"(...) Es
una completa locura pensar que un proceso como éste puede desarrollarse
sin el menor control; los refugiados, cuando menos, necesitan
provisiones y atención médica.
Hay que admitir que en 2015 Alemania demostró una inesperada apertura al aceptar cientos de miles de refugiados. (Y uno se pregunta si la razón secreta de la magnanimidad alemana no será la necesidad de quitarse el amargo sabor del trato que se dio a Grecia en la primera mitad del mismo año.)
Lo que hace falta para impedir el caos es una coordinación y una organización a gran escala: instalar centros de recepción cerca del mismo epicentro de la crisis (Turquía, Líbano, la costa de Siria, la costa norteafricana), donde hay que inscribir y examinar a millares de personas; el transporte organizado de las que se acepten a los centros de recepción de Europa y su redistribución a posibles asentamientos.
El Ejército es el único agente que puede acometer una tarea de estas dimensiones de manera organizada. Decir que asignar a los militares un papel como ése desprende un tufo a estado de emergencia es simplemente hipócrita: cuando decenas de miles de personas cruzan zonas densamente pobladas sin ninguna organización, entonces sí que es un estado de emergencia, y esto es lo que está ocurriendo ahora en algunas partes de Europa.
Los criterios de aceptación y asentamiento deben formularse de manera clara y explícita: a qué personas y cuántas se aceptan, dónde se las realoja, etc. Lo complicado aquí es encontrar un término medio entre obedecer los deseos de los refugiados (tener en cuenta Su voluntad de trasladarse a países donde ya tienen parientes, etc.) y la capacidad de acogida de los distintos países.
El derecho absoluto a la «libertad de movimiento» debería limitarse, aunque sólo sea por el hecho de que no existe ni siquiera entre los refugiados: que alguien -sobre todo en relación con la posición socialsea capaz de superar todos los obstáculos y entrar en Europa es evidentemente una cuestión de privilegios económicos, entre otras cosas.”
Además, es obvio que casi todos los refugiados proceden de una cultura que es incompatible con las ideas de Europa Occidental de lo que son los derechos humanos.
El problema es que resulta igual de obvio que la solución evidente y tolerante (el respeto a la sensibilidad del otro) tampoco funciona: si a los musulmanes les resulta «imposible soportar» nuestras imágenes blasfemas y nuestro humor despiadado (que consideramos parte de nuestras libertades), a los liberales de Occidente también les resulta «imposible soportar» muchas prácticas de los refugiados (la subordinación de las mujeres, etc.) que forman parte de las «relaciones vitales» de los musulmanes.
En resumen: la situación estalla cuando miembros de una comunidad religiosa experimentan como una ofensa blasfema y como un peligro para su modo de vida no un ataque directo a su religión, sino el mismísimo estilo de vida de otra comunidad, como fue el caso de los ataques a gays y lesbianas por parte de musulmanes fundamentalistas en Holanda, Alemania y Dinamarca, o como es el caso de esos franceses que consideran que ver una mujer cubierta con un burka es un ataque a la identidad francesa, y por eso les resulta «imposible permanecer callados».
En este caso hay que hacer dos cosas: primero, formular una serie mínima de normas que sean obligatorias para todos, sin temor a que parezcan «eurocéntricas»; libertad religiosa, protección de la libertad individual contra la presión del grupo, derechos de las mujeres; y segundo, dentro de estos límites, insistir de manera incondicional en la tolerancia hacia los distintos modos de vida.
¿Y si las normas y la comunicación no funcionano Entonces debe aplicarse la fuerza de la ley en todas sus formas. Debería rechazarse la imperante actitud humanitaria de la izquierda liberal: las quejas que moralizan la situación -el mantra de «Europa ha perdido empatía, es indiferente al sufrimiento de los demás», etc.— son simplemente el reverso de la brutalidad antiinmigración.
Comparten el mismo presupuesto (de ninguna manera evidente) de que defender el modo de vida propio excluye el universalismo ético.
En el debate sobre la Leitkultur (la cultura dominante) que tuvo lugar hace una década, los conservadores insistían en que cada Estado se basa en un espacio cultural predominante que debe ser respetado por los miembros de las demás culturas que lo comparten.
En lugar de jugar al Alma Bella y lamentarnos del nuevo racismo europeo que presagiaron dichas afirmaciones, deberíamos dirigir una mirada crítica hacia nosotros mismos y preguntarnos hasta qué punto nuestro propio multiculturalismo abstracto ha contribuido a que llegáramos a esta desdichada situación.
Si todas las partes implicadas no comparten el respeto a la misma civilidad, entonces el multiculturalismo se convierte en una forma de ignorancia u odio mutuos legalmente regulados.
El conflicto acerca del multiculturalismo ya es un conflicto acerca de la Leitkultur; no es un conflicto entre culturas, sino un conflicto entre diferentes visiones de cómo pueden y deberían coexistir diferentes culturas, acerca de las reglas y prácticas que han de compartir esas culturas para poder coexistir.
Por consiguiente, deberíamos evitar quedar atrapados en el juego liberal de «cuánta tolerancia podemos permitirnos»: ¿deberíamos tolerarlo si los refugiados que se establecen en Europa impiden que sus hijos vayan a la escuela pública, si obligan a sus mujeres a vestirse y comportarse de determinada manera, si conciertan el matrimonio de sus hijos, si maltratan -y cosas peores- a los gays de su comunidad? A este nivel, naturalmente, nunca seremos lo bastante tolerantes, o siempre lo seremos demasiado, pues descuidaremos los derechos de las mujeres, etcétera.
La única manera de salir de esta disyuntiva consiste en ir más allá de la mera tolerancia; debemos proponer un proyecto universal positivo que compartan todos los participantes y luchar por él. No sólo debemos respetar a los otros, sino también ofrecerles una lucha común, pues hoy en día nuestros problemas son comunes.
Por eso una tarea crucial de quienes luchan por la emancipación consiste en avanzar en dirección a una Leitkultur emancipadora y positiva, lo único que puede sustentar una auténtica coexistencia y una mezcla de distintas culturas.
Hay que admitir que en 2015 Alemania demostró una inesperada apertura al aceptar cientos de miles de refugiados. (Y uno se pregunta si la razón secreta de la magnanimidad alemana no será la necesidad de quitarse el amargo sabor del trato que se dio a Grecia en la primera mitad del mismo año.)
Lo que hace falta para impedir el caos es una coordinación y una organización a gran escala: instalar centros de recepción cerca del mismo epicentro de la crisis (Turquía, Líbano, la costa de Siria, la costa norteafricana), donde hay que inscribir y examinar a millares de personas; el transporte organizado de las que se acepten a los centros de recepción de Europa y su redistribución a posibles asentamientos.
El Ejército es el único agente que puede acometer una tarea de estas dimensiones de manera organizada. Decir que asignar a los militares un papel como ése desprende un tufo a estado de emergencia es simplemente hipócrita: cuando decenas de miles de personas cruzan zonas densamente pobladas sin ninguna organización, entonces sí que es un estado de emergencia, y esto es lo que está ocurriendo ahora en algunas partes de Europa.
Los criterios de aceptación y asentamiento deben formularse de manera clara y explícita: a qué personas y cuántas se aceptan, dónde se las realoja, etc. Lo complicado aquí es encontrar un término medio entre obedecer los deseos de los refugiados (tener en cuenta Su voluntad de trasladarse a países donde ya tienen parientes, etc.) y la capacidad de acogida de los distintos países.
El derecho absoluto a la «libertad de movimiento» debería limitarse, aunque sólo sea por el hecho de que no existe ni siquiera entre los refugiados: que alguien -sobre todo en relación con la posición socialsea capaz de superar todos los obstáculos y entrar en Europa es evidentemente una cuestión de privilegios económicos, entre otras cosas.”
Además, es obvio que casi todos los refugiados proceden de una cultura que es incompatible con las ideas de Europa Occidental de lo que son los derechos humanos.
El problema es que resulta igual de obvio que la solución evidente y tolerante (el respeto a la sensibilidad del otro) tampoco funciona: si a los musulmanes les resulta «imposible soportar» nuestras imágenes blasfemas y nuestro humor despiadado (que consideramos parte de nuestras libertades), a los liberales de Occidente también les resulta «imposible soportar» muchas prácticas de los refugiados (la subordinación de las mujeres, etc.) que forman parte de las «relaciones vitales» de los musulmanes.
En resumen: la situación estalla cuando miembros de una comunidad religiosa experimentan como una ofensa blasfema y como un peligro para su modo de vida no un ataque directo a su religión, sino el mismísimo estilo de vida de otra comunidad, como fue el caso de los ataques a gays y lesbianas por parte de musulmanes fundamentalistas en Holanda, Alemania y Dinamarca, o como es el caso de esos franceses que consideran que ver una mujer cubierta con un burka es un ataque a la identidad francesa, y por eso les resulta «imposible permanecer callados».
En este caso hay que hacer dos cosas: primero, formular una serie mínima de normas que sean obligatorias para todos, sin temor a que parezcan «eurocéntricas»; libertad religiosa, protección de la libertad individual contra la presión del grupo, derechos de las mujeres; y segundo, dentro de estos límites, insistir de manera incondicional en la tolerancia hacia los distintos modos de vida.
¿Y si las normas y la comunicación no funcionano Entonces debe aplicarse la fuerza de la ley en todas sus formas. Debería rechazarse la imperante actitud humanitaria de la izquierda liberal: las quejas que moralizan la situación -el mantra de «Europa ha perdido empatía, es indiferente al sufrimiento de los demás», etc.— son simplemente el reverso de la brutalidad antiinmigración.
Comparten el mismo presupuesto (de ninguna manera evidente) de que defender el modo de vida propio excluye el universalismo ético.
En el debate sobre la Leitkultur (la cultura dominante) que tuvo lugar hace una década, los conservadores insistían en que cada Estado se basa en un espacio cultural predominante que debe ser respetado por los miembros de las demás culturas que lo comparten.
En lugar de jugar al Alma Bella y lamentarnos del nuevo racismo europeo que presagiaron dichas afirmaciones, deberíamos dirigir una mirada crítica hacia nosotros mismos y preguntarnos hasta qué punto nuestro propio multiculturalismo abstracto ha contribuido a que llegáramos a esta desdichada situación.
Si todas las partes implicadas no comparten el respeto a la misma civilidad, entonces el multiculturalismo se convierte en una forma de ignorancia u odio mutuos legalmente regulados.
El conflicto acerca del multiculturalismo ya es un conflicto acerca de la Leitkultur; no es un conflicto entre culturas, sino un conflicto entre diferentes visiones de cómo pueden y deberían coexistir diferentes culturas, acerca de las reglas y prácticas que han de compartir esas culturas para poder coexistir.
Por consiguiente, deberíamos evitar quedar atrapados en el juego liberal de «cuánta tolerancia podemos permitirnos»: ¿deberíamos tolerarlo si los refugiados que se establecen en Europa impiden que sus hijos vayan a la escuela pública, si obligan a sus mujeres a vestirse y comportarse de determinada manera, si conciertan el matrimonio de sus hijos, si maltratan -y cosas peores- a los gays de su comunidad? A este nivel, naturalmente, nunca seremos lo bastante tolerantes, o siempre lo seremos demasiado, pues descuidaremos los derechos de las mujeres, etcétera.
La única manera de salir de esta disyuntiva consiste en ir más allá de la mera tolerancia; debemos proponer un proyecto universal positivo que compartan todos los participantes y luchar por él. No sólo debemos respetar a los otros, sino también ofrecerles una lucha común, pues hoy en día nuestros problemas son comunes.
Por eso una tarea crucial de quienes luchan por la emancipación consiste en avanzar en dirección a una Leitkultur emancipadora y positiva, lo único que puede sustentar una auténtica coexistencia y una mezcla de distintas culturas.
Nuestro axioma debería
ser que todo forma parte de la misma lucha universal: la lucha contra el
neocolonialismo occidental, la lucha contra el fundamentalismo, la
lucha de Wikileaks y Snowden, la lucha de Pussy Riot, la lucha contra el
antisemitismo y también la lucha contra el sionismo agresivo.
Si aquí transigimos, nos perdemos en componendas pragmáticas, y nuestra vida no vale la pena.
Así pues, hay que ampliar la perspectiva: los refugiados son el precio que paga la humanidad por la economía global. Mientras que las grandes migraciones son un rasgo constante de la historia humana, en la historia moderna su principal causa es la expansión colonial: antes de la colonización, los países del Tercer Mundo estaban formados de manera casi exclusiva por comunidades locales relativamente aisladas y autosuficientes, y fue la ocupación colonial lo que destruyó este modo de vida tradicional y condujo a renovadas migraciones a gran escala (sin olvidar, por supuesto, las otras migraciones forzosas relacionadas con el comercio de esclavos).
La actual ola de migraciones en Europa no es una excepción. En Sudáfrica hay más de un millón de refugiados procedentes de Zimbabue que se ven expuestos a los ataques de los pobres de la zona porque les roban sus empleos.
Y habrá más ataques, no sólo por los conflictos armados, sino también a causa de los nuevos «estados canallas», la crisis económica, los de que, después del desastre nuclear de Fukushima en 2011, las autoridades japonesas se plantearon evacuar toda la zona de Tokio; más de veinte millones de personas.
¿Dónde habrían ido, en este caso? ¿En qué condiciones? ¿Se les debería haber asignado un trozo de tierra en Japón donde establecerse o se habrían dispersado por el mundo? ¿Y si el norte de Siberia se volviera más habitable y adecuado para la agricultura al tiempo que grandes regiones subsaharianas pasaran a ser demasiado áridas para que subsistiera una gran población?
¿Cómo se realizaría el intercambio de personas. Cuando en el pasado han ocurrido cosas parecidas, los cambios sociales se han dado de manera descontrolada y espontánea, con violencia y destrucción, y hoy en día en que todas las naciones disponen de armas de destrucción masiva, dicha perspectiva sería una catástrofe.
La principal lección que hay que aprender, por tanto, es que la humanidad debería prepararse para vivir de una manera más nómada y «plástica»: los cambios locales o globales en el entorno podrían imponer la necesidad de insólitas transformaciones sociales y movimientos de población a gran escala.
Todos estamos más o menos arraigados en un modo de vida concreto, y tenemos todo el derecho a protegerlo, pero podría darse alguna contingencia histórica que de repente nos sumiera en una situación en la que nos viéramos obligados a reinventar las coordenadas básicas de nuestro modo de vida.
Parece que incluso hoy, siglos después de la llegada del hombre blanco, los nativos americanos (los «indios») todavía no han conseguido adaptarse de manera estable a un nuevo modo de vida. Una cosa está clara: si se diera una alteración de ese calibre, la soberanía nacional tendría que redefinirse radicalmente, y habría que inventar nuevos niveles de cooperación global.
¿Y qué decir de los inmensos cambios en la economía y el consumo debidos a los nuevos climas, a la escasez de agua y de fuentes energéticas?
Europa tendrá que reafirmar su pleno compromiso con proporcionar medios que aseguren la supervivencia digna de los refugiados. En este punto no podemos ceder: las grandes migraciones son nuestro futuro, y la única alternativa a ese compromiso es una renovada barbarie (lo que algunos denominan el «choque de civilizaciones»).
No obstante, la tarea más difícil e importante es emprender un cambio económico radical que elimine las condiciones que crean refugiados. La causa fundamental de la existencia de refugiados es el capitalismo global actual en sí mismo y sus juegos geopolíticos, y si no lo transformamos de manera radical, a los refugiados de África se les unirán pronto inmigrantes de Grecia y otros países europeos.
Cuando yo era joven, el intento organizado de regular el bien común se llamaba comunismo. Quizá deberíamos reinventarlo. No es suficiente con permanecer fieles a la Idea Comunista: hay que encontrar en la realidad histórica antagonismos que conviertan esta Idea en una urgencia práctica.
La única cuestión verdadera hoy en día es la siguiente: ¿hemos de respaldar la aceptación del capitalismo como un hecho de la naturaleza (humana), o acaso el capitalismo global actual contiene antagonismos lo bastante fuertes para impedir su reproducción indefinida?
Si aquí transigimos, nos perdemos en componendas pragmáticas, y nuestra vida no vale la pena.
Así pues, hay que ampliar la perspectiva: los refugiados son el precio que paga la humanidad por la economía global. Mientras que las grandes migraciones son un rasgo constante de la historia humana, en la historia moderna su principal causa es la expansión colonial: antes de la colonización, los países del Tercer Mundo estaban formados de manera casi exclusiva por comunidades locales relativamente aisladas y autosuficientes, y fue la ocupación colonial lo que destruyó este modo de vida tradicional y condujo a renovadas migraciones a gran escala (sin olvidar, por supuesto, las otras migraciones forzosas relacionadas con el comercio de esclavos).
La actual ola de migraciones en Europa no es una excepción. En Sudáfrica hay más de un millón de refugiados procedentes de Zimbabue que se ven expuestos a los ataques de los pobres de la zona porque les roban sus empleos.
Y habrá más ataques, no sólo por los conflictos armados, sino también a causa de los nuevos «estados canallas», la crisis económica, los de que, después del desastre nuclear de Fukushima en 2011, las autoridades japonesas se plantearon evacuar toda la zona de Tokio; más de veinte millones de personas.
¿Dónde habrían ido, en este caso? ¿En qué condiciones? ¿Se les debería haber asignado un trozo de tierra en Japón donde establecerse o se habrían dispersado por el mundo? ¿Y si el norte de Siberia se volviera más habitable y adecuado para la agricultura al tiempo que grandes regiones subsaharianas pasaran a ser demasiado áridas para que subsistiera una gran población?
¿Cómo se realizaría el intercambio de personas. Cuando en el pasado han ocurrido cosas parecidas, los cambios sociales se han dado de manera descontrolada y espontánea, con violencia y destrucción, y hoy en día en que todas las naciones disponen de armas de destrucción masiva, dicha perspectiva sería una catástrofe.
La principal lección que hay que aprender, por tanto, es que la humanidad debería prepararse para vivir de una manera más nómada y «plástica»: los cambios locales o globales en el entorno podrían imponer la necesidad de insólitas transformaciones sociales y movimientos de población a gran escala.
Todos estamos más o menos arraigados en un modo de vida concreto, y tenemos todo el derecho a protegerlo, pero podría darse alguna contingencia histórica que de repente nos sumiera en una situación en la que nos viéramos obligados a reinventar las coordenadas básicas de nuestro modo de vida.
Parece que incluso hoy, siglos después de la llegada del hombre blanco, los nativos americanos (los «indios») todavía no han conseguido adaptarse de manera estable a un nuevo modo de vida. Una cosa está clara: si se diera una alteración de ese calibre, la soberanía nacional tendría que redefinirse radicalmente, y habría que inventar nuevos niveles de cooperación global.
¿Y qué decir de los inmensos cambios en la economía y el consumo debidos a los nuevos climas, a la escasez de agua y de fuentes energéticas?
Europa tendrá que reafirmar su pleno compromiso con proporcionar medios que aseguren la supervivencia digna de los refugiados. En este punto no podemos ceder: las grandes migraciones son nuestro futuro, y la única alternativa a ese compromiso es una renovada barbarie (lo que algunos denominan el «choque de civilizaciones»).
No obstante, la tarea más difícil e importante es emprender un cambio económico radical que elimine las condiciones que crean refugiados. La causa fundamental de la existencia de refugiados es el capitalismo global actual en sí mismo y sus juegos geopolíticos, y si no lo transformamos de manera radical, a los refugiados de África se les unirán pronto inmigrantes de Grecia y otros países europeos.
Cuando yo era joven, el intento organizado de regular el bien común se llamaba comunismo. Quizá deberíamos reinventarlo. No es suficiente con permanecer fieles a la Idea Comunista: hay que encontrar en la realidad histórica antagonismos que conviertan esta Idea en una urgencia práctica.
La única cuestión verdadera hoy en día es la siguiente: ¿hemos de respaldar la aceptación del capitalismo como un hecho de la naturaleza (humana), o acaso el capitalismo global actual contiene antagonismos lo bastante fuertes para impedir su reproducción indefinida?
De hecho, se dan cuatro antagonismos: la
inminente amenaza de la catástrofe ecológica, el fracaso cada vez más
evidente de la propiedad privada para integrar en su funcionamiento la
así llamada «propiedad intelectual», las implicaciones socioéticas de
los nuevos descubrimientos tecnocientíficos (sobre todo en el campo de
la biogenética), y, no menos importante, y como se ha mencionado antes,
las nuevas formas de apartheid, los nuevos muros y los nuevos suburbios.
Existe una diferencia cualitativa entre el último punto, la brecha que separa a los Excluidos de los Incluidos, y los otros tres, que designan el dominio de lo que Michael Hardt y Toni Negrí denominan «bien común», la sustancia compartida de nuestro ser social, cuya privatización es un acto violento al que habría que resistirse con todos los medios a nuestro alcance, incluso violentos en caso de que sea necesario.
Existe una diferencia cualitativa entre el último punto, la brecha que separa a los Excluidos de los Incluidos, y los otros tres, que designan el dominio de lo que Michael Hardt y Toni Negrí denominan «bien común», la sustancia compartida de nuestro ser social, cuya privatización es un acto violento al que habría que resistirse con todos los medios a nuestro alcance, incluso violentos en caso de que sea necesario.
Estos dominios Son:
-el bien común de la cultura, las formas inmediatamente socializadas de capital «cognitivo», sobre todo el lenguaje, nuestro medio de comunicación y educación, pero también la infraestructura compartida de transportes públicos, electricidad, correos, etc. (Sí a Bill Gates se le hubiera concedido el monopolio, habríamos llegado a la absurda situación en la que un individuo privado habría poseído literalmente el software de nuestra red básica de comunicación.)
-el bien común de la naturaleza exterior, amenazada por la polución y la explotación (desde el petróleo a los bosques y el propio hábitat natural).
-el bien común de la naturaleza interior (la herencia biogenética de la humanidad). Con la nueva tecnología biogenética, la creación de un Hombre Nuevo, en el sentido literal de cambiar la naturaleza humana, se convierte en una perspectiva realista.
Lo que todas las luchas para defender estos bienes comunes comparten es la Conciencia del potencial destructivo que podría liberarse si se permite que la lógica capitalista de privatizar estos bienes comunes campe a sus anchas, quizá hasta el punto de la autodestrucción de la propia humanidad.
Es esta referencia a los «bienes comunes» lo que justifica la resurrección de la idea del comunismo: nos permite ver la progresiva «privatización» de los bienes comunes como un proceso de proletarización de aquellos que quedan excluidos de su propia sustancia.
No obstante, los bienes comunes también se pueden devolver a la colectividad humana sin comunismo, en un régimen autoritario-comunitario. Al sujeto, desustanciado, «desarraigado», privado de su contenido sustancial, se le puede guiar en la dirección del comunitarismo, de encontrar su lugar adecuado en una nueva comunidad sustancial.
No hay nada más «privado» que una comunidad estatal que percibe a los Excluidos como una amenaza y procura mantenerlos a la distancia adecuada. En otras palabras, en la serie de cuatro antagonismos, el que se da entre los Incluidos y los Excluidos es el fundamental: sin él, todos los demás pierden su carga subversiva.
La ecología se convierte en un problema de desarrollo sostenible, la propiedad intelectual, en un reto legal complejo, la biogenética, en un tema ético. Uno puede luchar sinceramente por la ecología, defender una idea más amplia de la propiedad intelectual, oponerse al Copyright de los genes, sin enfrentarse al antagonismo existente entre los Incluidos y los Excluidos, e incluso se podría formular alguna de estas luchas afirmando que los Incluidos se ven amenazados por la contaminación de los Excluidos.
Pero de este modo no llegamos a ninguna auténtica universalidad, sólo tenemos intereses «privados» en el sentido kantiano del término.
Corporaciones como Whole Foods y Starbucks siguien disfrutando del favor de los liberales aun cuando ambas participen en actividades antisindicalistas.
El truco es que venden productos con un aire progresista: consumimos café hecho con granos comprados a precio de comercio justo, conducimos vehículos híbridos, compramos a empresas que proporcionan un buen beneficio a sus clientes (según los propios criterios de la corporación), etc.
En resumen, sin antagonismo entre los Incluidos y los Excluidos podríamos encontrarnos perfectamente en un mundo en el que Bill Gates sea la figura humanitaria más importante que luche contra la pobreza y las enfermedades, y Rupert Murdoch el mayor ecologista, capaz de movilizar a centenares de millones a través de su imperio mediático.
Llegados a este punto, los refugiados -aquellos de Fuera que quieren entrar en el Interior- son la prueba de otro bien común en peligro: el bien común de la propia humanidad amenazada por el capitalismo global, que genera nuevos Muros y otras formas de apartheid.
-el bien común de la cultura, las formas inmediatamente socializadas de capital «cognitivo», sobre todo el lenguaje, nuestro medio de comunicación y educación, pero también la infraestructura compartida de transportes públicos, electricidad, correos, etc. (Sí a Bill Gates se le hubiera concedido el monopolio, habríamos llegado a la absurda situación en la que un individuo privado habría poseído literalmente el software de nuestra red básica de comunicación.)
-el bien común de la naturaleza exterior, amenazada por la polución y la explotación (desde el petróleo a los bosques y el propio hábitat natural).
-el bien común de la naturaleza interior (la herencia biogenética de la humanidad). Con la nueva tecnología biogenética, la creación de un Hombre Nuevo, en el sentido literal de cambiar la naturaleza humana, se convierte en una perspectiva realista.
Lo que todas las luchas para defender estos bienes comunes comparten es la Conciencia del potencial destructivo que podría liberarse si se permite que la lógica capitalista de privatizar estos bienes comunes campe a sus anchas, quizá hasta el punto de la autodestrucción de la propia humanidad.
Es esta referencia a los «bienes comunes» lo que justifica la resurrección de la idea del comunismo: nos permite ver la progresiva «privatización» de los bienes comunes como un proceso de proletarización de aquellos que quedan excluidos de su propia sustancia.
No obstante, los bienes comunes también se pueden devolver a la colectividad humana sin comunismo, en un régimen autoritario-comunitario. Al sujeto, desustanciado, «desarraigado», privado de su contenido sustancial, se le puede guiar en la dirección del comunitarismo, de encontrar su lugar adecuado en una nueva comunidad sustancial.
No hay nada más «privado» que una comunidad estatal que percibe a los Excluidos como una amenaza y procura mantenerlos a la distancia adecuada. En otras palabras, en la serie de cuatro antagonismos, el que se da entre los Incluidos y los Excluidos es el fundamental: sin él, todos los demás pierden su carga subversiva.
La ecología se convierte en un problema de desarrollo sostenible, la propiedad intelectual, en un reto legal complejo, la biogenética, en un tema ético. Uno puede luchar sinceramente por la ecología, defender una idea más amplia de la propiedad intelectual, oponerse al Copyright de los genes, sin enfrentarse al antagonismo existente entre los Incluidos y los Excluidos, e incluso se podría formular alguna de estas luchas afirmando que los Incluidos se ven amenazados por la contaminación de los Excluidos.
Pero de este modo no llegamos a ninguna auténtica universalidad, sólo tenemos intereses «privados» en el sentido kantiano del término.
Corporaciones como Whole Foods y Starbucks siguien disfrutando del favor de los liberales aun cuando ambas participen en actividades antisindicalistas.
El truco es que venden productos con un aire progresista: consumimos café hecho con granos comprados a precio de comercio justo, conducimos vehículos híbridos, compramos a empresas que proporcionan un buen beneficio a sus clientes (según los propios criterios de la corporación), etc.
En resumen, sin antagonismo entre los Incluidos y los Excluidos podríamos encontrarnos perfectamente en un mundo en el que Bill Gates sea la figura humanitaria más importante que luche contra la pobreza y las enfermedades, y Rupert Murdoch el mayor ecologista, capaz de movilizar a centenares de millones a través de su imperio mediático.
Llegados a este punto, los refugiados -aquellos de Fuera que quieren entrar en el Interior- son la prueba de otro bien común en peligro: el bien común de la propia humanidad amenazada por el capitalismo global, que genera nuevos Muros y otras formas de apartheid.
Sólo el cuarto antagonismo, la
referencia a los Excluidos,
justifica el término «comunismo»; los tres primeros se refieren, de
hecho, a cuestiones de supervivencia de la humanidad (económica,
antropológica e incluso física), mientras que el cuarto es, en
definitiva, una cuestión de justicia.
¿Quién se pondrá al frente de esta tarea? ¿Quién será el agente de la recuperación de los bienes comunes? Sólo existe una respuesta correcta para los intelectuales izquierdistas que esperan con ansia la llegada de un nuevo agente revolucionario, y es un antiguo dicho hopi con un maravilloso giro dialéctico hegeliano de la sustancia al sujeto: «Nosotros somos aquellos a los que estábamos esperando.» (Este dicho es una versión del lema de Gandhi: «Sé tú mismo el cambio que quieres ver en el mundo.»)
Esperar que otro haga el trabajo por nosotros es una manera de racionalizar nuestra inactividad. Sin embargo, la trampa que hay que evitar es la perversa autoinstrumentalización: «nosotros somos aquellos a los que estábamos esperando» no significa que tengamos que descubrir que somos el agente predestinado por el destino (la necesidad histórica) para llevar a cabo la tarea.
Significa, por el contrario, que no existe ningún Gran Otro que nos saque las castañas del fuego. Contrariamente al marxismo clásico, en el que «la historia está de nuestro lado» (el proletariado lleva a cabo una tarea predestinada de emancipación universal), en la constelación actual el Gran Otro está contra nosotros: abandonado a sí mismo, el impulso interno de nuestro desarrollo histórico conduce a la catástrofe, al Apocalipsis.
Lo único que puede prevenir la catástrofe es el puro voluntarismo, es decir, nuestra libre decisión de actuar contra la necesidad histórica. En cierto modo, ya fueron los bolcheviques quienes, al final de la guerra civil de 1921, se encontraron en una encrucijada parecida.
Dos años antes de su muerte, cuando quedó claro que la revolución no se extendería a toda Europa y que la idea de construir el socialismo en un solo país era absurda, Lenin escribió:
¿Y si una situación absolutamente sin salida que, por lo mismo, decuplicaba las fuerzas de los obreros y los campesinos, nos brindaba la posibilidad de pasar de distinta manera que en todos los demás países del Occidente de Europa a la creación de las premisas fundamentales de la civilización?”
Giorgio Agamben observó que «el pensamiento es el valor de la desesperanza», o una intuición que resulta especialmente pertinente en nuestro momento histórico, cuando incluso los diagnósticos más pesimistas acostumbran a terminar aludiendo a alguna esperanzadora versión de la proverbial luz al final del túnel.
El auténtico valor no consiste en imaginar una alternativa, sino en aceptar las consecuencias del hecho de que no hay ninguna alternativa claramente perceptible.
El sueño de una alternativa es señal de cobardía teórica: funciona como un fetiche que nos impide reflexionar a fondo sobre el punto muerto de la situación en que nos encontramos.
En resumen, la postura realmente valiente consiste en admitir que es probable que la luz al final del túnel sea la de un tren que se acerca en dirección contraria.
¿No es ésta la disyuntiva en que se encuentra el Gobierno de Evo Morales en Bolivia, o el (ahora depuesto) Gobierno de Aristide en Haití, o el Gobierno maoísta del Nepal, o el Gobierno de Syriza en Grecia? Su situación carece «objetivamente» de salida: la corriente de la historia va básicamente en contra suya, no pueden confiar en ninguna «tendencia objetiva» que los empuje, y todo lo que pueden hacer es improvisar, hacer lo que puedan en una situación desesperada.
Y sin embargo, ¿no les concede eso una libertad única? Uno siente la tentación de aplicar aquí la antigua distinción entre «libertad de» y «libertad para»: ¿acaso el verse libres de la Historia (con sus leyes y tendencias objetivas) no alimenta su libertad para experimentar de manera creativa? En su actividad, sólo pueden confiar en la voluntad colectiva de sus partidarios.
A lo mejor ésta es, a largo plazo, nuestra única solución. ¿Es todo esto una utopía? A lo mejor, quién sabe. De hecho, es incluso posible que así sea. Los últimos sucesos caóticos en Europa, la mezcla medio trágica y medio cómica de declaraciones de impotencia y comportamiento caótico y egoísta por parte de los miembros de la Unión Europea, la incapacidad de imponer un mínimo de acción coordinada, demuestran no sólo el fracaso de la Unión Europea, sino que también suponen una amenaza para su supervivencia.
El contrapunto izquierdista a esta confusión es una idea que sostienen en secreto muchos izquierdistas radicales decepcionados, una repetición más blanda de la decisión de optar por el terror en el periodo posterior al movimiento de Mayo del 68: la descabellada idea de que sólo una catástrofe radical (preferiblemente ecológica) puede despertar de su letargo a grandes multitudes y dar así un nuevo ímpetu a la emancipación radical.
La última versión de esta idea se relaciona con los refugiados: sólo la afluencia de un número realmente considerable de refugiados (y su decepción, pues es evidente que Europa no será capaz de satisfacer sus expectativas) puede revitalizar a la izquierda radical europea.
A mí esta línea de pensamiento me parece obscena. A pesar del hecho de que un suceso así seguramente daría un gran impulso a la brutalidad antiin migración, el aspecto realmente delirante de esta idea es el proyecto de llenar el vacío de los proletarios radicales ausentes importándolos del extranjero, para que la revolución llegue mediante un agente revolucionario importado.
¿Quién se pondrá al frente de esta tarea? ¿Quién será el agente de la recuperación de los bienes comunes? Sólo existe una respuesta correcta para los intelectuales izquierdistas que esperan con ansia la llegada de un nuevo agente revolucionario, y es un antiguo dicho hopi con un maravilloso giro dialéctico hegeliano de la sustancia al sujeto: «Nosotros somos aquellos a los que estábamos esperando.» (Este dicho es una versión del lema de Gandhi: «Sé tú mismo el cambio que quieres ver en el mundo.»)
Esperar que otro haga el trabajo por nosotros es una manera de racionalizar nuestra inactividad. Sin embargo, la trampa que hay que evitar es la perversa autoinstrumentalización: «nosotros somos aquellos a los que estábamos esperando» no significa que tengamos que descubrir que somos el agente predestinado por el destino (la necesidad histórica) para llevar a cabo la tarea.
Significa, por el contrario, que no existe ningún Gran Otro que nos saque las castañas del fuego. Contrariamente al marxismo clásico, en el que «la historia está de nuestro lado» (el proletariado lleva a cabo una tarea predestinada de emancipación universal), en la constelación actual el Gran Otro está contra nosotros: abandonado a sí mismo, el impulso interno de nuestro desarrollo histórico conduce a la catástrofe, al Apocalipsis.
Lo único que puede prevenir la catástrofe es el puro voluntarismo, es decir, nuestra libre decisión de actuar contra la necesidad histórica. En cierto modo, ya fueron los bolcheviques quienes, al final de la guerra civil de 1921, se encontraron en una encrucijada parecida.
Dos años antes de su muerte, cuando quedó claro que la revolución no se extendería a toda Europa y que la idea de construir el socialismo en un solo país era absurda, Lenin escribió:
¿Y si una situación absolutamente sin salida que, por lo mismo, decuplicaba las fuerzas de los obreros y los campesinos, nos brindaba la posibilidad de pasar de distinta manera que en todos los demás países del Occidente de Europa a la creación de las premisas fundamentales de la civilización?”
Giorgio Agamben observó que «el pensamiento es el valor de la desesperanza», o una intuición que resulta especialmente pertinente en nuestro momento histórico, cuando incluso los diagnósticos más pesimistas acostumbran a terminar aludiendo a alguna esperanzadora versión de la proverbial luz al final del túnel.
El auténtico valor no consiste en imaginar una alternativa, sino en aceptar las consecuencias del hecho de que no hay ninguna alternativa claramente perceptible.
El sueño de una alternativa es señal de cobardía teórica: funciona como un fetiche que nos impide reflexionar a fondo sobre el punto muerto de la situación en que nos encontramos.
En resumen, la postura realmente valiente consiste en admitir que es probable que la luz al final del túnel sea la de un tren que se acerca en dirección contraria.
¿No es ésta la disyuntiva en que se encuentra el Gobierno de Evo Morales en Bolivia, o el (ahora depuesto) Gobierno de Aristide en Haití, o el Gobierno maoísta del Nepal, o el Gobierno de Syriza en Grecia? Su situación carece «objetivamente» de salida: la corriente de la historia va básicamente en contra suya, no pueden confiar en ninguna «tendencia objetiva» que los empuje, y todo lo que pueden hacer es improvisar, hacer lo que puedan en una situación desesperada.
Y sin embargo, ¿no les concede eso una libertad única? Uno siente la tentación de aplicar aquí la antigua distinción entre «libertad de» y «libertad para»: ¿acaso el verse libres de la Historia (con sus leyes y tendencias objetivas) no alimenta su libertad para experimentar de manera creativa? En su actividad, sólo pueden confiar en la voluntad colectiva de sus partidarios.
A lo mejor ésta es, a largo plazo, nuestra única solución. ¿Es todo esto una utopía? A lo mejor, quién sabe. De hecho, es incluso posible que así sea. Los últimos sucesos caóticos en Europa, la mezcla medio trágica y medio cómica de declaraciones de impotencia y comportamiento caótico y egoísta por parte de los miembros de la Unión Europea, la incapacidad de imponer un mínimo de acción coordinada, demuestran no sólo el fracaso de la Unión Europea, sino que también suponen una amenaza para su supervivencia.
El contrapunto izquierdista a esta confusión es una idea que sostienen en secreto muchos izquierdistas radicales decepcionados, una repetición más blanda de la decisión de optar por el terror en el periodo posterior al movimiento de Mayo del 68: la descabellada idea de que sólo una catástrofe radical (preferiblemente ecológica) puede despertar de su letargo a grandes multitudes y dar así un nuevo ímpetu a la emancipación radical.
La última versión de esta idea se relaciona con los refugiados: sólo la afluencia de un número realmente considerable de refugiados (y su decepción, pues es evidente que Europa no será capaz de satisfacer sus expectativas) puede revitalizar a la izquierda radical europea.
A mí esta línea de pensamiento me parece obscena. A pesar del hecho de que un suceso así seguramente daría un gran impulso a la brutalidad antiin migración, el aspecto realmente delirante de esta idea es el proyecto de llenar el vacío de los proletarios radicales ausentes importándolos del extranjero, para que la revolución llegue mediante un agente revolucionario importado.
Durante la primera mitad de 2015, el temor a los movimientos radicales emancipadores (Syriza, Podemos) recorrió Europa, mientras que en la segunda mitad la atención se desplazó hacia la cuestión «humanitaria» de los refugiados: un desplazamiento mediante el que la lucha de clases fue literalmente reprimida y reemplazada por la cuestión liberal-cultural de la tolerancia y la solidaridad.
Con los asesinatos terroristas de París del viernes 13 de noviembre, incluso esta cuestión (que al menos todavía implica importantes motivos socioeconómicos) ha quedado eclipsada por la simple oposición de todas las fuerzas democráticas, atrapadas en una guerra implacable con las fuerzas del terror, y es fácil imaginar lo que seguirá: una búsqueda paranoica de agentes del ISIS entre los refugiados (...)"
(Slavoj Zizek: La nueva lucha de clases. Los refugiados y el terror. Ed. Anagrama, Barna, 2016, págs. 112-125)
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