"(...) También
plantean una cuestión mucho más poderosa: la incompatibilidad de la
idea de Prójimo con la misma dimensión de universalidad. La resistencia a
la universalidad procede de la dimensión inhumana del Prójimo.
La universalidad humanista que está condenada al fracaso es la universalidad de semejantes que se reconocen a sí mismos en los demás, es decir, que «saben» que independientemente de nuestras preferencias políticas y religiosas somos todos iguales y compartimos los mismos miedos y pasiones.
La misma estrategia de la «humanización» ideológica (en la dirección del dicho proverbial «Errar es humano») es un componente clave de la (auto) presentación ideológica de las Fuerzas de Defensa de Israel: a los medios de comunicación israelíes les encanta hacer hincapié en las imperfecciones y traumas psíquicos de los soldados israelíes, a los que no presentan como perfectas máquinas militares ni como héroes sobrehumanos, sino como gente corriente que, atrapada en los traumas de la Historia y la guerra, cometen errores y se extravían, como cualquier persona normal.
Por ejemplo, cuando en enero de 2003 las Fuerzas de Defensa de Israel demolieron la casa de la familia de un sospechoso de «terrorismo», lo hicieron con una acentuada amabilidad, e incluso ayudaron a la familia a sacar los muebles antes de destruir la casa con un bulldozer.
Un poco antes la prensa israelí ya había relatado un incidente parecido: mientras un soldado israelí registraba una casa palestina en busca de sospechosos, la madre de la familia llamó a la hija por su nombre a fin de calmarla, y el sorprendido soldado descubrió que la muchacha asustada se llamaba igual que su propia hija; en un arrebato sentimental, sacó la cartera y le mostró la foto de la niña a la madre palestina.
Es fácil descubrir la falsedad de ese gesto de empatía: la idea de que, a pesar de las diferencias políticas, todos somos seres humanos con los mismos anhelos y preocupaciones neutraliza el impacto de lo que está haciendo en realidad el soldado en ese momento.
Por tanto, lo que debería haber contestado la madre palestina era: «Si de verdad eres un ser humano como yo, ¿por qué estás haciendo esto?» El soldado sólo habría podido refugiarse en un deber cosificado («No me gusta, pero es mi deber»), evitando así la asunción subjetiva de su deber.
El mensaje de dicha humanización consiste en recalcar la brecha existente entre la realidad compleja de la persona y el papel que tiene que desempeñar en contra de su auténtica naturaleza: «En mi familia, no llevamos el Ejército en la sangre», como afirma uno de los soldados entrevistados en la película de Claude Lanzmann TSahal, que se sorprende al verse convertido en un oficial de carrera.
¿Significa esto que nos vemos limitados al relativismo cultural, que no existe una dimensión humana universal? No, pero esta dimensión universal hay que buscarla más allá de la simpatía y la comprensión, más allá del nivel de «todos somos humanos»: a otro nivel, uno que debería designarse precisamente como el del Prójimo inhumano.
Ilustremos este punto clave con un ejemplo (quizá) inesperado. (...)
¿Quiénes son los «odiosos ocho» en la película del mismo título de Quentin Tarantino?Todos los miembros del grupo-racistas blancos y el soldado negro de la Unión, hombres y mujeres, agentes de la ley y delincuentes— son igualmente malvados, brutales y vengativos.
El momento más incómodo de la película ocurre cuando el agente de la ley negro (interpretado por el fabuloso Samuel L. Jackson) le narra en detalle y con evidente placer a un viejo general confederado, responsable de la muerte de muchos negros, cómo mató a su hijo: tras obligarlo a avanzar desnudo bajo una temperatura glacial, Jackson le promete al hombre, aterido de frío, que le conseguirá una manta con que cubrirse si le hace una felación; cuando el otro termina, Jackson reniega de su promesa y lo deja morir.
Así pues, en la lucha contra el racismo no hay nadie que sea bueno; todos participan en ella con la mayor brutalidad. ¿Y acaso la lección que hay que extraer de los recientes ataques sexuales de Colonia no es increíblemente parecida a la lección de la película?
Aun cuando (la mayoría de) los refugiados son de hecho víctimas que huyen de sus países en la ruina, ello no impide que algunos actúen de manera despreciable.
Solemos olvidar que el sufrimiento no ofrece ninguna redención: ser una víctima en lo más bajo de la escala social no te otorga ninguna voz privilegiada de moralidad y justicia, como hemos visto antes en el ejemplo de Ruth Klüger.
Pero esta visión general no es suficiente: hay que observar de cerca la situación que dio lugar al incidente de Colonia. En su análisis del panorama global después de los atentados de París, o Alain Badiou distingue tres tipos predominantes de subjetividad en el capitalismo global de hoy en día: el sujeto liberal-democrático de clase media «civilizado» occidental; los que, fuera de Occidente, están poseídos por el «deseo de Occidente / le désir d'Occident», y pretenden desesperadamente imitar el estilo de vida «civilizado» de las clases medias occidentales; y los nihilistas fascistas, cuya envidia de Occidente se convierte en un odio mortal y autodestructivo.
Badiou deja claro que lo que los medios de comunicación denominan la «radicalización» de los musulmanes es una fascistización pura y simple: este fascismo es el anverso del frustrado deseo de Occidente, y se organiza de manera más o menos militar siguiendo el modelo flexible de un grupo mafioso y con variables matices ideológicos, en los que el lugar ocupado por la religión es puramente formal (47).
En su (por lo demás sobresaliente) análisis de la lógica que sostiene los ataques terroristas del ISIS, JeanClaude Milner rechaza que se les tache de fascistas: «La palabra “fascismo” siempre se menciona en relación con la masacre del 9 de enero. Nada parece más fuera de lugar. La religión no juega ningún papel decisivo en el fascismo.»
En este caso concreto, sin embargo, Badiou acierta al aplicar el término tanto al terror fundamentalista cristiano como al musulmán. Su argumento es que la religión no es un factor decisivo en el caso del ISIS; sólo sirve como medio para la expresión pervertida de una envidia y un odio de clase no reconocidos: el fascismo se alimenta precisamente de esa frustración.
La ideología de la clase media occidental posee dos rasgos opuestos: muestra una arrogante creencia en la superioridad de sus valores (los derechos humanos y las libertades universales), y al mismo tiempo está obsesionada con el miedo a que sus limitados dominios se vean invadidos por los miles de millones de personas que están fuera y que no cuentan en el capitalismo global, puesto que ni producen mercancías ni las consumen.
El miedo de los miembros de esta clase media es el de acabar formando parte de las filas de los excluidos. La expresión más clara de este «deseo de Occidente» la representan los refugiados inmigrantes: Su deseo no es revolucionario, y consiste tan sólo en abandonar su arrasado hábitat e integrarse en la tierra prometida del Occidente desarrollado.
(Los que se quedan en su país intentan crear tristes copias de la prosperidad occidental, como son las partes «modernizadas» de cualquier metrópolis del Tercer Mundo, ya sea en Luanda, Lagos, etc., donde encontramos cafés al estilo italiano, Centros comerciales, etc.)
Pero ya que la gran mayoría de los aspirantes no pueden satisfacer este deseo, una de las opciones que les queda es la inversión nihilista: la frustración y la envidia se radicalizan hasta convertirse en un odio cruel y autodestructivo hacia Occidente, y la gente se entrega a una venganza violenta.
La universalidad humanista que está condenada al fracaso es la universalidad de semejantes que se reconocen a sí mismos en los demás, es decir, que «saben» que independientemente de nuestras preferencias políticas y religiosas somos todos iguales y compartimos los mismos miedos y pasiones.
La misma estrategia de la «humanización» ideológica (en la dirección del dicho proverbial «Errar es humano») es un componente clave de la (auto) presentación ideológica de las Fuerzas de Defensa de Israel: a los medios de comunicación israelíes les encanta hacer hincapié en las imperfecciones y traumas psíquicos de los soldados israelíes, a los que no presentan como perfectas máquinas militares ni como héroes sobrehumanos, sino como gente corriente que, atrapada en los traumas de la Historia y la guerra, cometen errores y se extravían, como cualquier persona normal.
Por ejemplo, cuando en enero de 2003 las Fuerzas de Defensa de Israel demolieron la casa de la familia de un sospechoso de «terrorismo», lo hicieron con una acentuada amabilidad, e incluso ayudaron a la familia a sacar los muebles antes de destruir la casa con un bulldozer.
Un poco antes la prensa israelí ya había relatado un incidente parecido: mientras un soldado israelí registraba una casa palestina en busca de sospechosos, la madre de la familia llamó a la hija por su nombre a fin de calmarla, y el sorprendido soldado descubrió que la muchacha asustada se llamaba igual que su propia hija; en un arrebato sentimental, sacó la cartera y le mostró la foto de la niña a la madre palestina.
Es fácil descubrir la falsedad de ese gesto de empatía: la idea de que, a pesar de las diferencias políticas, todos somos seres humanos con los mismos anhelos y preocupaciones neutraliza el impacto de lo que está haciendo en realidad el soldado en ese momento.
Por tanto, lo que debería haber contestado la madre palestina era: «Si de verdad eres un ser humano como yo, ¿por qué estás haciendo esto?» El soldado sólo habría podido refugiarse en un deber cosificado («No me gusta, pero es mi deber»), evitando así la asunción subjetiva de su deber.
El mensaje de dicha humanización consiste en recalcar la brecha existente entre la realidad compleja de la persona y el papel que tiene que desempeñar en contra de su auténtica naturaleza: «En mi familia, no llevamos el Ejército en la sangre», como afirma uno de los soldados entrevistados en la película de Claude Lanzmann TSahal, que se sorprende al verse convertido en un oficial de carrera.
¿Significa esto que nos vemos limitados al relativismo cultural, que no existe una dimensión humana universal? No, pero esta dimensión universal hay que buscarla más allá de la simpatía y la comprensión, más allá del nivel de «todos somos humanos»: a otro nivel, uno que debería designarse precisamente como el del Prójimo inhumano.
Ilustremos este punto clave con un ejemplo (quizá) inesperado. (...)
¿Quiénes son los «odiosos ocho» en la película del mismo título de Quentin Tarantino?Todos los miembros del grupo-racistas blancos y el soldado negro de la Unión, hombres y mujeres, agentes de la ley y delincuentes— son igualmente malvados, brutales y vengativos.
El momento más incómodo de la película ocurre cuando el agente de la ley negro (interpretado por el fabuloso Samuel L. Jackson) le narra en detalle y con evidente placer a un viejo general confederado, responsable de la muerte de muchos negros, cómo mató a su hijo: tras obligarlo a avanzar desnudo bajo una temperatura glacial, Jackson le promete al hombre, aterido de frío, que le conseguirá una manta con que cubrirse si le hace una felación; cuando el otro termina, Jackson reniega de su promesa y lo deja morir.
Así pues, en la lucha contra el racismo no hay nadie que sea bueno; todos participan en ella con la mayor brutalidad. ¿Y acaso la lección que hay que extraer de los recientes ataques sexuales de Colonia no es increíblemente parecida a la lección de la película?
Aun cuando (la mayoría de) los refugiados son de hecho víctimas que huyen de sus países en la ruina, ello no impide que algunos actúen de manera despreciable.
Solemos olvidar que el sufrimiento no ofrece ninguna redención: ser una víctima en lo más bajo de la escala social no te otorga ninguna voz privilegiada de moralidad y justicia, como hemos visto antes en el ejemplo de Ruth Klüger.
Pero esta visión general no es suficiente: hay que observar de cerca la situación que dio lugar al incidente de Colonia. En su análisis del panorama global después de los atentados de París, o Alain Badiou distingue tres tipos predominantes de subjetividad en el capitalismo global de hoy en día: el sujeto liberal-democrático de clase media «civilizado» occidental; los que, fuera de Occidente, están poseídos por el «deseo de Occidente / le désir d'Occident», y pretenden desesperadamente imitar el estilo de vida «civilizado» de las clases medias occidentales; y los nihilistas fascistas, cuya envidia de Occidente se convierte en un odio mortal y autodestructivo.
Badiou deja claro que lo que los medios de comunicación denominan la «radicalización» de los musulmanes es una fascistización pura y simple: este fascismo es el anverso del frustrado deseo de Occidente, y se organiza de manera más o menos militar siguiendo el modelo flexible de un grupo mafioso y con variables matices ideológicos, en los que el lugar ocupado por la religión es puramente formal (47).
En su (por lo demás sobresaliente) análisis de la lógica que sostiene los ataques terroristas del ISIS, JeanClaude Milner rechaza que se les tache de fascistas: «La palabra “fascismo” siempre se menciona en relación con la masacre del 9 de enero. Nada parece más fuera de lugar. La religión no juega ningún papel decisivo en el fascismo.»
En este caso concreto, sin embargo, Badiou acierta al aplicar el término tanto al terror fundamentalista cristiano como al musulmán. Su argumento es que la religión no es un factor decisivo en el caso del ISIS; sólo sirve como medio para la expresión pervertida de una envidia y un odio de clase no reconocidos: el fascismo se alimenta precisamente de esa frustración.
La ideología de la clase media occidental posee dos rasgos opuestos: muestra una arrogante creencia en la superioridad de sus valores (los derechos humanos y las libertades universales), y al mismo tiempo está obsesionada con el miedo a que sus limitados dominios se vean invadidos por los miles de millones de personas que están fuera y que no cuentan en el capitalismo global, puesto que ni producen mercancías ni las consumen.
El miedo de los miembros de esta clase media es el de acabar formando parte de las filas de los excluidos. La expresión más clara de este «deseo de Occidente» la representan los refugiados inmigrantes: Su deseo no es revolucionario, y consiste tan sólo en abandonar su arrasado hábitat e integrarse en la tierra prometida del Occidente desarrollado.
(Los que se quedan en su país intentan crear tristes copias de la prosperidad occidental, como son las partes «modernizadas» de cualquier metrópolis del Tercer Mundo, ya sea en Luanda, Lagos, etc., donde encontramos cafés al estilo italiano, Centros comerciales, etc.)
Pero ya que la gran mayoría de los aspirantes no pueden satisfacer este deseo, una de las opciones que les queda es la inversión nihilista: la frustración y la envidia se radicalizan hasta convertirse en un odio cruel y autodestructivo hacia Occidente, y la gente se entrega a una venganza violenta.
Badiou afirma que esta violencia es una pura
expresión de la pulsión de muerte, una violencia que sólo puede culminar
en actos de (auto) destrucción orgiástica, sin ninguna concepción seria
de una sociedad alternativa.
Badiou tiene razón al recalcar que no existe ningún potencial emancipador en la violencia fundamentalista, por muy anticapitalista que afirme ser: se trata de un fenómeno estrictamente inherente al universo global capitalista, su «fantasma oculto» (43).
El hecho básico del fascismo fundamentalista es la envidia. El fundamentalismo permanece arraigado en el deseo de Occidente gracias al mismísimo odio que siente hacia Occidente. Aquí nos enfrentamos a la inversión habitual del deseo frustrado que se convierte en agresividad, descrita por el psicoanálisis; el islam simplemente proporciona la forma para fundamentar este odio (auto) destructivo.
El potencial destructor de la envidia es la base de la distinción de Rousseau, muy conocida pero sin embargo no explotada del todo, entre egotismo, amour-de-soi (el amor natural a uno mismo) y el amourpropre, cuando no nos centramos en alcanzar una meta, sino en destruir el obstáculo que nos impide lograrla, y de manera perversa nos preferimos a nosotros que a los demás:
Las pasiones primitivas -que buscan directamente nuestra felicidad, nos hacen relacionarnos sólo con objetos que tienen que ver con ellas, y cuyo principio es tan sólo el amour-de-soi-son en esencia agradables y benévolas; sin embargo, cuando algún obstáculo las desvía de su objeto, se ocupan más de intentar deshacer se de ese obstáculo que el objeto que intentan alcanzar, cambian su naturaleza y se convierten en irascibles y odiosas.
Así es como el amour-de-soi, que es un sentimiento noble y absoluto, se convierte en amourpropre, es decir, un sentimiento relativo mediante el cual uno se compara consigo mismo, un sentimiento que exige preferencias, cuyo goce es puramente negativo y que no se esfuerza en encontrar satisfacción en nuestro propio bienestar; sino en la desdicha de los deημιά.
Así pues, una persona malvada no es un egotista, «que piensa sólo en su propio interés». Un auténtico egotista está demasiado ocupado procurando su propio bien para tener tiempo de causar mal a los demás.
El vicio primordial de una mala persona es precisamente que le preocupan más los demás que él mismo, Rousseau está describiendo un mecanismo libidinal preciso: la permuta que genera el desplazamiento de la inversión libidinal del objeto al obstáculo mismo.
Esto se podría aplicar a la violencia fundamentalista, ya sean los atentados de Oklahoma o el 11-S. En ambos casos, nos enfrentamos a un odio puro y simple: la destrucción del obstáculo -el Edificio Federal de Oklahoma, las Torres Gemelas- era lo que importaba realmente, no alcanzar la noble meta de una sociedad de veras cristiana o musulmana.”
Esa fascistización puede ejercer cierto atractivo sobre la juventud inmigrante frustrada, que no encuentra su lugar en las Sociedades occidentales ni un futuro con el que identificarse. La fascistización les ofrece una manera fácil de dar salida a sus frustra ciones: una vida de riesgo y aventura disfrazada de dedicación religiosa sacrificial, además de placeres materiales (sexo, coches, armas).
No deberíamos olvidar que el Estado Islámico es también una gran empresa comercial mafiosa que vende petróleo, estatuas antiguas, algodón, armas y mujeres esclavizadas, «una mezcla de propuestas enormemente heroicas y de corrupción occidental a través del consumo» .
No hace falta decir que no todo terrorista fundamentalista entra dentro de la categoría del nihilismo autodestructivo. Por ejemplo, hay documentos recién descubiertos del ISIS que indican algunas de las razones que impulsaron los atentados de París: lo que podría parecernos un motivo en contra-los atentados sin duda causarían problemas a los millones de musulmanes que viven en Francia- podría ser una razón a favor.
Es decir: lo que el ISIS quiere alcanzar es la eliminación, en la medida de lo posible, de los «musulmanes occidentales moderados», y radicalizarlos, creando así las condiciones de una guerra civil abierta. Y también deberíamos observar que este objetivo se solapa en gran medida con el objetivo de los racistas antiinmigración: ambos quieren un absoluto e inequívoco «choque de civilizaciones».
Sin embargo, ese mismo producto final se alcanza de manera indirecta: mediante la autodestrucción nihilista.”
También se da el caso de que esta violencia fundamentalista-fascista no es más que una de las muchas variantes de la violencia propia del capitalismo global: desde las catastróficas consecuencias de la economía globalizada a la larga historia de la intervención militar occidental. (...)"
(Slavoj Zizek: La nueva lucha de clases. Los refugiados y el terror. Ed. Anagrama, Barna, 2016, págs. 88-89, 96-101)
Badiou tiene razón al recalcar que no existe ningún potencial emancipador en la violencia fundamentalista, por muy anticapitalista que afirme ser: se trata de un fenómeno estrictamente inherente al universo global capitalista, su «fantasma oculto» (43).
El hecho básico del fascismo fundamentalista es la envidia. El fundamentalismo permanece arraigado en el deseo de Occidente gracias al mismísimo odio que siente hacia Occidente. Aquí nos enfrentamos a la inversión habitual del deseo frustrado que se convierte en agresividad, descrita por el psicoanálisis; el islam simplemente proporciona la forma para fundamentar este odio (auto) destructivo.
El potencial destructor de la envidia es la base de la distinción de Rousseau, muy conocida pero sin embargo no explotada del todo, entre egotismo, amour-de-soi (el amor natural a uno mismo) y el amourpropre, cuando no nos centramos en alcanzar una meta, sino en destruir el obstáculo que nos impide lograrla, y de manera perversa nos preferimos a nosotros que a los demás:
Las pasiones primitivas -que buscan directamente nuestra felicidad, nos hacen relacionarnos sólo con objetos que tienen que ver con ellas, y cuyo principio es tan sólo el amour-de-soi-son en esencia agradables y benévolas; sin embargo, cuando algún obstáculo las desvía de su objeto, se ocupan más de intentar deshacer se de ese obstáculo que el objeto que intentan alcanzar, cambian su naturaleza y se convierten en irascibles y odiosas.
Así es como el amour-de-soi, que es un sentimiento noble y absoluto, se convierte en amourpropre, es decir, un sentimiento relativo mediante el cual uno se compara consigo mismo, un sentimiento que exige preferencias, cuyo goce es puramente negativo y que no se esfuerza en encontrar satisfacción en nuestro propio bienestar; sino en la desdicha de los deημιά.
Así pues, una persona malvada no es un egotista, «que piensa sólo en su propio interés». Un auténtico egotista está demasiado ocupado procurando su propio bien para tener tiempo de causar mal a los demás.
El vicio primordial de una mala persona es precisamente que le preocupan más los demás que él mismo, Rousseau está describiendo un mecanismo libidinal preciso: la permuta que genera el desplazamiento de la inversión libidinal del objeto al obstáculo mismo.
Esto se podría aplicar a la violencia fundamentalista, ya sean los atentados de Oklahoma o el 11-S. En ambos casos, nos enfrentamos a un odio puro y simple: la destrucción del obstáculo -el Edificio Federal de Oklahoma, las Torres Gemelas- era lo que importaba realmente, no alcanzar la noble meta de una sociedad de veras cristiana o musulmana.”
Esa fascistización puede ejercer cierto atractivo sobre la juventud inmigrante frustrada, que no encuentra su lugar en las Sociedades occidentales ni un futuro con el que identificarse. La fascistización les ofrece una manera fácil de dar salida a sus frustra ciones: una vida de riesgo y aventura disfrazada de dedicación religiosa sacrificial, además de placeres materiales (sexo, coches, armas).
No deberíamos olvidar que el Estado Islámico es también una gran empresa comercial mafiosa que vende petróleo, estatuas antiguas, algodón, armas y mujeres esclavizadas, «una mezcla de propuestas enormemente heroicas y de corrupción occidental a través del consumo» .
No hace falta decir que no todo terrorista fundamentalista entra dentro de la categoría del nihilismo autodestructivo. Por ejemplo, hay documentos recién descubiertos del ISIS que indican algunas de las razones que impulsaron los atentados de París: lo que podría parecernos un motivo en contra-los atentados sin duda causarían problemas a los millones de musulmanes que viven en Francia- podría ser una razón a favor.
Es decir: lo que el ISIS quiere alcanzar es la eliminación, en la medida de lo posible, de los «musulmanes occidentales moderados», y radicalizarlos, creando así las condiciones de una guerra civil abierta. Y también deberíamos observar que este objetivo se solapa en gran medida con el objetivo de los racistas antiinmigración: ambos quieren un absoluto e inequívoco «choque de civilizaciones».
Sin embargo, ese mismo producto final se alcanza de manera indirecta: mediante la autodestrucción nihilista.”
También se da el caso de que esta violencia fundamentalista-fascista no es más que una de las muchas variantes de la violencia propia del capitalismo global: desde las catastróficas consecuencias de la economía globalizada a la larga historia de la intervención militar occidental. (...)"
(Slavoj Zizek: La nueva lucha de clases. Los refugiados y el terror. Ed. Anagrama, Barna, 2016, págs. 88-89, 96-101)
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