8/9/17

En esta nueva época de capitalismo global, está surgiendo una nueva era de esclavitud. Aunque ya no existe la condición jurídica de persona esclavizada, el esclavismo tiene multitud de nuevas formas

"(...) hemos de abandonar la idea de que hay algo emancipador en las experiencias extremas, como si nos permitieran abrir los ojos y ver la verdad definitiva de una situación. Existe un memorable pasaje en el libro de Ruth Klüger Seguir viviendo, en el que describe una conversación con «algunos doctorandos avanzados» en Alemania:

Uno de ellos cuenta que en Jerusalén había conocido a un viejo húngaro que estuvo prisionero en Auschwitz, y que, no obstante, había empezado, «sin solución de continuidad», a meterse con los árabes, que para él eran todos mala gente.

¿Cómo puede hablar así uno que ha estado en Auschwitz?, preguntó el alemán. Yo ahondo en el tema, comento, quizás con más dureza de lo necesario, que qué se esperaban que Auschwitz no fue un centro de enseñanza de nada y mucho menos de humanidad y tolerancia.

De los campos de concentración no salía nada bueno y él esperaba que saliera nada menos que perfección moral?Jamás ha habido instituciones más inútiles, más absolutamente superfluas, añadí, que esos campos.”

Ésta es, quizá, la lección más deprimente del horror y el sufrimiento: que no hay nada que aprender de ellos

Una buena manera de comenzar este análisis es centrarse en lo que no podemos sino denominar la «economía política de los refugiados», para desarrollar la conciencia clara de qué y quién está causando dichos movimientos de masas.

Lo primero que hemos de hacer es, por supuesto, localizar la causa última en la dinámica del capitalismo global y también en el proceso de intervenciones militares. Resumiendo, el actual desorden es la auténtica faz del Nuevo Orden Mundial.

Abandonados a su suerte, los africanos no conseguirán cambiar sus sociedades. ¿Por qué no? Porque nosotros, los europeos, se lo impedimos. Fue la intervención europea en Libia lo que sumió el país en el caos. Fue el ataque de Estados Unidos a Irak lo que creó las condiciones para la aparición del Estado Islámico (ISIS).

La actual guerra civil que se libra en la República Centroafricana entre el sur cristiano y el norte musulmán no es tan sólo un estallido de odio entre etnias, sino que fue provocada por el descubrimiento de petróleo en el norte: Francia (vinculada a los musulmanes) y China (vinculada a los cristianos) luchan por el control de los recursos petrolíferos mediante enemigos interpuestos.

La culpa de la crisis alimenticia de muchos países del Tercer Mundo no se puede achacar a sospechosos habituales como la corrupción, la incompetencia y el intervencionismo estatal: la crisis nace directamente de la globalización de la agricultura, algo que dejó claro ni más ni menos que Bill Clinton en sus comentarios (tal como informó Associated Press el 23 de octubre de 2008) sobre la crisis alimenticia global en una reunión de las Naciones Unidas celebrada para conmemorar el Día Mundial de la Alimentación, bajo el revelador título de: «“La fastidiamos" en el tema de la alimentación global».

Lo esencial del discurso de Clinton era que la presente crisis global de la alimentación demuestra que «todos la fastidiamos, incluido yo cuando era presidente», al tratar las cosechas como mercancía en lugar de como un derecho vital de los pobres del mundo.

Clinton fue muy claro al culpar no a los estados o gobiernos individuales, sino a la política occidental global a largo plazo impuesta por los Estados Unidos y la Unión Europea, y puesta en práctica durante décadas por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y otras instituciones internacionales.

Esta política presionó a los países africanos y asiáticos para que abandonaran los subsidios gubernamentales para fertilizantes, semillas mejoradas y otros insumos agrícolas, lo que allanó el camino para que las mejores tierras fueran utilizadas para cultivos de exportación y para destruir la autosuficiencia alimenticia de los países.

El resultado de dichos «ajustes estructurales» fue la integración de la agricultura local en la economía global: al tiempo que exportaban las cosechas, los granjeros eran expulsados de sus tierras y acababan en los suburbios, donde quedaban a merced de empresas subcontratadas que los explotaban, y los países tenían que comprar cada vez más comida importada.

Así, se mantenían en una dependencia poscolonial y eran más vulnerables a las fluctuaciones del mercado; el hecho de que en los últimos años se dispararan los precios del grano (algo también provocado por el uso de biocombustibles) ya ha provocado hambrunas en numerosos países, desde Haití hasta Etiopía.

A fin de abordar debidamente estos problemas, habrá que inventar nuevas formas de acción colectiva a gran escala: ni la intervención estatal habitual ni las organizaciones autónomas locales, tan elogiadas por los izquierdistas posmodernos, pueden hacer ese trabajo.

Si no se va a solucionar el problema, deberíamos comenzar a ser conscientes de que nos acercamos a una nueva era de apartheid, en la que algunas partes aisladas del mundo con abundancia de comida y energía quedarán separadas del caótico exterior, donde el caos y el hambre serán generalizados, y la guerra, permanente.

¿Qué debería hacer en la actualidad la gente de Haití y otros lugares donde la comida es escasa? ¿Acaso no tienen todo el derecho a rebelarse de manera violenta o a convertirse en refugiados?

A pesar de todas las críticas al neocolonialismo económico, todavía no somos plenamente conscientes del devastador efecto del mercado global en muchas economías locales, que han quedado privadas de su autonomía alimenticia elemental.

Basta con recordar el caso de México, un país importador de comida con una agricultura local arruinada que exporta millones de habitantes a los Estados Unidos. Pero el ejemplo más claro de nuestra culpabilidad es el Congo actual, que de nuevo aparece como el «corazón de las tinieblas» de África.

El reportaje de portada de la revista Time del 5 de junio de 2006 llevaba como titular «La guerra más letal del mundo»: un documento detallado de cómo a lo largo de la última década alrededor de cuatro millones de personas han muerto en el Congo como resultado de la violencia política.

La noticia no provocó ninguna de las protestas humanitarias habituales, como si una especie de filtro hubiera impedido que alcanzara el impacto esperado. Por expresarlo de manera cínica, Time había escogido la víctima errónea en la lucha por la hegemonía en el sufrimiento.

Debería haberse limitado a la lista de sospechosos habituales: la difícil situación de las mujeres musulmanas, la presión en el Tíbet, etcétera. (Hoy en día, el mismo estado de cosas -violencia continua en un estado fracasado- impera en el Congo, así como en muchos otros países africanos, desde la República Centroafricana hasta Libia.) ¿Por qué se hizo tan poco caso a esa noticia?

En 2001, una investigación de Naciones Unidas sobre la explotación ilegal de los recursos naturales del Congo descubrió que el conflicto de ese país tiene que ver sobre todo con el control y comercio de cinco recursos minerales clave, y el acceso a ellos: el coltán, los diamantes, el cobre, el cobalto y el oro.

Debajo de la fachada de la guerra étnica, distinguimos las maquinaciones del capitalismo global. El Congo ya no existe como estadounido; es una multiplicidad de territorios gobernados por señores de la guerra locales que controlan su porción de territorio con un ejército que, por regla general, incluye a niños drogados.

Cada uno de estos señores de la guerra posee vínculos comerciales con una empresa o corporación extranjera que explota la riqueza en su mayor parte mineral de la región. La ironía es que muchos de estos minerales se utilizan en productos de alta tecnología, como ordenadores portátiles y teléfonos móviles.

Así que olvidémonos del salvaje comportamiento de la población local: lo único que hemos de hacer es eliminar a las empresas extranjeras de alta tecnología de la ecuación y todo el edificio de la guerra étnica alimentada por viejas pasiones se desmorona.

Deberíamos empezar por ahí si realmente queremos ayudar a los africanos y detener el flujo de refugiados. Lo primero es recordar que casi todos los refugiados proceden de «estados fracasados», estados donde la autoridad pública es más o menos inoperante, al menos en una gran parte del territorio (Siria, Líbano, Irak, Libia, Somalia, Congo, Eritrea...).

En todos estos casos, la desintegración del poder estatal no es un fenómeno local, sino el resultado de la política y la economía internacionales, y en algunos casos, como en Libia e Irak, el resultado directo de la intervención occidental.

Está claro que este incremento de los «estados fracasados» a finales del siglo XX y principios del XXI no es una desgracia fortuita, sino uno de los mecanismos mediante los que las grandes potencias ejercen su colonialismo económico. (...)

También deberíamos observar que las semillas de los «estados fracasados» de Oriente Medio hay que buscarlas en las arbitrarias fronteras trazadas después de la Primera Guerra Mundial por el Reino Unido y Francia, que crearon una serie de estados «artificiales»: al unir a los sunitas de Siria e Irak, lo único que hace ISIS, en definitiva, es volver a juntar lo que los amos coloniales separaron. En una sombría profecía enunciada antes de su muerte, el coronel Gadafi afirmó:

Ahora escuchad, gentes de la OTAN. Estáis bombardeando un muro que ha impedido la emigración africana a Europa y la entrada de terroristas de Al-Qaeda. Ese muro era Libia, y lo estáis rompiendo. Sois idiotas, y arderéis en el infierno por los miles de emigrantes que se irán de África.o

¿Acaso no estaba afirmando algo evidente? La siguiente versión rusa -que básicamente amplía el argumento de Gadafi- tiene su momento de verdad, a pesar del obvio sabor a pasta ala putinesca:

«Que la crisis de los refugiados es consecuencia de las políticas de los Estados Unidos y Europa se ve a simple vista», dice Boris Goldov, miembro de la Academia Rusa de Ciencias y del Instituto de Estudios Orientales en Moscú. «La destrucción de Irak, la destrucción de Libia y los intentos de derrocar a Bashar al-Ásaden Siria a manos de radicales islámicos: ésas son todas las políticas de la Unión Europea y los Estados Unidos, y los centenares de miles de refugiados son resultado de esas políticas.»

Irina. Zvyagelskaya, vicepresidenta del Centro Internacional de Estudios Estratégicos y Políticos de Moscú, le dijo a la agencia rusa de noticias TASS: «Es un problema muy serio y con muchas facetas. La guerra civil de Siria y las tensiones en Irak y Libia siguen alimentando el flujo de inmigrantes, pero ésa no es la única causa.

Estoy de acuerdo con aquellos que ven los sucesos actuales como una tendencia hacia otro reasentamiento masivo de personas, que deja a los países más débiles y con una economía ineficaz. Existen problemas sistémicos que empujan alagente a abandonar su hogar y echarse a la carretera.

Y la legislación europea liberal permite que muchas de esas personas no sólo se queden en Europa, sino que también vivan allí con un subsidio social sin buscar empleo.» Yevgeni Grishkovets, escritor y dramaturgo, escribe en su blog «Estas personas están agotadas, furiosas y humilladas. No tienen ni idea de los valores europeos, de su estilo de vida y tradiciones, de su multiculturalismo y tolerancia.

Nunca acatarán las leyes europeas. Nunca sentirán gratitud hacia la gente en cuyos países han conseguido entrar con todos sus problemas, porque esos mismos países convirtieron a las naciones de los emigrantes en un baño de sangre. (...) Angela Merkel promete que la sociedad alemana actual y Europa están preparadas para esos problemas. Eso es una mentira y un absurdo!»

Realmente es cierto que los refugiados «nunca acatarán las leyes europeas. Nunca sentirán gratitud hacia la gente en cuyos países han conseguido entrar»: por el contrario, ven a Europa responsable de esa situación.

Sin embargo, aunque hay algunas verdades generales en todo esto, no deberíamos pasar de esta generalidad al hecho empírico de que los refugiados entran en Europa y limitarnos a aceptar nuestra plena responsabilidad al respecto. En primer lugar, deberíamos recordar que Alemania y Francia se mostraron decididamente contrarias a la guerra de Irak de 2003.

En segundo, antes de que lo derrocaran, el régimen de Saddam Hussein llevó a cabo sus propias políticas agresivas (que ejemplifican en particular sus ataques contra Irán) en 1980, cuando recibió el apoyo silencioso de los Estados Unidos.

Lo que debería sorprendernos es cómo nuestros medios de comunicación presentan la crisis de los refugiados: más o menos como si más allá de Grecia existiera un agujero negro que escupiera refugiados, un agujero negro de guerra y devastación, y en la costa de Anatolia hubiera una especie de rendija a través de la cual se permitiera que partículas de refugiados huyeran a las islas griegas.

Pero más allá de Grecia existe un paisaje político bien definido: en primer lugar tenemos a Turquía, que practica un juego político perfectamente planificado (oficialmente combate a ISIS, pero de hecho bombardea a los kurdos, que son quienes en realidad combaten a ISIS); a continuación nos encontramos con la profunda división de clases del mundo árabe (los estados superricos de Arabia Saudí, Kuwait, Qatar, los Emiratos, que casi no aceptan refugiados); luego está el propio Irak, con unas reservas petrolíferas valoradas en decenas de miles de millones, etc. ¿Cómo surge de todo este batiburrillo un flujo de refugiados?

Lo que sabemos es que hay una compleja economía de transporte de refugiados (toda una industria que mueve miles de millones de dólares), ¿Quién la financia? ¿Quién la optimiza? ¿Dónde están los servicios de inteligencia europeos que tendrían que investigar este turbio submundo?

El hecho de que los refugiados se hallen en una situación desesperada no excluye la posibilidad de que su flujo en realidad forme parte de un proyecto perfectamente planificado.

No podemos dejar de observar el hecho de que algunos países no demasiado ricos de Oriente Medio (Turquía, Egipto, Irán, etc.) están mucho más abiertos a los refugiados que los que son ricos de verdad (Arabia Saudí, Kuwait, los Emiratos, Qatar).

Arabia Saudí y los Emiratos no acogieron ningún refugiado, aunque son países vecinos de donde sucede la crisis, y también son ricos y mucho más cercanos en lo cultural a los refugiados (que son casi todos musulmanes) que Europa.

Arabia Saudí incluso devolvió algunos refugiados musulmanes de Somalia, o y todo lo que hizo fue aportar 280 millones de dólares como apoyo para la educación de los refugiados. ¿Acaso se debe a que Arabia Saudíes una teocracia fundamentalista que no tolera ninguna intrusión extranjera? Sí, pero también deberíamos tener en cuenta que esta misma Arabia Saudí está, desde el punto de vista económico, completamente integrada en Occidente. 

¿Acaso Arabia Saudí y los Emiratos no son, desde un punto de vista económico, simples avanzadas del capital occidental, estados que dependen totalmente de los ingresos del petróleo para mantener su riqueza y posición en el mundo?

La comunidad internacional debería presionar a Arabia Saudí (y a Kuwait y a Qatar) para que cumplieran con su deber y aceptaran un gran contingente de refugiados, sobre todo teniendo en cuenta que, al apoyar al ala islamista de los rebeldes anti-Ásad, Arabia Saudíes en gran medida responsable de la situación de Siria.*

Otro rasgo compartido por estos países ricos es el incremento de la nueva esclavitud. A la vez que el capitalismo se legitima como el sistema económico que promueve la libertad personal (como condición del intercambio mercantil), genera esclavitud como parte de su propia dinámica, y aunque la esclavitud casi se había extinguido al final de la Edad Media, tuvo un gran auge en las colonias entre el principio de la Edad Moderna y la Guerra de Secesión.

Y podemos aventurar la hipótesis de que hoy en día, con esta nueva época de capitalismo global, también está surgiendo una nueva era de esclavitud. Aunque ya no existe la condición jurídica de persona esclavizada, el esclavismo tiene multitud de nuevas formas: millones de inmigrantes que trabajan en la península saudí (los Emiratos, Qatar, etc.) y en la práctica están privados de los derechos y libertades civiles más elementales; el control de millones de trabajadores explotados en fábricas asiáticas a menudo directamente organizadas como campos de Concentración; el uso masivo de trabajos forzados en la explotación de los recursos naturales de muchos estados de África central (Congo, etc.).

Pero no hace falta buscar tan lejos. El 1 de diciembre de 2013, un domingo, una fábrica de ropa de propiedad china situada en una zona industrial de la ciudad italiana de Prato, a diez kilómetros del centro de Florencia, ardió hasta los cimientos, matando a siete trabajadores que quedaron atrapados en un improvisado dormitorio de cartón construido dentro de la fábrica.

Roberto Pistonina, sindicalista local, comentó: «Nadie puede decir que esté sorprendido por este incidente, pues hace años que todo el mundo sabe que, en la zona comprendida entre Florencia y Prato, centenares, sino miles de personas, viven y trabajan en condiciones cercanas a la esclavitud.»

Prato cuenta al menos con 15.000 inmigrantes legalmente registrados de una población total de menos de 200.000 personas, y alberga 4.000 negocios de propiedad china. Se cree que miles de inmigrantes chinos más viven de manera ilegal en la ciudad, donde trabajan hasta dieciséis horas al día para una red de mayoristas y fábricas de ropa barata.

Así pues, no podemos permitirnos el lujo de dedicarnos a contemplar cómo los nuevos esclavos viven en la miseria en los suburbios de Shanghái (o Dubái o Qatar), ni criticar hipócritamente a China y otros países que los albergan: la esclavitud puede estar aquí mismo, dentro de nuestra casa, sólo que no la vemos (o mejor dicho, fingimos no verla).

Este nuevo apartheid, este sistemático aumento de diferentes formas de esclavitud de facto, no es un deplorable accidente, sino una necesidad estructural del capitalismo global actual. Quizá ésta sea la razón por la que los refugiados no quieren entrar en Arabia Saudí. 

Pero ¿acaso los refugiados que entran en Europa no se ofrecen también como mano de obra precaria y barata, en muchos casos a expensas de los trabajadores locales, que reaccionan a esta amenaza engrosando las filas de los populistas antiinmigración? Para muchos de ellos, ésta será la realidad al ver cumplido su sueño.

Los refugiados no sólo huyen de sus países asolados por la guerra; también les guía un cierto sueño. No paramos de ver en nuestras pantallas refugiados que acaban de llegar al sur de Italia y dejan claro que no quieren quedarse allí: lo que quieren, sobre todo, es vivir en los países escandinavos.

Y son aún más los que están encalados en los Balcanes y quieren ir a Alemania. ¿Y qué decir de los millares que acampan en la zona de Calais y que no se conforman con Francia, sino que están dispuestos a arriesgar sus vidas para entrar en el Reino Unido?

Podemos observar aquí la paradoja de la utopía: precisamente cuando la gente se ve en una situación de pobreza, angustia y peligro, cuando uno esperaría que se conformaran con un mínimo de seguridad y bienestar, estalla la utopía absoluta. La ardua lección que aprenden los refugiados es que «Noruega no existe», ni siquiera en Noruega.

Tendrán que aprender a censurar sus sueños: en lugar de perseguirlos en la realidad, deberían centrarse en cambiar la realidad.

Los refugiados se toman en serio el principio, proclamado por la Unión Europea, de la «libertad de movimiento para todos». Pero, de nuevo, aquí hay que ser específicos. Existe una «libertad de movimiento» en el sentido de libertad para viajar, y la más radical «libertad de movimiento» para instalarse en el país que uno desee.

El axioma en que se sustentan los refugiados de Calais no es sólo el de la libertad de viajar, sino algo parecido a «todo el mundo tiene derecho a instalarse en cualquier parte del mundo, y el país al que se trasladen tiene que satisfacer sus necesidades».

La Unión Europea garantiza (más o menos) este derecho a los ciudadanos de sus países miembros, y para eso está (entre otras cosas); exigir la inmediata globalización de este derecho equivale a exigir que la Unión Europea se expanda a todo el mundo. El ejercicio de esta libertad presupone ni más ni menos que una revolución socioeconómica radical. ¿Por qué?

En nuestro mundo global, las mercancías circulan libremente, pero no las personas, ya que están surgiendo nuevas formas de apartheid. El tópico de los muros porosos, de la amenaza de que nos inunden los extranjeros, es estrictamente inmanente al capitalismo global, y constituye un índice de la falsedad de la globalización capitalista.

Es como si los refugiados quisieran que la libre circulación global se ampliara de las mercancías a las personas. Desde el punto de vista marxista, hay que relacionar la «libertad de movimiento» con la necesidad del capital de contar con mano de obra «libre» (millones de personas arrancadas de sus formas de vida comunitaria para poder encontrar empleo en fábricas donde se las explota, como ocurre hoy en día en China o México), y también con la libertad realmente universal del capital para moverse por todo el globo.

La manera en que el universo del capital se relaciona con la libertad de movimiento de los individuos es, por tanto, inherentemente contradictoria: necesita individuos «libres» como mano de obra barata, pero al mismo tiempo necesita controlar sus movimientos, pues no se pueden permitir las mismas libertades y derechos para todos.

Puesto que hay que comenzar la lucha en alguna parte, ¿significa esto que la exigencia de una libertad de movimiento radical, precisamente en la medida en que es imposible dentro del orden existente, puede ser un buen punto de arranque?

El problema es que el sueño de los refugiados que pretenden llegar a Noruega es un caso paradigmático de fantasía ideológica, o de formación de una fantasía que enmascara los antagonismos inmanentes: una fantasía que precisamente elimina el objet petita (el término que usa Lacan para designar el objeto causa del deseo) como el obstáculo inherente que nos impide acceder a lo que deseamos.

En resumen, los refugiados lo quieren todo: básicamente esperan conseguir las ventajas del Estado del bienestar occidental y al tiempo conservar un modo de vida que, en algunos aspectos, es incompatible con las bases ideológicas del Estado del bienestar occidental. (...)"

(Slavoj Zizek: La nueva lucha de clases. Los refugiados y el terror. Ed. Anagrama, Barna, 2016, págs.50-64)

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