, seguros de desempleo, atención sanitaria
etc. para mitigar sus efectos.
Todas estas políticas son estimables.
Pero un empleo no es solo un mecanismo de suministro de rentas que se
puede reemplazar con una fuente alternativa. Es un medio fundamental por
el que la gente afirma su dignidad, legitima su cuota de participación
en la sociedad y comprende sus obligaciones mutuas.
Hay evidencia
clarísima de que la pérdida de esta identidad social importa tanto como
la de la seguridad financiera. El daño que causa el desempleo prolongado
a la salud mental y física solo es comparable al causado por la muerte
de un cónyuge. Causa estragos en los matrimonios, las familias, las
tasas de mortalidad, las tasas de alcoholismo y más. La crisis de 2008
elevó el desempleo a largo plazo a la estratosfera y hoy permanece cerca
del máximo histórico. Trump se dirigió al corazón del problema cuando
le dijo a Michigan en octubre de 2016: Voy a devolveros los empleos”.
Punto.
Los demócratas también deberían considerar prometer la Luna. Pero a
diferencia de Trump, deberían respaldarlo con un plan político. Y existe
una idea que podría funcionar. Emerge de forma natural desde los
valores progresistas. Es grande, osada y cabría en una pegatina del
parachoques. Se le suele llamar la “garantía de empleo” o el “empleador
de último recurso”. En dos palabras: que el gobierno federal garantice
el empleo, con un salario digno e incentivos, a todo americano dispuesto
y capacitado para el trabajo.
Por qué lo necesitamos
Antes de profundizar en los detalles de esta propuesta, es procedente
dar unas palabras sobre los objetivos generales. El fin último de la
garantía de empleo es el pleno empleo sostenido: un empleo hasta para el
último americano que quisiera trabajar, incapacitando al mercado
laboral para encontrar suficientes trabajadores para todos los empleos
que quisiera crear.
Los beneficios de la garantía para los previamente desempleados
resultan evidentes. Pero no es menos crucial que ayudaría a los
americanos ya empleados. Cuando los trabajadores compiten entre sí por
una oferta inadecuada de empleos no tienen ningún poder. Por el
contrario, cuando los empleadores deben competir por una oferta
inadecuada de trabajadores se produce una transformación sutil pero
fundamental. Liberados del temor de ser arrojados al desempleo y de no
poder encontrar otro empleo, incluso los trabajadores peor pagados
pueden exigir salarios más altos y prestaciones más generosas.
Pueden
exigir mejores condiciones de trabajo y horarios y formación laboral a
costa del empleador. Pueden desafiar la discriminación, el acoso y el
abuso. Los sindicatos y las organizaciones de trabajadores ganarían
autoridad. Habría más estabilidad familiar, comunidades más sanas, más
confianza social y mayor participación en la vida colectiva. El fin
último de la garantía de empleo es el pleno empleo sostenido: un empleo
hasta para el último americano que quisiera trabajar.
En términos prácticos esto requeriría forzar las tasas de
participación de la fuerza de trabajo —la medida de la gente empleada o
que está buscando empleo activamente— hasta los límites naturales y
llevar la tasa de desempleo —la porción de la fuerza de trabajo no
empleada— hasta el 1 o el 2 por ciento. Y luego mantenerlas. Puede
parecer un objetivo fantástico.
Pero lo hemos conseguido antes: durante
la movilización económica de la Segunda Guerra Mundial la tasa de
desempleo cayó brevemente por debajo de un pasmoso 2 por ciento.
Después, entre 1945 y 1970, la tasa permaneció aproximadamente un tercio
de ese tiempo bajo el 4 por ciento. No por casualidad esta época se
recuerda como una era económica dorada, y la desigualdad se mantuvo
reducida.
Las cosas han cambiado desde entonces.
Al escribir estas líneas, hay 1,4 demandantes de empleo por cada
vacante. Como mínimo nuestro objetivo debería ser menos de un demandante
por cada vacante. Aun así éste es el mejor registro tras ocho
extenuantes años de recuperación.
Es más, la razón entre demandantes de
empleo y vacantes solo se acercó momentáneamente a la paridad con un 1,1
al final del auge de los 90. No existen registros más antiguos. Pero
hay otros indicios de cercanía a la paridad: los finales de los 90
fueron también el único momento desde los 70 en que la tasa de desempleo
cayó hasta el 4 por cien. Actualmente está en el 4,6% — de nuevo, el
mejor nivel desde la Gran Recesión.
Así que incluso en esa mitad de la centuria de tan gratos recuerdos,
la tasa de desempleo americana total tendía a resurgir como una boya
sobre el umbral que señala el pleno empleo. De vez en cuando, caía lo
suficiente como para tocarlo y volvía a rebotar. Durante los últimos 40
años, esa boya prácticamente nunca ha tocado el pleno empleo.
Este fallo
de varias décadas ha reducido los trabajadores a la impotencia crónica
frente a unos empleadores que demandaban trabajo barato, sumiso y
desechable. Subyace al alza vertiginosa de la desigualdad la pérdida
generalizada de buenos incentivos laborales, la expansión de la
precariedad financiera entre los hogares, la generalización de los
contratos por obra y la “uberización” etc.
Entretanto, qué empleos crea la economía, para quiénes y en qué
condiciones queda determinado por las personas que poseen y controlan el
flujo de capitales y la propiedad. Esta es la naturaleza de los
mercados privados en el capitalismo. Tanto la izquierda como la derecha
aceptan esta situación como un hecho consumado y en esencia tratan de
sobornar a este grupo exiguo para que cree empleo. El soborno de la
derecha son los recortes de impuestos y la liberalización. El soborno de
la izquierda es un estímulo musculoso del gasto público deficitario y
la inversión pública. Esta funciona mucho mejor exprimiendo la demanda
agregada, razón por la que posibilita que los empleadores se beneficien y
ganen cuota de mercado contratando más trabajadores. Pero en ambos
casos, el poder para configurar el empleo en sí y contratar está en
manos de los capitalistas.
Inevitablemente, los demandantes de empleo más privilegiados o
atractivos son contratados en primer lugar: aquéllos que tienen buena
formación, tienen historiales de empleo estable, carecen de antecedentes
penales y (seamos francos) son blancos. Solo cuando estos han sido
contratados empieza a llegar el empleo a todos los demás.
Los últimos en llegar son las minorías raciales, aquéllos sin títulos
universitarios o de bachillerato, aquéllos con largos períodos de
desempleo en el pasado, los veteranos y los que tienen antecedentes
penales. Y su turno es mucho más breve puesto que les llega en el pico
de la coyuntura. Luego, cuando cae el ciclo, los menos privilegiados son
los primeros en ser eliminados. El resultado es una dinámica amarga en
la que son los últimos en ser contratados y los primeros en ser
despedidos. Incluso cuando trabajan su posición negociadora es
perpetuamente precaria, lo que redunda en salarios menores y mayor
explotación.
Por eso unos 5,5 millones de personas todavía trabajan a tiempo
parcial cuando querrían trabajar a tiempo completo. Explica en gran
parte la impunidad de los empleadores ante flagrantes robos salariales,
los horarios abusivos, la discriminación racial, el acoso sexual y la
violación de los derechos laborales. Por eso demasiadas personas llevan
ya décadas con los salarios estancados.
Que la carencia del pleno empleo golpee más duramente a los
americanos menos privilegiados no solo es problemático porque sea
injusto. Es que además condena a sus comunidades a ciclos repetidos de
destrucción de los que nunca tienen tiempo para recuperarse del todo. La
tasa de desempleo de los americanos negros, por ejemplo, perpetuamente
duplica la de los blancos —situación que se mantiene en todos los
niveles educativos--. Lo mismo vale para la tasa de desempleo de todos
los americanos con un título universitario frente a aquellos que solo
tienen un graduado escolar.
En contraste, los efectos benéficos del pleno empleo, cuando sucede,
son más acentuados entre los menos privilegiados: solo entonces los
empleadores se ven obligados a acudir a las personas y comunidades
normalmente exiliadas de la economía.
Imagínense lo qué se podría conseguir con un pleno empleo sostenido.
Así pues no debería sorprender que los pensadores afroamericanos
desde siempre hayan sido paladines de la garantía de empleo. Martin
Luther King Jr lo reivindicó reiteradamente. También Bayard Rustin, otro
activista de los derechos civiles afroamericano de los años 60, y Sadie
T.M. Alexander, la primera afroamericana que se doctoró en Economía.
Hoy entre los defensores negros de la garantía de empleo se incluyen el
profesor de Economía y Políticas Públicas de Duke William Darity Jr y el
economista Darrick Hamilton de la New School.
Coincidiendo con el auge de la desindustrialización y la
globalización y el retroceso de las políticas de inversión pública,
regulación y aplicación de las leyes antimonopolio, la economía
americana finalmente ha empezado a tratar a los trabajadores blancos sin
título universitario tal como siempre trató a los negros americanos.
El
capital huye de las comunidades rurales y pueblos donde Hillary Clinton
perdió ante Donald Trump por un margen de tres a uno y donde el
crecimiento de nuevo empleo y la creación de negocios durante las
recuperaciones prácticamente se han desvanecido. Los competidores
extranjeros y la automatización están robando sus empleos; sus tasas de
desempleo e ingresos son inferiores; y sus hipotecas los asfixian.
Clinton ganó en menos del 16% de los condados pero aquéllos en los que
ganó generaban el 64% de la producción económica total. Este gran
desplazamiento económico generó la frustración económica que causó el
vuelco en los Estados del Rust Belt que dieron la victoria a Trump.
Pero el presidente no ha cejado de explotar los temores y ansiedades
raciales de los americanos blancos y las tentaciones del nacionalismo
blanco. Combatirlo exigirá una coalición genuinamente multiétnica; una
que pueda avanzar al máximo la causa antirracista, reservando a la clase
trabajadora blanca un asiento en la mesa en pie de igualdad. Una
garantía de empleo pondría los cimientos de tal coalición basada en
intereses económicos compartidos.
Cómo funcionaría
Este es pues el contexto en el cual emerge la necesidad de tal
programa. ¿Cómo funcionaría la garantía de empleo en detalle? En primer
lugar sería universal: una oferta a cualquier que esté dispuesto y sea
apto para el trabajo. También sería completamente voluntario: no se
obligaría a nadie a trabajar.
Cada empleo pagaría un salario por encima del umbral de la pobreza e
incentivos. Una posibilidad a menudo sugerida es $25.000 al año —unos
$12 la hora si asumimos 52 semanas al año y 40 horas por semana. Se
podría plantear un ajuste adicional por el coste de la vida en función
de las condiciones de vida locales. La asistencia sanitaria y las
cotizaciones sociales se cubrirían a través de los programas existentes,
el de Prestación Sanitaria de Empleados Federales y el Sistema de
Jubilación de Empleados Federales, respectivamente. Las vacaciones
pagadas y las bajas por enfermedad y por asuntos propios también
estarían incluidas.
Los beneficiarios podrían solicitar trabajo a tiempo parcial
reduciéndose su salario en proporción. Pero tendría que fijarse un
mínimo número de horas para recibir el paquete de incentivos; Darity
sugiere 30 horas a la semana.
El programa sería impulsado por la demanda de empleo de los
americanos. Es decir, funcionaría como una prestación como la Seguridad
Social, Medicare, el seguro de desempleo, la Asistencia Temporal para
Familias necesitadas o los subsidios del Obamacare: financiado
automáticamente por ley, en función de cuánta gente reúne los
requisitos, en vez de a través del proceso de asignación de partidas
presupuestarias anuales del Congreso.
Esto obligaría a financiar el programa a nivel federal. Cuando golpea
una recesión, casi todos los agentes de la economía —administraciones
estatales y locales o instituciones y empresas privadas— sufren una
merma de ingresos. No pueden gastar a los mismos niveles o superiores
sin riesgo de impago de deuda. Pero el Gobierno de los EE.UU. es
diferente: su endeudamiento tiene el soporte de la capacidad de la
Reserva Federal de crear nueva oferta de dinero. Literalmente no es
posible que el Gobierno federal impague su deuda (a no ser que lo haga
por voluntad propia). Más bien el límite en el gasto federal es el
riesgo de inflación — que siempre es menor en una coyuntura negativa.
Está además la cuestión del diseño institucional. Nadie ha implantado
una garantía de empleo plena. Pero algunos ejemplos internacionales se
han acercado bastante y aportan algunas sugerencias prácticas. El Plan
Jefes y Jefas de Hogar —un programa de empleo garantizado modesto, de
corta vida, más cicatero pero similar de principios de siglo— repartió
las competencias entre los niveles federal, local y municipal.
El
Gobierno federal desembolsaba los fondos y definió las directrices
generales para aprobar los planes de empleo. Creó una base de datos
nacionales de demandantes de empleo y otra para el seguimiento de todos
los proyectos, su seguimiento y su evaluación. Esto fomentó la
transparencia y redujo la corrupción. Dada la historia de exclusión
racista en los programas de trabajo del New Deal en los Estados Unidos,
una aplicación vigorosa federal de todas las leyes antidiscriminatorias y
de derechos laborales sería esencial.
Pero Argentina reservó la tarea de revisar, aprobar y administrar los
proyectos a las administraciones locales y municipales. La economista
del Bard College Pavlina Tcherneva, que estudió la garantía de empleo y
la experiencia argentina con sus colegas del Levy Institute, destaca que
las ONG, las asociaciones vecinales y otros colectivos sociales de toda
América ya conocen las necesidades de sus comunidades y trabajan para
atenderlas.
Pero sus plantillas y sus fondos siempre son escasos. Así
que en el caso que nos ocupa el primer paso sería que los gerentes
locales y municipales preguntaran a estos grupos qué proyectos ya han
desarrollado que solo necesiten ser escalados.
A continuación, estos mismos gerentes deberían determinar qué obras
públicas y elementos de la infraestructura de cada comunidad necesitan
ser construidos o revitalizados. La crisis del plomo en las tuberías de
Flint, Michigan, demuestra que las necesidades en este campo son
inagotables.
Finalmente, los gerentes locales de la garantía de empleo deberían
abrir el debate a propuestas de la comunidad local: que todos desde las
iglesias hasta las organizaciones cívicas pasando por los individuos
aporten ideas. Esto podría crear un diálogo de base que aportara a los
americanos un control más democrático sobre la planificación de sus
economías locales. Quizás se podría introducir un cierto grado de
democracia local en la elección de los gestores locales del programa.
Los demandantes de empleo podrían presentarse ante estas oficinas
locales, que recurrirían a las bases de datos federales para conectar
los trabajadores potenciales con los proyectos más apropiados. Es
importante que los trabajadores sean asignados a empleos cercanos en
función de las habilidades que ya poseen. La formación y el cuidado
infantil podrían ser prestados por otros beneficiarios del trabajo
garantizado, tal como ocurrió en Argentina.
La idea sería “acudir al
encuentro de los trabajadores”, en función de sus capacidades, sus
necesidades y su ubicación geográfica. Compárese con el sector privado,
donde los trabajadores de renta baja llegan a dedicar enormes cantidades
de tiempo y energía en transporte, búsqueda de cuidadores infantiles,
“adquisición de competencias” o incluso desplazándose a otra ciudad o
Estado, todo a conveniencia del empleador.
Podríamos crear una nueva agencia federal completamente nueva, donde
el poder interno y la capacidad de decisión estén distribuidos entre las
delegaciones locales y municipales. Otra posibilidad es remozar y
adaptar instituciones que ya tenemos.
El Ministerio de Trabajo podría
gestionar las obligaciones de ámbito federal mientras que las oficinas
de empleo podrían reconvertirse en agencias de colocación —los puntos de
contacto locales para los demandantes de empleo--. Ambos podrían ser el
enlace con las administraciones locales. Incluso el Servicio de Correos
de los EEUU. podría involucrarse: están circulando propuestas para que
preste servicios bancarios básicos a través de esta agencia a los 68
millones de americanos que carecen de ellos. Muchos de estos ciudadanos
serían los mayores beneficiarios de la garantía de empleo y necesitarían
una cuenta en la que domiciliar su salario. La banca postal podría
matar dos pájaros de un tiro.
Cuánto costaría
Hablemos ahora del precio. Una cuenta de la vieja sugiere que un
programa como el descrito ascendería a al menos $ 670.000 millones el
primer año —aproximadamente el 3,6% de la economía— si se implanta hoy.
Es mucho pero no es en absoluto inconcebible: ése es aproximadamente el
coste anual de los diversos subsidios de atención sanitaria del Gobierno
federal y es menos que la Seguridad Social.
Aún más importante: el coste se encogería rápida y dramáticamente una
vez que empezara a rodar el programa. Millones de los anteriormente
desempleados contarían con nuevas rentas para gastar así que los
negocios privados crecerían, sus ofertas de empleo e incentivos
mejorarían y la gente abandonaría las nóminas del trabajo garantizado en
busca de pastos más verdes. El programa se moderaría solo expandiendo
al sector privado.
En lo sucesivo se estabilizaría en un nivel de gasto
mucho menor. A modo de ilustración: el plan Jefes de Argentina se inició
en 2001 y los beneficiarios llegaron a un pico de 2 millones en 2003.
Pero hacia 2005 la cifra de beneficiarios se había reducido un 40%. En
ese tiempo la tasa de desempleo nacional cayó del 21% al 8%.
Además de todo eso, la lista de personas que reúne los requisitos de
otros programas de la red asistencial como Medicaid, SNAP, ayudas de
vivienda y demás también se encogería. Encontraríamos menos males
sociales derivados del desempleo —crimen, población penitenciaria, salud
mental, drogodependencias, etc.— reduciendo el gasto aún más.
Estimaciones groseras de Darity, Tcherneva y otros economistas sugieren
que al menos una cuarta parte del presupuesto anual de la garantía de
empleo se compensaría con otras reducciones, quizás incluso más.
En adelante, cada recesión del sector privado hincharía las cohortes
de los beneficiarios de la garantía de empleo de nuevo, pero nunca
tanto. Actualmente, las recesiones se retroalimentan: la gente pierde su
empleo, su consumo cae, así más gente pierde su empleo, hasta que la
recesión toca fondo. Pero el empleo a través de la garantía de empleo
está limitado solo por la imaginación y la creatividad humanas. Una
recesión solo es el colapso en la capacidad del sector privado de
emplear a todos de acuerdo a las prioridades de los capitalistas.
Así
que las recesiones arrojarían a los trabajadores al trabajo alternativo
de la garantía de empleo, con el suelo salarial asociado. Las recesiones
serían más pandas y las recuperaciones más rápidas, de nuevo encogiendo
las nóminas de la garantía de empleo. Nos ahorraríamos la ruina humana y
social que acompaña las oleadas de desempleo masivo. Prevenir el
desempleo masivo se demostraría harto más barato que eliminarlo una vez
consolidado. Siempre habrá enfermos a los que cuidar, ciudadanos que
educar y vecindarios por embellecer.
Una posibilidad aún más sugerente es que la garantía de empleo
eliminaría la necesidad de que la Fed ajustara los tipos de interés.
Funcionaría así: actualmente los funcionarios de la Fed operan bajo
la creencia de que es necesario una cantidad de desempleo para controlar
la inflación. A medida que sube el poder adquisitivo de los
trabajadores se desencadena una carrera armamentista en las empresas.
Los trabajadores exigen mayores remuneraciones, los capitalistas tratan
de conservar su margen subiendo los precios, entonces los trabajadores
exigen salarios más elevados ante el incremento del coste de la vida.
Friéguese, aclárese y repítase. El resultado es una espiral de
salarios-precios que produce mayor inflación.
La Fed interviene con una elevación de los tipos de interés que
comprime el crédito y fuerza a las empresas a frenar su expansión o
reducir su tamaño. Esto detiene la carrera armamentista destruyendo
empleos. Pero de nuevo se deja que los capitalistas decidan a quiénes
eliminan antes del empleo.
Hay un elemento de política de tierra quemada en esta práctica, ya
que permitir que la inflación continúe también destruye empleos al
causar el desbarajuste de la señales de precios. Reiteramos: con una
garantía de empleo una coyuntura negativa simplemente desplazaría
trabajadores hacia el salario y tasa de compensación fijos, que no
entran en la guerra de pujas.
Esto pondría fin a la guerra
armamentística sin expulsar personas al desempleo y la destrucción
humana asociada. Así la garantía de empleo también podría estabilizar
los vaivenes de la inflación. (Sería complicado si el salario de la
garantía de empleo estuviera indexado a la inflación pero no indexar
provocaría batallas legislativas periódicas para subirlo).
El trabajo
¿Qué hay de los empleos? ¿Qué tipo de trabajo harían estas personas?
Tcherneva prioriza trabajo que no sea intensivo en capital, que
raramente requiera habilidades especializadas y que atienda necesidades
continuadas de atención, restauración, conservación, etc. Algunos
pensadores progresistas sobre políticas se refieren a ellas como
“infraestructura humana”.
Ejemplos actuales en funcionamiento incluyen
la conservación ecológica y la revitalización de parques públicos en el
Valle del Río Hudson, donde se crean huertos urbanos y mercados locales
para combatir el problema de los desiertos alimentarios o la
restauración de edificios históricos en Newburgh, Nueva York.
En
Argentina las comunidades locales utilizaron el programa Jefes para
crear carnicerías, panaderías, talleres de ropa y juguetes, tiendas de
alimentos, albergues para personas sin hogar y víctimas de violencia
doméstica, centros de reciclado, huertos urbanos, comedores sociales y
más. Además de proyectos de infraestructura, el programa de trabajo del
New Deal encargó representaciones teatrales, esculturas y murales.
Ciertamente, el programa también podría incluir infraestructuras y
obras públicas tradicionales. Pero estos son proyectos cerrados con una
fecha de entrega y su necesidad puede no estar alineada con la
coyuntura. En cambio siempre habrá niños y ancianos a los que cuidar,
enfermos a los que atender, ciudadanos por educar, ciudades que limpiar,
vecindarios que embellecer y parques por arreglar. Este trabajo sería
el núcleo de los planes de empleo público.
Estos programas de empleo
público siempre han llevado el sambenito de “ocupaciones sin contenido” —
la idea de que se paga a la gente para que haga cosas inútiles para la
sociedad--. Pero ésta es una preocupación anticuada en un mundo en el
que los empleadores privados contratan a gente para crear una variedad
infinita de aromas de patatas fritas y apps de mensajería que
solo dicen “¡tronco!”.
El antropólogo David Graeber incluso ha acuñado
el término “trabajos de mierda” para referirse al trabajo de oficina,
financiero y administrativo, frecuentemente bien pagado, que realiza
gente “convencida de que sus empleos carecen de sentido”. A muchos se
nos pone a trabajar a conveniencia de los capitalistas, de acuerdo con
lo que encuentran rentable. De allí tanto papeleo.
En los temores a las “ocupaciones sin contenido” subyace el
sobreentendido de que lo rentable —v.g., lo que desean los accionistas—
es el único determinante posible del valor. Así pues los partidarios de
la garantía de empleo no deberían rehuir el combate y obligar a sus
oponentes y críticos a argumentar la reductio ad absurdum.
Toda utilidad es irreductiblemente subjetiva. Los seres humanos
deciden por si mismos lo que es el valor económico, dialogando entre
ellos. La competencia del capitalismo, las señales de precios y la
motivación del beneficio son una forma de sostener estas conversaciones y
en muchas ocasiones es adecuada.
Pero un aspecto de la garantía de
empleo es aportar una vía alternativa: ensanchar el espacio político
para la democracia local y el diálogo sobre la determinación del valor y
luego usar la herramienta pública del Gobierno federal para producirlo.
Al fin y al cabo nadie audita las bibliotecas públicas para ver si los
mercados privados las gestionarían mejor —simplemente acordamos, como
sociedad, que compensa tenerlas--.
Problemas como la corrupción y el soborno serán inevitables y la
mejor prevención siempre será un saludable control institucional y la
autorregulación. Pero ya en 2005 las denuncias de mala gestión, derroche
o corrupción en el programa Jefes de Argentina eran escasas. En 1937,
una evaluación de los programas de trabajo del New Deal evaluó la
calidad del 40% de estos como “excelente” y solo el 9% como “inferior”.
Por supuesto una garantía de empleo establecida en $ 25.000 e
incentivos eliminaría de un plumazo buena parte del empleo privado mal
retribuido. Ningún empleador pujaría a la baja ya que la gente podría
“votar con los pies” y acogerse a (o proponer) una garantía de empleo si
lo quisiera. Pero ningún negocio tiene el derecho a existir,
cualesquiera que sean las condiciones en las que emplea. Al igual que el
salario mínimo, la finalidad del suelo salarial de la garantía de
empleo es eliminar el empleo privado mal pagado. Pero, a diferencia del
salario mínimo, no conlleva ningún riesgo de aumentar el desempleo.
Sin duda el aspecto del empleo y de nuestro estilo de vida
cambiarían. Habría seguramente muchos menos empleos de comida rápida y
de servicios con sueldos bajos y menos conductores de Uber. Todos
tendríamos que cocinar más, conducir menos y realizar más tareas
domésticas (hasta que lleguen los robots). ¿Pero sería eso tan negativo?
Llegó la hora de una garantía
Desde la izquierda se plantea una objeción diferente: que la garantía
de empleo hace una concesión excesiva a la idealización conservadora
del trabajo dignificante. Estos críticos suelen argumentar con la Renta
Básica Universal (RBU), otra idea política ambiciosa que daría a cada
americano una subvención mensual incondicionada. Ambas han sido
presentadas a veces como excluyentes.
No es cierto; ambas propuestas son complementarias.
La RBU facilita a cada trabajador la opción de salir del mercado de
trabajo y por tanto incrementaría también su poder de negociación. Pero
este efecto es pasivo. La fortaleza de la garantía de empleo es que
entrega a los americanos un control directo sobre infraestructura social
de creación de empleos.
En cierto modo, el programa podría ser el mayor paladín del Estado de
bienestar. Sometería por fin la idea de que el desempleo es frívolo o
voluntario al ensayo definitivo.
En adelante nadie podría suponer que el
desempleo es una elección por el simple hecho de que existe sin tener
nunca en cuenta la oferta de empleo. Tampoco podrían los políticos
meterse en vericuetos tratando de “arreglar” a los desempleados —ya sea
mediante formación, mejores hábitos y valores o simplemente
reubicándolos— para satisfacer mejor las exigencias de los
capitalistas.
Al hacerlo, la garantía de empleo dejaría patente que mucha gente
tiene buenas razones para no participar en la fuerza de trabajo. Quizás
se hayan jubilado, o estén criando a sus niños o yendo a la escuela o
cuidando de un familiar enfermo. Aunque no son solo un mecanismo de
suministro de ingresos, es cierto que los empleos desempeñan esta
función. Pero no pueden ni deben ser el único mecanismo para todos. Que
no hayamos conseguido tapar todos los agujeros en el “sistema de
provisión de ingresos” de nuestra sociedad es la fuerza motriz que
mantiene incólumes las tasas de pobreza americanas, en especial en la
infancia.
Ya no podríamos asumir que el desempleo es voluntario solo porque existe, sin tomar en cuenta la oferta de empleo.
Sí, la retórica política americana está permeada de la idea de que
los individuos tienen una obligación moral de trabajar, y esto se
utiliza a veces de forma nauseabunda. Pero no yerra el tiro del todo:
para que la RBU pueda adquirir algo antes alguien tiene trabajar en la
producción de esos bienes y servicios. Tal como demuestran los efectos
del desempleo en el bienestar físico y mental de los individuos, la
inmensa mayoría de las personas realmente se siente mejor cuando
contribuye al proyecto social de algún modo. Uno de los aspectos más
reseñables del programa Jefes fue el número de mujeres que se apuntaron.
Al ofrecerles la oportunidad de participar en sus comunidades y
economías locales y no limitarse a realizar tareas del hogar, estas
mujeres declararon cambios sorprendentes en su autoestima. —como si les
hubiesen “crecido alas”--. De hecho el pánico político por la veloz
transformación en las normas de género parece haber influido en la
decisión del Gobierno argentino de matar el programa —y sustituirlo
(para mujeres al menos) con un cheque al estilo de la RBU.
La cuestión crítica que debe recordarse es que en el interés de los
capitalistas está no ofrecer nunca empleos suficientes y mantener a un
gran número de empleados en un estado de precariedad permanente. Este es
el anzuelo y el interruptor en el corazón del hábito derechista de
“incentivar” a la gente para que trabaje, ya recortando las ayudas
públicas, ya avergonzándolos.
Que el desempleo realmente causa estragos
en el bienestar humano otorga a esta postura un cierto barniz de
beneficencia plausible. Pero el trabajo que aguarda a esta gente solo se
ofrece en los términos de los capitalistas; más que dignificar, suele
explotar y degradar y nunca hay suficiente para todos.
Como observó el economista polaco Michal Kalecki, la cuestión de
fondo es que el pleno empleo arrebata el poder a los dueños de las
empresas y a la clase propietaria del capital. En eso consiste realmente
la preocupación de que el trabajo garantizado desplace al empleo
privado o provea meras “ocupaciones sin contenido”. Con pleno empleo,
los capitalistas pierden su capacidad de deprimir los salarios de los
trabajadores y deberán ceder parte de sus beneficios.
Pero más que eso,
cuando se trata de llevar negocios que presuntamente les “pertenecen”
los capitalistas se ven obligados a negociar con y plegarse a la
voluntad de sus trabajadores “subordinados”. Su posición como semidioses
de la economía —otorgando empleo cuando se les aplaca y quitándolo
cuando se les enoja— se deshace. Los capitalistas no quieren recesiones,
claro, pues sus rentas y tenencia de riqueza también sufren. Pero
tampoco quieren una economía que marche a toda máquina. Su solución,
como la describe John Maynard Keynes, ha sido “prohibir los auges y así
mantenernos en una cuasi depresión permanente”. Quizás les suena esto.
Retando a este régimen económico, la garantía de empleo afirma que,
si bien los individuos tienen una obligación moral de trabajar, la
sociedad y los empleadores también tienen otra recíproca de proveer
empleos buenos y dignos para todos. Haría por fin realidad el ideal,
enunciado en la Declaración de Derechos Económicos de Franklin
Delano Roosevelt de que todo americano tiene “el derecho a un trabajo
útil y bien retribuido”. No una ayuda paternalista ni un tipo de tributo
a una virtud aristocrática, sino un derecho que puede ser exigido y
ejercido. Como demuestra la historia de la era de los derechos civiles y
la lucha por el sufragio, los derechos constituyen el fundamento para
la organización política de masas y para las demandas de inclusión e
igualdad.
Una garantía de empleo no solo redefiniría el orden económico de
América. Se puede argüir que también redefiniría el ordenamiento
político y moral del país." (Jeff Spross (SPRING), CTXT, 19/04/17)
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