5/2/21

Podemos: la política en la crisis de la clase media... La experiencia de Podemos tuvo la capacidad de traducir en términos políticos la sensación de fracaso y marginalidad de un amplio sector de la clase media española, sobre todo su juventud. Pero, al final, nunca pudo superar los límites que su propia extracción de clase le impuso.

 "La experiencia de Podemos tuvo la capacidad de traducir en términos políticos la sensación de fracaso y marginalidad de un amplio sector de la clase media española, sobre todo su juventud. Pero, al final, fue presa de esa misma marca de origen: nunca pudo superar los límites que su propia extracción de clase le impuso. 

 Podemos –y, antes, el movimiento 15M– ha generado una ola de entusiasmo en la izquierda internacional, especialmente en otros países del sur de Europa pero también en contextos tan dispares como EE. UU., Líbano y algunos países de América Latina. El presente artículo no tiene el interés de pronunciar un desmentido sobre la enésima esperanza de la izquierda y su promesas de transformación social por medio de la «toma del poder» relatando la traición de sus líderes, la falta de radicalidad de sus supuestos, etc.

Antes bien, se trata aquí de probar una análisis de los condicionantes sociales y de clase que acabaron por dibujar los límites de esta apuesta política. Estos se sitúan en lo que llamo «clase media», entendida menos como una clase en el sentido tradicional (definida por remisión a una «posición» respecto de la propiedad o no de los medios de producción, o como un estrato en términos de renta, poder o estatus), que como un «efecto social» de mayorías, que en el caso español comprende en torno al 70 u 80 % de la población, a juzgar por sus respuestas en todas las encuestas y estudios demoscópicos de los que es objeto.

Este «efecto clase media» ha sido el mejor estabilizante político de las sociedades ricas de los países centrales de la economía-mundo, y difícilmente se puede comprender sin una intervención continuada de los aparatos de Estado. El «efecto clase media» es, por diversas razones (ligadas en buena medida a los problemas de la acumulación a mediano y largo plazo), cada vez más difícil de producir en estas mismas sociedades. Y es esta dificultad la que se viene manifestando como su «crisis política», patente ya antes de la crisis global de 2008. En este sentido, el capítulo español, con Podemos en primer plano, es solo un episodio más de una crisis social y política general.

Este artículo es un avance de uno de los epígrafes finales de un trabajo más ambicioso sobre las clases medias en España; sobre la formación y el derrumbe de esa ficción.

La legitimidad del movimiento

El 15 de mayo de 2011 el curso histórico del país experimentó un corte que, a la postre, se mostrará profundo. Un movimiento juvenil, capaz de perseverar durante algo más de dos años, irrumpió en las principales ciudades con acampadas improvisadas y una serie de gigantescas manifestaciones. La protesta vino protagonizada por los nacidos en las décadas de 1970 y 1980, que hacia 2008-2010 habían acabado sus estudios o atravesado ya su primera década en el mercado laboral, en muchas ocasiones a trompicones y en otras muchas bajo la amenaza de interrupción crónica tras el estallido de la crisis económica.

 El perfil generacional del movimiento tiene rasgos propios. La imagen publicitada del «indignado/a» es la de unos jóvenes con estudios universitarios, con idiomas, con una formación y un capital escolar con el que apenas soñaron sus abuelos. Jóvenes, sin embargo, que ya no encuentran su lugar, que han sido engullidos por la crisis económica, que se ven condenados a la precariedad o la emigración; a una vida que inevitablemente será peor que la de sus padres.

Esta imagen de una juventud condenada fue uno de los elementos fundamentales de movilización en el 15M, hasta el punto de corresponder en cierto modo con la «forma» del sujeto político del periodo. Paradigmático de esta coincidencia que alcanzó carácter de «protagonismo social» fue el colectivo Juventud Sin Futuro. Hecho de la agrupación de distintas asociaciones universitarias de Madrid, luego se extiende por otras ciudades y se convierte en uno de los impulsores principales de las protestas del primer 15M. Juventud sin Futuro fue una de las canteras fundamentales de la nueva clase política que surgió y se consolidó a través de Podemos.

La imagen de una juventud condenada galvaniza al país. Más allá de los contenidos concretos —las políticas de austeridad, la exigencia de democracia, la condena sobre la vieja clase política—, los jóvenes en las plazas representan un futuro truncado para todos. En términos de la cultura oficial y de la idea de un progreso interrumpido transmitida de generación en generación, a través de la acumulación de capital escolar, la presunta neutralidad de Estado y el premio al mérito, el joven universitario despedazado en la trituradora de un mercado laboral precarizado y cada vez más incierto proyecta una imagen «total».

Es la entera arquitectura social lo que se ve amenazado. Y es ahí donde reside la clave del éxito de las protestas. La simpatía de los medios, incluso de parte de las viejas élites políticas y culturales (que son diana del movimiento), hacia los muchach*s en protesta recorre todo el espectro político. Bloquea cualquier forma de solución claramente represiva (el 15M se manifestó como un movimiento declaradamente pacífico, como una suerte de «insurrección democrática»; cabría haber previsto otro resultado si los protagonistas de la protesta no hubieran sido estos buenos chic*s de clase media). A la postre, extiende unas movilizaciones que son consideradas legítimas por casi todos los grupos y estratos sociales. Si en esos chic*s estaba encarnado el futuro del país, la promesa de progreso, la personificación —con sus aspiraciones, promesas y miedos— de la entera sociedad de las clases medias, su fracaso era el fracaso de todos.

La constatación de que la crisis política se manifiesta, ante todo, como una «crisis generacional» (esto es, como una crisis del país en su conjunto, y no como una crisis social —en términos de clase, por ejemplo—) señala de nuevo el protagonismo de la clase media y su monopolio sobre lo político. En los términos proclamados de una «generación perdida», la crisis que abre el 15M se comprende inevitablemente como una crisis en la reproducción de la clase media. Por eso, al igual que ocurrió con la generación de la Transición, la generación 15M requiere, también, de un análisis específico.

Una generación particular

A primera vista, las distancias con respecto de la generación política de la Transición son marcadas. A diferencia de aquella, la generación 15M no llega al mundo en un periodo de optimismo económico, de politización rampante y de expansión de las élites técnicas y del empleo público, que estimula los caracteres fuertes y ambiciosos, la maduración temprana en empleos y posiciones de «responsabilidad». Por el contrario, la generación 15M (como, en cierto modo, también la inmediatamente precedente) es una generación condenada a una postergación por plazo indefinido a una suerte de «minoría de edad», forzada a adaptarse a una prórroga continua. Esta condición social en «suspenso» apenas fue soportada en el periodo expansivo del ciclo inmobiliario-financiero precedente (1995-2007), por la lluvia de las rentas inmobiliarias, el incremento general de la riqueza patrimonial y la promesa de una realización profesional que se cumplía a cuenta gotas.

 Casi todos los indicadores sociológicos remachan la postración de esta generación. Desde principios de los años ochenta, sin mejoras acumuladas en los periodos de expansión económica, a los jóvenes les cuesta significativamente más que a sus padres encontrar un trabajo, emanciparse, desarrollar una carrera profesional y fundar una familia. La edad de emancipación crece sin solución de continuidad durante más de treinta años: pasa de los 25 años a los 30 entre 1980 y 2010, y es siempre mayor para las mujeres que para los varones. La emancipación se representa como una variable correlativa a los abultados niveles de desempleo juvenil, que destacan entre los más altos de la Unión Europea. Sobresale, de igual modo, la postergación de las uniones conyugales o de pareja y, sobre todo, la continua elevación de la edad en la que la mujer tiene su primer hijo, así como la caída del número de hijos por mujer, aun cuando el número de hijos deseados no disminuya en estas décadas (la encuesta de fecundidad que elabora el INE no muestra una disminución significativa del «deseo de maternidad» por parte de las residentes en España que se muestra, además, invariablemente por encima del número de hijos que efectivamente tiene).

Esta condición de minoría de edad se corresponde también con la progresiva generalización de la precariedad laboral, convertida en precariedad existencial. Pero actúa de un modo distinto según los estratos sociales. Para los segmentos más precarizados, sin capital escolar y sin soporte patrimonial de unas familias de clase media propiamente dicha, la precariedad es sinónimo de proletarización, de desclasamiento respecto del cuerpo medio. Se trata, en realidad, de un desenlace condicionado por las crisis previas, fundamentalmente la crisis industrial de los años setenta y ochenta.

En cambio, para los «recuentos» juveniles de clase media dicha con propiedad, la precariedad construye una situación diferente, que gravita sobre la prolongada dependencia de la familia de origen y que se «soporta» sobre la base de una promesa de incorporación social (en la forma de «carrera profesional», familia, etc.) a futuro. Esta promesa es la misma que está inscrita en la prolongación hasta la cuarta e incluso la quinta década del empleo en prácticas, de las becas, de los contratos temporales e infrapagados, del acceso a una profesión ahora masificada y «proletarizada» por las interminables cadenas de subcontratación, tanto en el sector privado como en el público. Incluso aquellos con credenciales de «élite» (por ejemplo, con títulos de medicina, ingeniería o arquitectura), que antes garantizaban un acceso inmediato a posiciones sociales de prestigio, se ven obligados a pasar largos y penosos años en los escalafones más bajos de una carrera profesional lenta, cuando no bloqueada.

La dimensión generacional de la crisis resulta, por todo esto, obvia. Sobre esta generación recaen los principales factores de crisis de la clase media: la «crisis de saturación» del sistema educativo, la masificación y depreciación correlativa del capital escolar, el estancamiento del empleo público, la degradación de largo recorrido del mercado laboral impulsado por las políticas de liberalización y taylorización de antiguos segmentos del trabajo profesional, la especialización económica española en nichos de alta intensidad de trabajo estacional y de escasa cualificación, etc.

Se añade a todo ello una singularidad española, que tiene también fuertes implicaciones políticas: el monopolio de la generación de la Transición sobre casi todas las posiciones institucionales relevantes (política, cultura, universidad, medios). La generación de la Transición es una «generación tapón». Durante años, bloquea y estrecha el acceso de los más jóvenes a las posiciones institucionales relevantes, a las posiciones de «representación» (política, cultural, intelectual), del país. La dependencia familiar de los nacidos en los años setenta y ochenta se redobla así en términos políticos y sociales, con su exclusión o subordinación permanente a las generación de los «padres», convertida en titular exclusiva del triunfo de las clases medias. Sin acceso a las posiciones sociales e institucionales que, en principio, les corresponden como profesionales, élites culturales, intelectuales, etc., la generación 15M es también una generación políticamente menor de edad, con una experiencia limitada en todos los terrenos para los que estaba manifiestamente destinada.

Democracia

Hacia 2008-2010, el precario equilibrio de promesas y realizaciones, que había pendido de un hilo en los años previos, estalló. El acelerado repunte de los despidos entre los segmentos de empleo más precarizados —ocupados por los más jóvenes— expresa sin ambages la brecha generacional señalada. En mayo de 2011, el movimiento se inicia con ocupaciones de plazas y grandes manifestaciones. Los lemas del 15M dan cuenta del nuevo campo político: «Democracia real ya», «No somos mercancías en manos de políticos y banqueros», «Lo llaman democracia y no lo es».

 Al menos para la «sociedad oficial», el 15M tuvo un carácter inesperado, imprevisto. Irrumpió como lo hacen los acontecimientos, esto es, con la potencia suficiente como para convertirse en un parteaguas entre la historia inmediatamente anterior y posterior al suceso. La masividad de las protestas y las amplias simpatías sociales que generó, al tiempo que la pluralidad de los elementos y motivaciones que empujaron la protesta dejó en suspenso, al menos durante un tiempo, la vieja gramática de la política heredada de la Transición.

Durante los 35 años previos, el campo de «lo político» se había organizado en torno a una serie de casillas duales (izquierda / derecha, España / nacionalismos periféricos, constitucionalismo / terror), que servían tanto para distribuir las posiciones, como para integrarlas en un determinado espectro de inteligibilidad y gobernabilidad [1]. La prueba de que el 15M fue algo más que una simple manifestación de descontento, de que tuvo un fuerte potencial disruptor, es que todos los intentos de clasificación a partir del viejo léxico heredado fueron cayendo una tras otro. Las manifestaciones y las acampadas rechazaron explícitamente la ubicación en los términos del bipartidismo político, de las asignaciones de izquierda y derecha; se desbordaron por igual en Madrid y Barcelona y buscaron conexión con movimientos similares en otras parte del planeta más allá del provincialismo ibérico —singularmente, la Primavera Árabe de 2010 y los indignados griegos de Plaza Syntagma—.

El común denominador del movimiento se podía resumir en una palabra: democracia. Los lemas, los temas de discusión y las elaboraciones internas de las asambleas coincidían en señalar las insuficiencias de la democracia española y la falta de correspondencia entre los contenidos formales y reales de la misma. Pero a partir de ahí, la crítica se desparramaba en distintas direcciones. Seguramente la más corriente consistía en la denuncia a las políticas de austeridad impuestas por la Unión Europea, lo que en la lengua del 15M se llamó «dictadura financiera» y «austericidio». En agosto de 2011, de un modo flagrante, se llevó a cabo con amplio consenso parlamentario lo que ha sido la reforma constitucional más importante de la historia reciente: la modificación del artículo 135 que convertía el pago de la deuda pública en prioridad constitucional.

La reforma se producía en medio de un violento ataque financiero en los mercados de bonos y derivados sobre la deuda soberana de los países del sur de Europa. La acometida contra los bonos soberanos llevó sucesivamente a la intervención europea sobre las economías de Grecia, Portugal e Irlanda, y en el verano de 2012 del sistema financiero español. Esta última supuso la bancarización de las cajas de ahorro y una gigantesca reestructuración de los balances de las entidades financieras españolas gracias a la inyección de enormes cantidades de dinero público y el descargo en la SAREB de buena parte de los activos inmobiliarios en manos de las entidades, y en ese momento sin valor real [2].

En su exigencia de una «democracia real», el 15M apuntó a la clase política y al sistema de partidos, bloqueado en los últimos 35 años en el turnismo PSOE-PP. La clase política era considerada unánimemente lacayuna respecto de los intereses corporativos y sospechosa de una corrupción generalizada [3]. Resulta especialmente significativo que las protestas se produjeran durante el segundo mandato del socialista Rodríguez Zapatero, y que estas continuaran tras la derrota de los socialistas ese mismo otoño, frente a los populares de Mariano Rajoy. También que uno de los lemas más coreados en las manifestaciones fuera «PP-PSOE la misma mierda es» y que la formación heredera del PCE, Izquierda Unida, apenas consiguiera un 7% del voto popular en las elecciones de noviembre de 2011, en plena ola de descontento. El sistema de partidos al completo fue objeto de una crítica implacable, que en primer lugar reconocía el alto grado de degradación de la vida pública, marcada por el serial en sesión continua de los escándalos de corrupción [4], pero también por su distancia respecto de los problemas «reales» del país, que la generación en protesta trataba de representar.

En relación con los formas de participación y expresión política ordinarias, regladas por los canales y los sujetos convencionales de la representación, el movimiento se desarrolló así en una suerte de vacío, de orfandad política. Esta correspondía, una vez más, con el perfil generacional que protagonizó las protestas, pero también con la débil composición política de las clases medias en España. En la crítica a la democracia por parte del 15M parecía subyacer una suerte de ingenuidad, de «adanismo» incluso, que fue objeto de repetidos señalamientos por parte de la clase política y el establishment periodístico e intelectual. A los chic*s del 15M, se les acusaba de querer la democracia desde la raíz, de hacer una impugnación total al «sistema», de no ofrecer una alternativa —obviamente en la forma de un partido—.

 Esta acusación era, no obstante, reconocida como una virtud por parte de los mismos actores que impulsaron el movimiento. En sus primeros meses, el 15M adquirió una modalidad de organización y manifestación, que correspondía parte por parte con este propósito de reinventar la democracia. En las plazas de casi todas las ciudades, se crearon asambleas permanentes, de reunión prácticamente diaria. Las asambleas dieron lugar a una multitud de organismos menores, como comisiones temáticas o específicas. Y dentro de estas comisiones (que eran en realidad asambleas abiertas más pequeñas) se trató de revisar todos y cada uno de los principales elementos del ordenamiento institucional del país: desde la ley electoral hasta los sistemas públicos de salud y educación, desde las políticas ambientales hasta la indagación sobre posibles fórmulas de otras formas de democracia directa.

Lo tratado en aquellas reuniones consistía algo sustancialmente distinto a unos cahier de doléances [5]. Tenía in nuce la forma de un proceso constituyente empujado desde abajo. A su modo, pero en una línea subterránea que venía de las viejas tradiciones del insurreccionalismo liberal del siglo XIX y el republicanismo federal [6], el 15M se había propuesto reinventar la democracia. A su vez, para muchos de los participantes en este proceso, el 15M mostró formas nuevas de organización política, generó un nuevo campo de relaciones sociales y abrió completamente el horizonte político. El 15M se convirtió así en una experiencia de masas, un vasto proceso de subjetivación [7], que debió alcanzar a centenares de miles de jóvenes y no tanto, carentes por lo general de una experiencia política previa significativa [8].

De forma algo paradójica, en este «radicalismo» democrático quedaba también al desnudo otra característica de la cultura política de las clases medias del país: su propia debilidad, su condición endeble. Durante más de tres décadas, la experiencia política de las clases medias se redujo a una repetición por inercia de los viejos protagonismos políticos, apenas salpicados por los cambios de gobierno, derivados del excesivo desgaste del partido en el poder (Aznar en 1996, Zapatero en 2004). Esta molicie política de las clases medias y de las viejas élites (de las cuales eran su expresión) resulta correlativa al bloqueo de la situación política, en medio de la gigantesca crisis financiera que amenazaba con llevarse por delante al país. Es cierto que la clase media se autodefine siempre a partir de una declaración de «apolíticismo», que corresponde con el fetichismo de Estado, haciendo de este una suerte de árbitro neutral e impolítico. Esta ficción se desmorona en todas las crisis agudas, incluida la de 2008, cuando el Estado se ve obligado a actuar como capitalista colectivo, cuando tiene que corregir la situación no solo en términos de estabilidad social sino de promover la inevitable socialización de las pérdidas.

En la mayor parte de los países de vieja democracia, no obstante, esta constitución impolítica de la clase media está contrapesada por la persistencia de ciertas instituciones, cuyo origen está en el periodo heroico de la «lucha por la democracia» (la vieja «revolución burguesa»), y que normalmente se reúnen bajo el nombre de sociedad civil: la llamada «prensa «libre», un cierto «asociacionismo» pequeño burgués (en forma de clubs, tertulias, ateneos) e incluso los propios partidos como agrupaciones «ciudadanas» con autonomía respecto del Estado. La diferencia respecto de estas tradiciones de viejo abolengo, está en que en España las reminiscencias de la vieja democracia liberal apenas tuvieron lugar en la democracia que salió de la Transición.

El corte histórico que supuso la dictadura explica la inmadurez de las clases medias locales formadas en los años del desarrollismo, carentes por eso de toda memoria o experiencia política «democrática». Durante las primeras décadas de la democracia, casi todas las configuraciones que se hicieron coincidir con una sociedad civil autónoma y robusta (prensa, asociaciones, etc.) eran en realidad prolongaciones de los aparatos de Estado. También los nuevos partidos «democráticos» adoptaron casi desde el principio esta forma de prolongación, mitad administrativa mitad clientelar, del Estado. A ello se sumaba la liquidación y absorción sindical del espacio «civil» del movimiento obrero, que quedó sellada hacia 1979-1982. En estas condiciones, la sociedad civil —entendida como la clase media políticamente «organizada»— resultaba en una simple representación, un espectro sin vida de una autonomía formal respecto de los aparatos de Estado.

 La atonía de la vida política, clausurada en este juego estrecho de representaciones y personajes cristalizado entre 1976 y 1986 (partidos, medios, intelectuales, etc.), correspondía también con la enorme debilidad de los propios canales institucionales para reconocer las formas de malestar social, construir canales de expresión de los mismos y generar marcos institucionales dirigidos a dar forma a la creación de los cuadros y élites de una democracia renovada. En parte, el enroscamiento de la generación de la Transición sobre sí misma descansaba en esta nulidad de la «cultura democrática» de las clases medias, que era también la suya. Apenas sorprende, en este contexto, que casi todas las formas de politización, que desde los años ochenta calaron en las sucesivas cohortes —en realidad en pequeñas fracciones de esas generaciones— de las clases medias se produjera fuera del radar de los sistemas institucionales de la democracia reglada.

Organizados en un amplio espectro de manifestaciones que acabaron por tomar el nombre impreciso de «movimientos sociales», estos espacios de politización tuvieron casi siempre una característica común, consistente en una relación tensa y distante respecto del país oficial y del propio Estado. El movimiento estudiantil y sus sucesivas oleadas (1986-1987, 1993, el final de los años noventa y el principio de los dos mil) [9], la insumisión al servicio militar obligatorio que terminó por promover la derogación del mismo en 2001 o el movimiento de okupación y centros sociales [10] fueron experiencias de politización juvenil que recorren desde fechas tempranas la historia de la democracia española, pero que lo hacen como una corriente subterránea respecto de las instituciones políticas oficiales. De hecho, las formas de politización promovidas por estos espacios, especialmente en el ámbito de la okupación, tendían a convertir este marginalismo respecto de la sociedad oficial en su propio motor político, lo que redundaba en un obvio desclasamiento respecto de las proyecciones dominantes de la clase media y en la producción de formas de vida que podrían ser consideradas «alternativas».

La única cocina propiamente política del 15M estaba en los espacios y en la militancia dentro de estos movimientos. Y estos, además de ser minoritarios en el 15M, eran completamente desconocidos para los estamentos oficiales del país. Sobre estos mimbres, se explica que el 15M apareciera como algo «nuevo» e irreconocible para los nativos de la lengua política de la Transición. Se explica, al mismo tiempo, que una de las primeras realizaciones del 15M consistiera en crear una esfera pública propia, al margen también de los centros tradicionales de producción de opinión pública.

Durante al menos tres años, en realidad hasta el advenimiento de la «nueva política» que dio lugar al primer partido de la protesta (Podemos) y de una nueva élite con vocación de representar esos malestares, la brecha entre la esfera pública convencional organizada por los medios de comunicación y la esfera 15M, en la que la crisis encontraba palabras y modos de expresión, fue prácticamente total. La condición técnica para esta separación de esferas, y seguramente la razón de la capacidad del 15M para persistir más allá de una explosión de unos pocos días o semanas, estuvo en el desarrollo en los años previos de foros y espacios de discusión en Internet y sobre todo de la explosión de las redes sociales (whatsapp, twitter, telegram, facebook), que se hicieron ubicuas con la generalización de los teléfonos inteligentes [11].

Hubo sin duda algo bello en esta producción de un espacio nuevo de relación y comunicación. La «creación» de una esfera pública propia correspondía —de hecho, se hizo corresponder explícitamente— con la invención de una forma de democracia más genuina, directa, sin mediaciones. Para muchos, en el 15M, el secreto de la reinvención de la democracia desde la raíz estaba en la propia inmediatez de la comunicación. Las tecnologías sociales fueron consideradas el embrión de un sistema de voto y decisión instantáneos, esto es, de una democracia total y efectiva. La democracia se hacía coincidir con un proceso formal, consistente en la discusión continua y el voto directo de propuestas, leyes y representantes. La democracia digital [12] terminó por convertirse en el gran instrumento para una democracia sin mediaciones.

El consensualismo como límite

El utopismo democrático del movimiento cuajó en una idea de democracia directa que combinaba en proporción variable distintos elementos: asamblearismo, tecnologías de discusión y voto digital, incluso propuestas novedosas de redistribución de la responsabilidad y el poder por medio de mecanismos de sorteo [13]. Pero la consigna de «democratizar la democracia», extraída de los elementos más activos en las protestas, tenía lecturas mucho menos ambiciosas y políticamente más ambiguas. La masividad del 15M y las simpatías generadas por buena parte de la población no fueron en muchos casos más allá de la crítica a la inacción del gobierno frente a la crisis, de la manifiesta corrupción de la clase política y de la preocupación por el futuro de las generaciones más jóvenes. En el 15M hubo así utopismo o radicalismo democrático, pero también una perspectiva menos ambiciosa y «arriesgada» [14].

 Existía, y probablemente fuera mayoritaria, una posición propiamente conservadora en el 15M. Su conservadurismo descansaba en la propia pretensión de restauración democrática. La democracia que se quería restaurar no era tanto la de la participación directa o del autogobierno del pueblo —que por otra parte nunca existió—, como la democracia imaginada por la clase media. Esta correspondía con un conjunto de imágenes imprecisas, pero que podían coincidir en al menos tres aspectos: la idea de un Estado protector y políticamente neutral, un sistema de representación limpio y alejado de la tentación de la corrupción y, sobre todo, la recuperación de una meritocracia efectiva, que distribuyera la ficción de la «igualdad de oportunidades» según criterios objetivos y transparentes de esfuerzo y trabajo. Esta imprecisa voluntad de restauración consistía en hacer cumplir la promesa de la democracia tal y como se representa en el «cuento de la democracia». Bajo esta perspectiva, la transformación del orden institucional no iba mucho más allá de depurar a los corruptos, detener la erosión del Estado del bienestar e introducir medidas de regeneración: la sustitución de un capitalismo menos agresivo por un capitalismo «bueno» y progresivo según las viejas lógicas fordistas o desarrollistas [15].

Esta posición restauradora inscrita en el 15M no alcanzó expresiones formales claras, en parte porque este no logró producir un espacio de discusión interna que exigiera los esfuerzos de concreción correspondientes. No obstante, lo que podríamos llamar «regeneración» o «restauración democrática» estaba en todos y cada uno de los principios implícitos del movimiento. La proyección más obvia de esta posición consistía en la propia imagen que el 15M tenía de sí mismo y de su responsabilidad para con la sociedad. El movimiento se había construido según un conocido patrón de enfrentamiento entre el pueblo y una oligarquía corrupta —a veces situada en las élites financieras, en los muy muy ricos, y a veces en la clase política de la generación de la Transición—. La imagen del pueblo democrático unido se proponía al movimiento como una exigencia también de moderación, que se expresaba en lo que podríamos dar el nombre de «consensualismo».

La búsqueda del consenso se convirtió desde muy pronto en la palabra de orden de las asambleas. Convergía aquí un democratismo radical e ingenuo, que quería dar voz a cada opinión y a cada persona, pero también algo más sutil e interesante para el caso: con el consenso se trataba de no ir más allá de lo que el «pueblo» puede (siempre de forma imaginada) asumir. Resultado: los objetivos a largo o medio plazo —como aquel de un proceso constituyente, que suponía un cuestionamiento de raíz del orden institucional— quedaron plegados a aquellos a corto plazo, consistentes en la denuncia del abuso austeritario y en la promulgación de una vaga regeneración democrática.

Esta lectura social contenía también un propósito representación, que estaba destinado a tener un gran futuro y que en cierto modo contenía de forma subrepticia presunciones de clase reveladoras. En el «consensualismo» estaba inscrito que el movimiento se reconocía como la parte consciente y activa de un movimiento mucho más amplio. Este se hacía coincidir con la mayoría social, lo que tras el Occupy estadounidense se conocería como el 99%. El 15M debía llevar en dosis asumibles el oxígeno vivificante de la protesta a una ciudadanía pasiva y anóxica (léase clase media). Estas imágenes comunes en el movimiento, convertían a sus participantes menos en un sector social determinado —pongamos por caso, los jóvenes sin futuro—, que en el sector consciente del pueblo agraviado.

El consensualismo actuó como un límite interno al movimiento. Impedía la toma de decisiones rápidas en asambleas siempre interminables y casi nunca conclusivas. Se cernía sobre cualquier iniciativa que pudiera significar una ruptura de la unidad imaginada de acción; lo cual derivaba en un estilo pacífico y amable, que renunciaba a cualquier forma de violencia, pero también en una suerte de incapacidad para forzar los saltos de acción que la coyuntura iba determinando. Ejemplo relevante fueron las acciones de «Rodea el Congreso» a finales de septiembre de 2012 [16]. Esta iniciativa fue propuesta —de forma significativa al margen de las asambleas y a través de una nueva plataforma digital [17]— como una suerte de escenificación del «pueblo indignado» contra la clase política y el gobierno al servicio de Bruselas. Se trataba de forzar la situación, pero con objetivos completamente imprecisos: ¿forzar la caída del gobierno? ¿Obligar a una reversión de las políticas de austeridad? ¿Abrir el paso a un «proceso constituyente»?

La reacción del gobierno del PP al desafío al «Rodea el Congreso» consistió en acorazar la sede del Parlamento, con varias líneas de vallas (algunas de más de tres metros de alto) y varios miles de policías. El gobierno apostó a un juego conocido, con una escenografía policial, en la misma tradición que condenaba el radicalismo como terrorismo (tradicionalmente referido a ETA) y la política legítima con lo establecido (la Constitución). El despliegue policial asustó, pero no lo suficiente como para impedir la masividad de las protestas. La partida de aquel septiembre quedó en tablas: el gobierno consiguió por primera vez generar inhibición ante el salto de cualidad de la movilización; el 15M logró una portada internacional de un gobierno ilegítimo y asediado por manifestantes pacíficos, pero sin ningún resultado concreto [18].

La iniciativa Rodea el Congreso marcó seguramente el punto de inflexión del movimiento que había alcanzado su momento álgido en el verano de ese mismo año 2012, en las masivas manifestaciones contra las políticas de recortes sociales y la congelación salarial de los funcionarios que dictara el gobierno en el marco de los acuerdos con la Comisión Europea [19]. La iniciativa mostró también, que la dimensión expresiva contenida en la mera demostración de indignación estaba condenada a estamparse contra un sólido muro institucional. En los entornos 15M, este límite político del ciclo político recibió el nombre, entre evocador e ingenuo, del «techo de cristal», sugiriendo a la vez que se requerían instrumentos de otro orden. Pero el umbral que la movilización trataba de sortear, y que podía remitirse a las viejas dimensiones de la táctica y de la organización, se refería seguramente también a otro campo de problemas. Estos podrían considerarse en los viejos términos de la composición política y social del propio movimiento: de nuevo, la clase media.

Conviene comprender las formas de politización que empujaban las movilizaciones y al mismo tiempo eran producidas por estas. El 15M fue para much*s una revelación, una epifanía colectiva tras un largo periodo de tensión acumulada, experimentada como una herida en los anhelos y proyecciones de futuro más elementales (trabajo, profesión, seguridad, familia). El 15M dio razones y argumentos para una crítica renovada a los órdenes institucionales, reforzados por la propia masividad de las protestas. En este sentido, liberó una cantidad extraordinaria de energía desplegada en toda clase acciones y reuniones colectivas. Un enorme ola de felicidad colectiva remontó al 15M sobre sí mismo: lo empujó durante un tiempo con el entusiasmo característico de ese fermento social que se reconoce en los momentos de emulsión política y que tienen su expresión más paradigmática en las revoluciones. El reconocimiento mutuo y los encuentros —incluidos aquellos que se mantenían de forma continua en las redes— se amalgamaron primero en sorpresa y luego en felicidad pública.

 La formas de politización que entrañaba el 15M eran sin embargo distintas, y seguramente más lábiles, que las de otros tiempos y lugares. No hace falta recurrir a un análisis de la fábrica de subjetivación neoliberal: al yo líquido, a la individualización extrema o a la empresarialización del yo [21]. La comparación somera con la experiencia de politización de la generación de la Transición, desprende claramente el nuevo perímetro político que replegó al 15M sobre sí mismo. A diferencia de aquella, en la que la izquierda estaba todavía dominada por el astro político del marxismo y por la centralidad obrera, y que en los casos más genuinos llevaba a una experiencia de desclasamiento, de cuestionamiento de cierta condición pequeño burguesa, que correspondía con la exigencia de entrega (comunista o católica) y en algunos casos con una vocación de «proletarización», el activista 15M era menos un «militante» que un voluntario entusiasta. Su punto de partida era también distinto: no pertenecía ya a esa especie en expansión y rendida a su destino manifiesto como clase profesional, o incluso como élite política y cultural. El activista 15M —el joven posuniversitario de futuro dudoso— no estaba empujado por el cuestionamiento de la propia posición social o por su realización sublimada en el cambio social como élite política de un futuro país socialista. Su motor primario residía en un malestar experimentado en carne propia en forma de desclasamiento. El activista 15M vivía de forma problemática en la condición precaria caracterizada por esa interminable «minoría de edad».

Y es aquí donde se deja entrever otra de las posibles vetas conservadoras —o restauradoras— del 15M. En este proceso de politización, que goza en el encuentro masivo con otros y que de algún modo tiende a la autcomplacencia, no hay tanto la búsqueda de una alternativa institucional a los órdenes establecidos, como una suerte de confirmación mesocrática de las promesas inscritas en la democracia. Este aspecto explicaría también porque a pesar de la masividad de las protestas, la capacidad de promover una nueva generación de instituciones de movimiento (cooperativas, centros sociales, medios de comunicación, por no decir una cierta contracultura y formas de vida novedosas) fue en términos relativos muy pequeña. La presencia de centenares de miles de personas en las plazas y la persistencia de las asambleas contrasta con la escasa capacidad de los entornos 15M para consolidar espacios sociales perdurables. Prácticamente se confió todo a un activismo enérgico, a veces errático, y a la repetición de la asamblea (y de la «política de redes») como embrión de una democracia directa, normalmente con una capacidad de autocuestionamiento interno también escaso y según las típicas lógicas de capitalitazación de la iniciativa y la palabra en una minoría [23].

De forma congruente con esta vocación «restauradora», las grandes luchas del ciclo 15M tuvieron también un carácter reactivo, propiamente «conservador», respecto de los elementos del viejo pacto social fordista —que es también el de la clase media—, cristalizados en el Estado de bienestar. De una parte, la reversión de los recortes del gasto público social, esencialmente en sanidad y educación, impuestos por la Unión Europea, fue uno de los pivotes centrales del movimiento. En alianza con los trabajadores públicos de estos sectores, el 15M animó las llamadas Mareas Blanca y Verde, que con intensidad variable en distintas ciudades y comunidades autónomas, promovieron huelgas, manifestaciones y en ocasiones alcanzaron algunos de sus objetivos, como la paralización de nuevas privatizaciones [24]. De otro lado, estos movimientos rara vez fueron más allá del Estado de bienestar, tal cual era antes de la crisis. Aunque esta intención estuvo presente, por ejemplo en la crítica a la enseñanza concertada, apenas se elaboró —o se generalizó— un cuestionamiento sólido los mecanismos de dualización del Estado de bienestar existente. De un modo que aparece más claro con la distancia, el regeneracionismo democrático del 15M quedó acotado al mismo perímetro de la restauración de una clase media recompuesta y quizás ampliada. En esta línea, la política social imaginada era marcadamente «dualizante». Era una política para la clase media y una política para «pobres», una política de asistencia y derechos mínimos de los «otros», concebidos como tales «otros»: pobres, migrantes, excluidos, incluso los «trabajadores» [25].

Uno de los elementos más significativos del ciclo de protestas, es que el «trabajo», centro de la «cuestión social» durante todo el siglo XX, apenas alcanzó a tener un papel secundario y a veces folklórico en las movilizaciones del ciclo. La condición social —propia de las clases medias—, que asumía plenamente la marginación de la «vindicación obrera», se puso de manifiesto en la celebración de las marchas mineras del carbón —sector en liquidación por su escasa viabilidad y por las directivas europeas— o en la atención a las huelgas de algunos sectores laborales caracterizados por la precariedad y la subcontratación (como las empresas de limpieza) [26]. Así pues, el elemento «obrerista» tuvo un lugar excéntrico en la movilización por la democracia, que correspondía de pleno a la crisis de reproducción de las clases medias. En este sentido, las convocatorias de huelga general en el periodo (hubo varias) cumplieron un papel de cita obligada, pero en ningún caso marcaron la pauta de las movilizaciones [27].

En este cuadro, hay no obstante una importante excepción que merece reseñarse y que corresponde con el principal movimiento social que coprotagonizó la ola 15M. El llamado movimiento de vivienda tenía un origen previo a la explosión de mayo de 2011; estaba anclado en las movilizaciones por el derecho a la vivienda en los años alcistas del ciclo inmmobiliario financiero, cuando el rápido incremento de precios elevó progresivamente la barrera de entrada a la compra de una casa [28]. Durante ese tiempo, el movimiento de vivienda fue una de los pocos elementos de crítica en la sociedad española a la euforia financiera vivida de una forma casi democrática.

El protagonismo público del movimiento se alcanzó, no obstante, alrededor de 2011, cuando la crisis económica comenzó a traducirse en un flujo en cascada de desahucios de familias, que en los siguientes cinco años superó de largo el medio millón de hogares. La pérdida de la vivienda junto con la rápida depreciación del valor patrimonial de las familias se convirtió entonces en un poderoso factor de unificación social. El empobrecimiento y la pérdida de la vivienda fueron experimentados por muchos sectores sociales (también de clase media) como una amenaza real, una bofetada que los colocaba al borde la desafiliación social. El desahucio, ordenado por un juez y ejecutado por la policía, se convirtió muy pronto en una revelación extremadamente expresiva de un destino social ahora compartido. A la vez, el momento del desahucio se convirtió también en la oportunidad de dramatizar la resistencia de una sociedad que no estaba dispuesta a permitir que las familias perdieran su hogar. En torno a esta escenificación de la paralización de los desahucios creció el movimiento de vivienda de la mano de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y otros grupos [29].

El movimiento de vivienda se presentaba como un movimiento de autodefensa de la sociedad; y esto en un doble sentido: como una lucha legítima frente a la indignidad de que una familia se quedase sin casa por la rapacidad de las entidades financieras que absorbían decenas de miles de millones en ayudas y avales públicos; y también como derecho a la «afiliación social», que había sido la gran promesa de los pactos sociales fordistas y posfordistas, y que remitían en última instancia a la imagen de una clase media mayoritaria. En este sentido, el movimiento de vivienda animaba, y en cierto modo producía, una particular alianza social entre las clases medias y los sectores sociales vulnerables o en riesgo de serlo, esto es, con los efectivamente expulsados de las clases medias. Esta alianza estaba también inscrita en la composición social del movimiento, y en la división del trabajo interna al mismo. El movimiento de vivienda fue animado por la generación 15M, con su particular composición social, que constituía su capa activista y el grueso de sus portavoces; pero, a la vez, el gran protagonista del movimiento —y su razón de ser ética y política— era el o la desahuciada. Esta figura correspondía con otro estrato social que, aunque en ocasiones podía ser asimilado a una clase media genuina, si bien en descomposición, la mayoría de las veces correspondía con los invitados sobrevenidos y de última hora a la sociedad de propietarios: trabajadores pobres en paro y con bajo capital escolar, migrantes altamente endeudados que no tenían ya recursos (empleo) para hacer frente a las hipotecas, mujeres a cargo de familia y con escasos recursos económicos y relacionales, etc.

En este sentido, el movimiento de vivienda esbozaba algo parecido una nueva forma de sindicalismo ajustado a las circunstancias de la financiarización, y por ende a las fracturas de lo que hemos llamado segunda constitución de las clases medias [30]. La lucha por el derecho a la vivienda desplazaba a la vieja centralidad del trabajo y ponía el foco en las garantías a la reproducción social, que habían sido convertidas en activos financieros. Hasta 2007-2008, la vivienda en propiedad, las plusvalías inmobiliarias y el acceso al crédito con aval inmobiliario representaron el gran misterio de la prosperidad —bastante democrática— de una economía neoliberal de salarios bajos y de escasa cualificación. La crisis destapó este efecto ilusorio y temporal, mostró hasta donde llegaban las costuras de una clase media apenas sostenida por otro medios. La PAH y el movimiento de vivienda constituyeron una respuesta social nueva, a caballo entre las formas «sindicales» y los «movimientos sociales». Seguramente, la oportunidad de que este movimiento se decantara como una organización capaz de ampliar las demandas a otros campos y acabara de conformarse como un sindicato de nuevo tipo se perdió justo cuando el 15M empezó a ranquear de forma errática entre la repetición de sus ideologemas y las convocatorias cada vez más celebratorias —como los llamados «aniversarios» de 2013 y 2014—.

 En los años siguientes, no obstante, buena parte de los portavoces de la PAH, así como muchos de sus cuadros, se vieron arrastrados en otro tipo de apuesta, esta vez de carácter propiamente institucional. Se trataba de organizar el «partido del 15M» [31].

La hipótesis Podemos

El agotamiento de las movilizaciones, así como la aspereza de la militancia en el movimiento de vivienda, llevaron la atención de la generación 15M hacia otro tipo de estrategias políticas. El cambio se produjo en el transcurso del año 2013. Ya desde finales de 2012 se empezó a hablar de la posibilidad organizar algún tipo de iniciativa, incluso la «formación de un partido», que pudiera representar al «movimiento» y sus reivindicaciones en las instituciones. Los primeros intentos en esta dirección fueron tempranos. Arrancaron en los entornos del activismo digital y se dieron a conocer en esos meses [32]. La iniciativa que, no obstante, terminó por galvanizar las energías dispuestas por el 15M, provino de lugares mucho más tradicionales y experimentados en las refriegas partidarias.

Presentado públicamente en enero de 2014, Podemos nació como una aventura de sectores de la izquierda desencuadrada, esto es, de los herederos del eurocomunismo reunidos en Izquierda Unida. Su líder carismático, Pablo Iglesias, profesor precario en la Universidad, había sido dirigente de las juventudes comunistas en la década de 1990. Desde los primeros éxitos electorales de Syriza en Grecia hacia 2012, había rondado, junto con otros profesores, la posibilidad de animar una coalición política con lo que significaba el emergente 15M. Por su parte, el grueso de la primera militancia de Podemos fue aportado por otra organización, Izquierda Anticapitalista, fundada a finales de 2008, a partir del esqueleto histórico de la principal organización de inspiración trostkista, la Liga Comunista Revolucionaria (LCR). Tras distintas vicisitudes, el tronco principal de una de los poquísimos grupos de la extrema izquierda que sobrevivió al naufragio de la Transición, acabó también en IU con el nombre de «Espacio Alternativo». Su salida de la misma en 2008, indicaba la temprana búsqueda de otro espacio. Además, en el grupo inicial de Podemos, estaba también presente una joven generación activista formada en los entornos del movimiento estudiantil y que estuvo en los orígenes del 15M.

El éxito de Podemos fue fulgurante, mucho mayor del esperado por sus promotores. La palanca inicial de este impulso rápido estuvo seguramente en la capacidad de Podemos para replicar la disposición y las formas del 15M, aunque fuera ya en otra dirección, a veces contradictoria con algunos de los propósitos explícitos de aquel movimiento [33]. De un lado, la apertura de asambleas locales —llamadas «círculos»— permitió a muchas asambleas y activistas, desorientados por el agotamiento del ciclo de movilización, encontrar una forma de organización y trabajo con objetivos precisos. En poco menos de un año, el partido decía contar con más de 800 círculos, que integraban a varias decenas de miles de personas. De otro lado, Podemos replicó también las formas de organización en red del 15M, se sirvió de los métodos de discusión en la web 2.0 y promovió una serie de herramientas de participación y voto digital, desarrollados por algunos de los grupos de activismo digital del 15M. En los platós de televisión, el estilo fresco y agresivo de Pablo Iglesias y el primer grupo de dirigentes recuperó los contenidos del 15M. En sus primeros meses, Podemos producía noticia, agenda pública y una manifiesta estupefacción en la vieja clase política.

En las elecciones de mayo de 2014 al Parlamento Europeo, tan solo cuatro meses después de su presentación, Podemos logró un 8 % de los votos y solo una asiento menos que la vieja coalición de izquierdas. En los meses siguientes, las encuestas elevaron la intención de voto de los morados hasta convertirlo en la segunda fuerza política del país, por encima del PSOE. Fue entonces cuando Podemos pasó de experimento a «hipótesis».

Más allá de las lecturas que enfatizan la inteligencia de los promotores de la iniciativa, la continuidad entre el 15M y Podemos, o incluso la «apropiación» o «recuperación» del movimiento por lo que no dejaba de ser un partido, aquí es preciso recuperar algunos hilos sociales de explicación. Tanto la composición de Podemos, como su discurso y su estrategia, así como su éxito y recepción pública, respondían a la misma lógica de clase que se percibe en el 15M. En este terreno, la principal novedad es que todo ello se hacía de una forma más explícita, más utilitaria e instrumental a un propósito electoral; por ello, descarnada de los componentes utopistas y radicales presentes en el 15M.

Sin muchos matices, la dirección de Podemos constituía un epítome de la generación 15M. El núcleo original estaba compuesto principalmente por un grupo de profesores universitarios con posiciones laborales frágiles o poco asentadas [34]. Buena parte de los «cuadros» de la organización —entendidos menos como «organizadores» que como las figuras públicas y sus asesores— se formó a partir de estos linajes universitarios, que se alimentaban por abajo de los becarios, los doctorandos y los alumnos de los últimos cursos en los que impartían clase estos mismos profesores [35]. También en otras ciudades y en otras «plataformas electorales» —como las candidaturas municipales que se formaron en 2015 y en las que el grupo de Iglesias fue muchas veces solo una parte entre varias—, la composición social resulta similar: juventud, posiciones laborales precarias, formación universitaria y sobre todo posuniversitaria (máster y doctorados), predominantemente en materias como ciencias políticas, sociología y filosofía.

 A pesar del asamblearismo hegemónico en el 15M y también en el activismo de los movimientos sociales en el que una parte de este nuevo segmento político se había formado, el sesgo socioprofesional de la dirección de Podemos impregnó rápidamente —según un modo característico de la luchas de los departamentos universitarios— a la organización de la dinámica de competencia por los puestos de relevancia, exclusivamente evaluados por su visibilidad pública. Al mismo tiempo convirtió, también de una forma típicamente paracadémica, ciertos registros y lenguajes en la moneda interna de la organización, que valoraba a cada cual según la capacidad de manipulación de estos mismos códigos. En un tiempo vertiginoso, Podemos asentó las condiciones para la producción de una élite interna con aspiraciones de convertirse en clase política.

Considerado con distancia, la continuidad de este proceso con respecto del ciclo previo de movilización animado por el 15M estaba también en los presupuestos de este último. Podemos se articuló, desde el principio como una apuesta de tiempos cortos, una operación electoral empujada por la espuma de la demoscopia y la habilidad comunicativa de sus dirigentes. Bajo esta perspectiva, la nueva «ciencia de la representación» —que era en realidad de la «comunciación política»— podía llevar a los morados al gobierno, superando al viejo partido socialista, considerado como irreformable y, en cierto modo, indisociable de la generación de la Transición. En este aspecto, y más allá de la disputa generacional que atraviesa todo el ciclo, Podemos reformuló a su modo la figura de la representación implícita en el «consensualismo» del 15M.

Mérito de Podemos fue que esta estrategia recibió una formulación explícita de la mano de quien fuera su primer jefe de campaña, Iñigo Errejón [36]. Según su particular lectura de la situación, el 15M había abierto en España un «momento populista», esto es, una crisis de gobernabilidad que afectaba al sistema de partidos al completo. El resultado se describía como un conflicto entre la mayoría social (el pueblo) y la oligarquía (las élites políticas y también económicas), lo que también en sus términos llamaba «ruptura populista» [37]. El marco era prácticamente un calco de aquel establecido por la corriente «posmarxista» que tenía sus gurús en Chantal Mouffe y principalmente en Ernesto Laclau [38]. La lectura «populista» de Podemos comprendía el partido como una «hipótesis» política arriesgada, pero posible. El vacío de legitimidad de los actores políticos tradicionales en la democracia española, abría lo que Errejón llamaba una «ventana de oportunidad profunda y estrecha», que se podía resolver con la llegada al gobierno en el transcurso de poco más de 18 meses —las elecciones generales estaban previstas para finales de 2015—, siempre y cuando fuese capaz de interpretar ese «momento populista», y las energías sociales múltiples y heterogéneas del malestar, en una identidad común, que el joven estratega nombraba indistintamente «pueblo» o España [39].

El «consensualismo» del 15M, esto es, la necesidad de alcanzar las mayorías, de operar según su mínimo común denominador, se traducía en la lengua «populista» de Errejón, en la «hipótesis Podemos», esto es, en el «significante vacío» [40] de las esperanzas de cambio a las que remitía la exhortación que servía de nombre para el partido. Así esbozada, la «hipótesis Podemos» no dejaba de resultar algo artificiosa y forzada, en parte debido al propio intelectualismo que impregnaba la explicación del partido definida por el propio Errejón [41], pero también a causa del inevitable sesgo social y profesional de sus promotores.

La «hipótesis» implicaba la centralidad de la comunicación y el marketing, convertido en una suerte de nueva ciencia de la verdad política, algo así como el arcano de Podemos. Convencer al pueblo, «construir pueblo», constituía un ejercicio de comunicación y de manipulación simbólica. En este sentido, el «populismo» cumplía para esta joven generación política un papel parecido al que el «marxismo» cumpliera para la generación de la Transición: una suerte de equivalente a la «teoría de las élites», que articulaba el continuo conocimiento-poder sobre la base ya no de la teoría de la economía política y las clases por medio de sofisticados análisis de la «coyuntura», como de la «articulación popular», convertido en un asunto de pericia comunicativa.

Este «ejercicio de comunicación política», que probara Podemos, se realizó en los sistemas de red creados por el 15M, pero también y sobre todo en los grandes medios de comunicación. La pretensión de convertir las tertulias de televisión en la principal arena de la disputa política (sic), y que esta fuera un terreno favorable al joven partido, da prueba de la ambición, así como también de la ingenuidad de base de este grupo de jóvenes profesores. La pretensión de alcanzar y representar a las mayoría social —la llamada «transversalidad» en la lengua de Podemos— mostraba también la adecuación completa, en la forma de una realismo descarnado, al terreno político particular de las clases medias, desprovistas de toda autonomía intelectual y política, enchufadas únicamente a las esferas mediáticas y dispuestas a su imagen y semejanza [42].

La prioridad otorgada al marketing y a la comunicación tuvo, sin embargo, un alto coste político. En la imaginación de los dirigentes de Podemos, la imago, al modo las máscaras de cera romanas, que el partido debía proyectar era la de unos jóvenes responsables, formados, preocupados por el futuro del país, sin mácula de corrupción —recuérdese lo mucho que todo ello coincidía con la autorrepresentación de la generación 15M—. Todo aquello que perturbara esta imago, que proyectara aristas difíciles de asumir por las mayorías sociales —desde el tatuaje de una de sus caras visibles, hasta cualquier tic de «militantismo»— debía ser descartado, ocultado, negado ante el ojo de la cámara a través del cual miraba la mayoría del país.

Las contrapartidas de lo que se dio en llamar «nueva política» —la fastuosidad semántica de aquellos años resulta comparable a la de la Transición— [43] se desparramaron en todas direcciones. En clave de organización interna, la «hipótesis Podemos» llevó a cercenar cualquier elemento que, en términos comunicativos, pudiera considerarse como ruido y disonancia. Y ruido era hasta la propia existencia de una organización hecha caóticamente por superposición de asambleas locales, círculos «temáticos» y una composición que a nivel de base era mucho más rica que la de la dirección [44]. En línea con la «hipótesis» de partida, la organización de Podemos acabó por configurarse como una suerte de «partido empresa», dominado por las figuras mediáticas y una pequeña estructura adyacente, formada por los cargos públicos y los liberados del partido, todos ellos rígidamente subordinados a las funciones comunicativas y electorales.

 La formalización de este modelo organizativo fue uno de los motivos principales del primer gran congreso del partido, la «Asamblea de Vistalegre», celebrado en otoño de 2014 [45]. En Vistalegre, los círculos quedaron convertidos en meras asambleas territoriales, sin más función que la de jalear los eslóganes de la dirección y pegar carteles en las campañas electorales. Según un patrón, esta vez heredado de las viejos partidos comunistas —en los que se había formado Pablo Iglesias y buena parte de la dirección del partido—, se optó por burocratizar y jerarquizar un conglomerado hasta entonces caótico y prácticamente embrionario. En Vistalegre, quedaron prefigurados los llamados «consejos ciudadanos», jerarquizados de forma descendente a escala de Estado, Comunidad Autónoma y municipio, y al frente de cada cual se debía elegir a un secretario general con funciones casi omnímodas, al modo de un Pablo Iglesias en miniatura. La elección de secretarios y consejos se hizo, además, por medio de elecciones primarias, que daban todo los puestos a las lista más votada, dejando efectivamente fuera del partido a las minorías y a las posiciones no avaladas por la dirección, que casi siempre —hubo excepciones— conseguían hacer votar las listas oficiales [46].

De otra parte, el experimento de democracia digital quedó convertido en un sistema plebiscitario de consulta. A los «inscritos» —figura nueva y de un nivel inferior de exigencia que el simple simpatizante— se les proponían votaciones digitales continuadas a partir preguntas elegidas por el secretario general y con respuestas también predefinidas por él mismo. Este mecanismo de consultas directas sirvió para verificar una y otra vez las decisiones ya tomadas por la dirección. Se empleó desde entonces en cada crisis de la organización como un mero sistema de refrendo. Y como era de esperar Iglesias no perdió ni una sola votación [47]. Sin contrapeso institucional de ninguno tipo, Podemos se degradó de «máquina electoral» a un sistema de validación de la dirección y concretamente de la figura de Pablo Iglesias. La justificación política del plebiscitarismo fue la misma que en cualquier dictadura: la democracia era en realidad una cuestión de comunicación directa entre el líder carismático y las masas, sin mediación de ningún cuerpo intermedio, o lo que es lo mismo, sin ningún contrapoder interno [48].

Desde las Asamblea de Vistalegre, y sobre todo desde la constitución de los consejos ciudadanos de regiones y municipios en el invierno-primavera de 2015, la estéril lucha por copar consejos y secretarías alcanzó el punto de saturación. El entusiasmo inicial se consumió hasta la raíz. El partido empezó a ser abandonado por la multitud anónima que había empujado la formación de los círculos y que nutrió durante el primer año las expectativas electorales. Por añadidura, el enrarecimiento de la atmósfera interna, que premiaba invariablemente la competencia por encima de la cooperación, llevó la lucha entre las distintas fracciones fundadoras de la organización al punto de no retorno. El cainísmo lejos de verse contenido por las nuevas responsabilidades institucionales vino redoblado por la lucha por la supervivencia de cada cual dentro de Podemos. La expectativa de medrar en el partido o de obtener un cargo público se convirtió, demasiado pronto, en la principal «razón política» de la mayoría de los que quedaron en una organización que se estaba reduciendo a los profesionales de la política [50].

Comparado con la pluralidad inicial, Podemos se fue reduciendo al esqueleto institucional y a una intensa y continua lucha entre fracciones ya demasiado vinculadas al «reparto de cargos». A la marginación desde los primeros meses del «ala izquierda» —los anticapitalistas herederos de la extrema izquierda de la Transición— siguió posteriormente la del «ala derecha», que se organizó en torno a la corriente «demopopulista» de Errejón [51]. En los años siguientes, ambas corrientes acabarían por ser expulsadas de facto por el «centro» del partido que gravitaba en torno al astro ya descendente de Iglesias. En esta carrera, Podemos perdió todo suelo para una discusión política, que al menos formalmente se elevara por encima de la lucha por las prebendas institucionales.

Iniciado el año 2018, tras la celebración de la II Asamblea de Vistalegre [52] apenas quedaba nada más que el liderazgo de un Pablo Iglesias cada vez más aislado, apoyado únicamente en un pequeño grupo de fieles, que había compartido parte de su recorrido de juventud. Quedó también la alianza con Izquierda Unida, la vieja izquierda heredera del PCE, que tras ser rechazada entre 2014 y 2015, fue finalmente aceptada en la coalición para las elecciones de 2016 (con el nombre Unidas Podemos). En apenas dos intensos años, Podemos, que nació como algo parecido a un «movimiento» o a una partido «antipartido» quedó reducido a una opción electoral más. Las formas de politización y subjetivación que el 15M había producido y que se habían conseguido estirar durante varios años, terminaron por no encontrar cabida en la organización. Aunque el 15M y Podemos habían compartido en buena medida el mismo sustrato social —lo que aquí se comprende como la descomposición de las clases medias—, el salto entre el movimiento y la iniciativa electoral resultó insalvable. En más de un aspecto, Podemos liquidó el legado político del 15M.

Nueva vieja política

Entre 2016 y 2018, Podemos fue asimilado a la «vieja política». Alcanzó su techo electoral en las elecciones de diciembre de 2015, cuando rebasó el umbral del 20 % de los votos, solo a medio punto de sobrepasar al PSOE. Este último impulso electoral cabalgó sobre el éxito previo (bastante más rotundo) de las candidaturas municipales que se presentaron a las elecciones locales de mayo de 2015, y en las que se logró la alcaldía en ocho grandes ciudades, incluidas Madrid, Barcelona y Zaragoza [53]. Las iniciativas «municipalistas» fueron promovidas en su mayoría por sectores al margen de Podemos, por grupos que provenían del 15M o del movimiento de vivienda. En su desarrollo, el «municipalismo» mostró los caminos sinuosos, múltiples y a la vez confluyentes que empujaron a esta generación política hacia las instituciones. Sus resultado no fueron, sin embargo, muy distintos a los del propio Podemos.

 No es aquí el propósito analizar, siquiera exponer detalladamente, el modo en el que Podemos resultó primero plegado, y luego neutralizado, como alternativa política. Tal curso debería incluir la promoción de un partido alternativo, Ciudadanos, que en su imagen y lenguaje recogía algunos de los elementos presentes en el «partido del 15M» —la idea de regeneración democrática, la juventud, el rechazo aparente a los viejos partidos y sus formas—, pero desprovistos ya de todo mordiente de reforma institucional. La proyección de los rostros de los portavoces de este partido, exquisitamente seleccionadas como si se tratara de un casting de belleza de la juventud profesional y exitosa, ofrece otro aspecto de la sociología política de las clases medias en crisis, en este caso en forma de una promesa realizada: el o la joven que se confirma en sus aspiraciones más íntimas en el triunfo en su carrera y en su proyección pública como político profesional. También en este recorrido sobre la suerte de Podemos, se deberían destacar los dos ciclos de dobles elecciones de diciembre de 2015-junio de 2016 y de abril-noviembre de 2019. Estas citas electorales ofrecen una doble lectura: la competición sostenida entre Podemos y el Partido Socialista y el progresivo agotamiento del apoyo social a los morados. Entre la primera de esas citas electorales y la última, el número de votos que recibió Podemos se redujo de seis millones —cinco de Podemos y uno de IU— a los tres de noviembre de 2019. A pesar del rápido desgaste electoral, estas elecciones de 2019, sellaron la coalición entre PSOE y Podemos, y la entrada de este último al gobierno, aunque fuera en una posición subordinada a los socialistas.

Sean cuales sean, no obstante, los elementos que se subrayen en la fulgurante trayectoria de la «hipótesis Podemos», en el análisis de su declive solo importa realmente el resultado. La crueldad con la que la dirección del partido calificó todo aquello carente de «eficacia» política, debe ser también aplicada a sí mismo. Hacia 2016, Podemos se había convertido en un partido más. Su capacidad de innovación, de alimentarse de la energía creada por el 15M había sido dilapidada en el esfuerzo electoral y en la consolidación de una nueva élite política, demasiado frágil y temerosa de toda competencia interna. En la liquidación de los apoyos iniciales, y en la continua sangría interna que resultaba de la lucha fraccional, el partido encabezado por Pablo Iglesias acabó por escorarse hacia la «izquierda». Desprovisto ya de todo el ropaje «populista», con el cual interpretó el 15M, y tras la digestión de Izquierda Unida, acabó por reubicarse como el partido de la izquierda, o si se quiere de la «nueva izquierda». En este transcurso fue asimilado a la vieja gramática de la democracia española, al tiempo que su dirigencia era también metabolizada como una nueva fracción de la clase política. En el camino a este resultado hay, sin embargo, otro elemento que conviene señalar; un factor que ocupa el lugar central de su estrategia y muestra también inequívocamente el límite de clase de la propuesta de los morados.

Podemos vino empujado por un objetivo explícito: llegar al gobierno, lo que en su jerga se decía con el verbo «ganar». Frente a la autocomplacencia y al derrotismo innatos de la «izquierda», la «hipótesis Podemos» se confirma a partir de mayo de 2014 como una vía exitosa de acceso al gobierno. En este apuesta, hay sin duda una concentración de energía y también un empobrecimiento de los significados iniciales del 15M. El conjunto de propuestas que se elaboraron en las plazas en 2011 y que iban desde el cambio de la ley electoral hasta la descentralización municipal, desde el control y la fiscalización ciudadana de los poderes del Estado hasta la instauración de mecanismo de participación directa fue depurado y destilado en lo que se consideró desde entonces como la única posición relevante: «tomar los cielos», el acceso al gobierno.

En el purgado de los residuos democratistas del 15M, había implícita una interpretación conservadora de la crisis política [54], coincidente con una propuesta también conservadora de la acción de gobierno. La centralidad de la posición electoral reproducía, a su modo, uno de las características fundantes de la cultura política de la clase media, lo que podríamos llamar «fetichismo de Estado». A diferencia de la explosión inicial del 15M, donde los elementos de radicalismo democrático podían todavía empujar en la dirección de un antiestatismo de base, en Podemos el Estado, y concretamente el gobierno, eran considerados como el único lugar posible de la política, o al menos el único lugar eficaz. De forma del todo consecuente, Podemos surgió bajo el presupuesto de la «autonomía de lo político», de que desde el gobierno «se cambian las cosas», en última instancia, que el gobierno es el lugar de producción de lo social. En este aspecto, era también un obvio «producto de clase».

 La renuncia a probar siquiera un análisis de crítica de la economía política, más allá de un vago socialdemocratismo [55], o también la falta de claridad sobre Europa —que era y es realmente para la provincia española el espacio de gobierno decisivo—, hundieron rápidamente al partido en el intrincado plano de la política «nacional» [56]. Cuando el partido miraba hacia abajo, despreciaba la fuerza social que lo había impulsado. Respecto de lo que ocurría «arriba» apenas se entendía, o se quería entender, nada. El tiempo político de Podemos solo consideraba las citas electorales. La consolidación de la recuperación económica entre 2014-2016, y con ella el respiro relativo para una recomposición parcial de las clases medias —con la recuperación del empleo o las nuevas oportunidades para el rentismo inmobiliario— pasaron desapercibidas, o en el mejor de los casos, apenas fueron tenidas en cuenta en el cierre de la «ventana de oportunidad profunda y estrecha» de su acceso al gobierno.

De una forma más general, la «hipótesis Podemos» tampoco iba más allá de la vocación de «restauración» social, que también se podía encontrar en el 15M. En la lectura de Podemos de la crisis política, y singularmente en Errejón [57], había una inclinación a reconocer como centrales y mayoritarios los elementos conservadores de la crisis política. La protesta se entendía únicamente como un retorno a la promesa insatisfecha de la democracia española: un Estado eficaz y justo, una clase política menos propensa a la corrupción, el paso a la nueva generación marginada durante años y, sobre todo, la demanda de una meritocracia que ofreciera a cada cual lo que legítimamente le corresponde [58].

Quizás la expresión más evidente de este «conservadurismo» implícito fue el vertiginoso giro del partido hacia la moderación. Empujado por las encuestas durante 2014, Podemos se escoró rápidamente de los elementos de discurso más radicales. En pocos aspectos, este viraje fue extremadamente relevante que en lo que se refiere a la crítica de la democracia española. Durante el 15M, la crítica a la Transición y a lo que consecuentemente daban el nombre del «régimen del 78», por el año de la Constitución, fue uno de los tópicos de la discusión en las plazas, y lo fue también en el impulso de Pablo Iglesias como figura pública. Tras el éxito en las elecciones europeas de mayo de 2014 este discurso tendió a aflojar. El tópico principal consistió en la crítica a la clase política, que en la lengua de Podemos recibió el nombre de «casta». Pero esta crítica se desplazó de una impugnación total, a su supuesta deslealtad a un «pacto social» que quedó sellado en la Transición —el mismo, recuérdese, que aplicó la política de rentas al movimiento obrero y que consagró en realidad la formación social que salió del franquismo—.

Entre los nuevos intelectuales de Podemos la comparación con el PSOE de 1982 se convirtió incluso en un tópico: el PSOE de 1982 coincidía con el país real y su aspiración de cambio, correlativamente Podemos en 2014 coincidía con el país y real y su deseo de cambio. La comparación no era ingenua. Se trataba de emular una época, unas figuras y un estilo político: en cierto modo, un sentido de la confirmación del destino social inscrito en los acontecimientos. Se trataba de restaurar y confirmar el viejo pacto social, y convertirse en los protagonistas de tal restauración. Con estos mimbres, Podemos había sellado su asimilación progresiva al sistema de partidos y a la sociedad de clases medias de la que nunca se quiso separar.

Con un proyecto que renunciaba al medio plazo —a la organización, a la formación de una fuerza cultural perdurable—, sobre la base de la interpretación más «conservadora» posible del 15M y convertido progresivamente en un aparato de Estado, Podemos se perdió rápidamente como opción para una reforma institucional medianamente vigorosa. Y sin embargo, de un modo íntimo al mensaje subyacente de su discurso, su éxito fue rotundo. Podemos renovó la política española. Lo hizo fundamentalmente en términos de edad y generación, y por ello también de lenguaje y de estilo. Desde 2014, los partidos se reformulan según la pauta de Podemos: incorporan liderazgos generacionales que coinciden con los del 15M, se hacen eco de un lenguaje «ciudadanista» destilado según sus respectivas corrientes ideológicas, y asimilan como parte de su proyecto la idea de «regeneración» democrática.

 Este desplazamiento reflejaba la necesidad de asimilar y recuperar una fuerza política que se consideraba temible, pero también una corriente social que del 15M a Podemos había permanecido huérfana en política. En un sentido lato y que superaba con creces a la nueva clase política, Podemos abrió el camino a la mayoría de edad de la generación 15M. Por primera vez, desde la Transición, se dio paso a lo que se reconocía explícitamente como una nueva generación política y social. En el momento en el que se escriben estas líneas, esta generación ocupa las primeras posiciones en política, en la cultura y en el periodismo. Este recambio generacional de las élites, por imperfecto e inacabado que sea —la precariedad y los elementos de crisis de las clases medias siguen dibujando futuros sombríos—, cubrió lo que se puede considerar como el programa de mínimos del 15M, aquel inscrito en la versión más conservadora del 15M y en la propia «hipótesis Podemos».

La paradoja de Podemos está en el logro de su aspiración social inconfensable. Un triunfo que se debe a que nunca quiso —quizás tampoco pudo— rebasar su límite de clase, empotrado en el liderazgo de jóvenes universitarios con aspiraciones a convertirse en élite de Estado. Correlativamente también, Podemos fue hasta al final el partido de la clase social de sus líderes: de los jóvenes recuentos de las clases medias en riesgo de desclasamiento [59]. Entre sus muchos problemas, no alcanzó a dar ninguna expresión a la alianza social que se esbozó en el 15M entre esos mismos jóvenes, y no tanto, en proceso de desafiliación, y los sectores sociales ya directamente desahuciados de la democracia de propietarios. Tras el éxito inicial, los «sectores populares» —«plebeyos» fue el término acuñado por Podemos— volvieron mayoritariamente a la abstención o al voto socialista [60]. Podemos quedó reducido a una clase media joven o «tardojoven», en su mayoría precarizada pero que por medio de la política había ocupado una posición pública relevante; una clase media que se había convertido en la «nueva izquierda» del país."                       ( , JACOBIN América Latina)

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