"Una tarde de invierno de 1972, el sociólogo
Jean-Pierre Garnier recibió una llamada del Elíseo. El presidente
Georges Pompidou le invitaba a comer para charlar, algo bien extraño
teniendo en cuenta que Garnier era un marxista y Pompidou, como Macron,
un liberal exejecutivo de la Banca Rothschild.
La cita fue en un
restaurante de la rive gauche. En un reservado del segundo
piso, con la escolta presidencial tomando el piso de abajo. Pompidou
quería escuchar la tesis de Garnier sobre el mayo del 68.
Garnier era discípulo del filósofo marxista Michel
Clouscard (1918-2009), un crítico acérrimo de Louis Althusser muy hostil
al estructuralismo. Para Clouscard, el 68 había sido una contrarrevolución liberal-libertaria
encaminada a ocultar la lucha de clases detrás de las cuestiones de
género e identidad.
Un movimiento que expresaba el ascenso de un nuevo
estrato “ilustrado” que, en coalición con la moderna burguesía
tecnocrática representada por Pompidou acabaría desplazando del poder a
la coalición difusa de resistentes burgueses-conservadores y comunistas
que gobernó bajo De Gaulle los “treinta gloriosos” y que había dado
lugar al programa del Consejo Nacional de la Resistencia de marzo de
1944, un programa que hoy sería tachado de “izquierda radical”.
Según Clouscard había sido la alianza de aquellas dos Francias la que había dado lugar a la excepción francesa.
El 68 la destronaría en beneficio de un nuevo orden de capas medias con
desarrollo del sector servicios, de la capa ilustrada y eclosión de la
sociedad de consumo.
Todo había empezado con el Plan Marshall, decía
Clouscard, con la entrada de la ideología made in USA por la
vía del consumo, el entretenimiento, la música y el cine, destinado a
diluir en la posguerra el poder de los partidos comunistas en países
como Francia e Italia, con apoyos del 20% y el 30%, respectivamente.
Países con comunistas armados tras su papel en la resistencia y
conviviendo con burguesías debilitadas y desprestigiadas por su
colaboracionismo.
Música binaria de repetición (rock) matando al jazz, la música popular más sabia; la música pop, que es lo mismo en todos lados, como lo contrario de la música popular; la cultura de masas
como lo opuesto a la cultura popular, fabricada desde arriba para el
consumo de las clases populares con miras a apuntalar el conformismo,
una sociedad permisiva hacia el consumidor y represiva hacia el
productor en la que todo está permitido pero nada es posible.
En el 68, Pompidou era primer ministro de De Gaulle.
Le explicó a Garnier que el general quería apelar al ejército para
desalojar la Sorbonne. Con ese objeto, el 30 de mayo De Gaulle había
tanteado al General Jacques Massu, comandante en jefe de las tropas
franceses en Alemania en una visita relámpago que le hizo a su cuartel
general en Baden-Baden.
Pompidou se oponía a toda intervención del
ejército. En la comida con Garnier de 1972 el entonces ya presidente
escuchó con atención la tesis de Garnier de que reemplazar la lucha de
clases por “el combate de los hombres contra las mujeres, los negros
contra los blancos, los jóvenes contra los viejos, los hutus contra los
tutsi y los corsos contra los franceses” era algo mucho más conveniente
para el capital.
“La nueva capa ilustrada quedaba fuera del poder y en
mayo de 1968 reclamaba su lugar. Los más excitados crean partidos de
extrema izquierda, grupúsculos trotskistas, maoístas, anarquistas y se
meten con el gobierno y la V República, los más radicales hasta con el
propio capitalismo”, explicaba Garnier.
“Cuando les hablé de la
irresistible ascensión de la pequeña burguesía intelectual, me dijeron
'es el mismo análisis que hicimos nosotros cuando había que decidir si
teníamos que desalojar la Sorbonne por el ejército'”.
Pompidou y sus
fontaneros tecnócratas explicaron a De Gaulle que aquello no sería una
solución realista, que todos aquellos excitados que enarbolaban banderas
rojas, hoces y martillos y retratos del Che eran "la futura élite de
nuestro país y que no debía dispararse sobre nuestra futura élite….”
Contemplando nuestro actual panorama definitivamente
americanizado, en el que todo parece reducirse a género e identidad, con
lo social y lo económico tan eclipsado pese a los retrocesos en curso y
el avance en explotación, ese balance da que pensar.
Tiene razón Josep Fontana cuando observa que “todos
los movimientos iniciados en aquel año acabaron en el fracaso: el
intento de establecer un socialismo de rostro humano en Praga,
los movimientos estudiantiles en Alemania, Italia, Francia y Polonia,
las protestas contra la guerra de Vietnam en Estados Unidos…”.
De todos
ellos, el más trágico fracaso –porque era el más consistente– me parece
el de Praga. Si el bloque del Este (socialismo + dictadura) hubiera
disminuido su segundo componente logrando hacerse más atractivo, habría
creado serios problemas a su síntesis adversaria en Europa (capitalismo +
democracia). Al lado de las simplezas sobre la playa bajo los adoquines, aquello habría sido algo más que poesía.
Respecto al peligro de que las ideas liberadoras de
los estudiantes prendieran en movimientos sociales de masas, rápidamente
se encontraron maneras de conjurarlas. Una de ellas fue la violencia.
El asesinato de sus líderes, Martin Luther King y Robert Kennedy en
Estados Unidos, el atentado que eliminó a Rudi Dutschke en Alemania, así
como la aparición de toda una serie de sospechosos “grupos armados”
fuertemente infiltrados, si no propiciados desde el principio por la
policía (la tesis sugerida por Boby Baumann, fundador del menos
demencial de ellos, el Movimiento 2 de junio), particularmente en Alemania (Fracción del Ejército Rojo) e Italia (Brigadas Rojas).
En todos esos países el sistema se comió el 68 juvenil
(nunca en el mundo la mayoría de la población había sido tan joven)
mientras la sociedad de consumo se frotaba las manos ante la aparición
de la juventud como grupo social independiente, lo que hizo el agosto en
ramas enteras de la industria; discografía, higiene, moda, cosmética…
Como explica Hobsbawm, el resultado general de toda aquella “revolución
cultural” fue el triunfo de lo individual sobre lo social.
Al mismo tiempo, por más que en la conmemoración del 68 el establishment
mediático francés haya puesto por delante toda la ambigüedad de aquella
“revolución de las costumbres”, no hay que olvidar lo que se ha querido
ocultar con ello: la mayor huelga general de la historia de Francia,
que paralizó el país y obligó al gobierno y al empresariado a negociar
con el resultado de un incremento del 30% del salario mínimo, un aumento
salarial general del 10%, acuerdo interprofesional sobre la seguridad
en el empleo, sobre formación profesional, cuatro semanas de vacaciones
pagadas, subvenciones de maternidad, límites a la duración máxima del
trabajo, prejubilaciones con el 70% del salario, derecho de los
emigrantes a participar en las elecciones profesionales, prohibición del
trabajo clandestino, refuerzo del subsidio de paro, derecho a la
actividad sindical en la empresa…. Mucho de todo eso está siendo
destruido ahora por Macron.
Como ha explicado Thomas Guénolé, insistiendo en la
“revolución de las costumbres” se oculta la lección básica de todo
aquello: si mañana nuestras élites dejan de trabajar, no pasa nada, se
puede cambiar de élite. En cambio, si la mayoría social, si el pueblo,
deja de trabajar y se pone en huelga, una huelga masiva y general, las
élites no pueden cambiar de pueblo, así que tienen que negociar y
aceptar lo que se les exige. " (Rafael Poch, CTXT, 16/05/18)
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