"Los debates entre Trabajo Garantizado (TG) y Renta Básica (RB) se han
sucedido en los últimos años, en franca pugna por convertirse en la
piedra angular del proyecto político progresista.
Mientras la RB goza de
mayor popularidad dentro de la tradición izquierdista más libertaria,
el TG triunfa mayoritariamente entre la izquierda más clásica
socialista-socialdemócrata. De esta manera, la RB fue popularizada en
los primeros programas de Podemos, mientras Izquierda Unida apostaba
claramente por un programa de TG.
Quizá por los mayores vínculos con el
progresismo de corte más libertario, desde la economía ecológica y, en
general, el ecologismo político, ha habido una inclinación mayor hacia
la RB (aunque esto quizá tan solo sea una intuición personal). En los
últimos años, incluso algunos experimentos de RB han sido ya ensayados
en Suiza o en Finlandia
y, en el contexto de la –supuesta- creciente robotización que depararía
el futuro próximo, también disfruta de buen predicamento en algunos
ámbitos de la familia liberal.
Por su parte, el TG está ganando enteros
sobre todo en el mundo anglosajón, concretamente entre los seguidores
Demócratas de Bernie Sanders en EEUU y en el Labour Party de Jeremy
Corbin en Reino Unido. No se trata aquí de discutir cuál de las dos
opciones es la ideal, ya habido suficientes y sonados debates
confrontando ambas propuestas. No importa; ni siquiera me atrevería a
poner todos los huevos en la misma cesta, desechando la otra opción por
completo.
Fundamentalmente, el TG consiste en convertir el
derecho al trabajo en un derecho fundamental que pueda ser exigido por
cualquier ciudadano/a ante las instituciones. La idea subyacente es que
el desempleo sería una decisión política, pues puede corregirse si
existe voluntad y se destinan los recursos necesarios.
En principio, los
puestos creados por el TG no tendrían por qué sustituir lo que ya
existen previamente en el sector privado y público tradicional, ni
conlleva necesariamente la nacionalización de sectores económicos,
aunque quepa la posibilidad. Se trataría de una política contracíclica,
de tal manera que los empleos generados en la fase recesiva puedan ir
reincorporándose al mercado de trabajo tradicional (ya sea público o
privado) a medida que la economía se adentre en una nueva fase
expansiva.
Los puestos creados serían remunerados a un salario inferior
al de mercado, pero suficientemente alto como para aumentar la posición
negociadora del trabajador/a, que dejaría de estar abandonado a elegir
entre el desempleo y un empleo a toda costa. Muchos dilemas de tipo
moral (¿el resultado final no es similar al de la RB pero otorgando esta
última una mayor libertad individual?), económico (¿cómo se financia
esto?, ¿no generará inflación?) y político (¿acaso no se trata de
emanciparnos del trabajo asalariado?) surgen en torno a esta propuesta.
Ya desde una óptica que ponga en el centro la urgencia del reto
climático, también es inevitable la comparación con el productivismo del
New Deal y la ola Keynesiana que desencadenó la “edad de oro del
capitalismo”.
Estos resabios productivistas son difícilmente aceptables
desde la economía ecológica y no digamos ya entre los partidarios del
decrecimiento o el estado estacionario (steady-state).
Aunque para mí esta ha sido siempre una de las principales razones para
no abrazar el TG, creo que hay motivos suficientes para abrir el melón y
plantear algunos debates.
En primer lugar, en los planteamientos de la economía
del bienestar, tan cercana a la órbita de la economía ecológica y
feminista, se aboga por métodos cualitativos como la felicidad subjetiva
como baremo del bienestar de una sociedad. Por ejemplo, se encuentra
que a partir de determinado umbral –ampliamente superado por los países
de capitalismo avanzado- incrementos en el PIBpc no suponen mejoras en
la felicidad de la población.
Entre los factores más determinantes
encontrados en los estudios relacionados con la felicidad, se encuentra
la obtención de un empleo de calidad por diversos factores psicológicos y
de integración social. Por lo tanto, a priori y, más allá de
consideraciones ulteriores, la consecución del pleno empleo parece una
política deseable y perfectamente aceptable desde una cosmovisión no
productivista.
Siendo esto así, el logro del pleno empleo ha sido visto
tradicionalmente en los manuales de política económica como un objetivo
al que se llega mediante vías indirectas: a través de una legislación
laboral más favorable a la creación de empleo, agencias públicas de
formación y colocación y, por último, la estrella: el crecimiento
económico.
La primera de ellas ha conducido, en la oleada regresiva que
lleva desarrollándose al menos desde los 80 y de la que no podemos
sustraernos, a sucesivas reformas encaminadas a erosionar la capacidad
negociadora de los trabajadores y abaratando los costes de despido,
derivando en peores salarios y condiciones laborales.
La segunda parece
comúnmente aceptada su utilidad para reducir el paro friccional, pero no
una política realmente útil alcanzar el pleno empleo por sí misma.
Finalmente, el crecimiento económico no solo está ligado con impactos
medioambientales que –de acuerdo con abundante evidencia empírica- no
presentan visos de desacoplarse, sino que como tristemente muestra el
caso de España, además ofrece unos resultados más bien pobres en
términos de creación neta de empleo, por no mencionar sus nulos efectos
–en el mejor de los casos- sobre el bienestar y la reducción de la
desigualdad. Sin embargo, el TG es una política finalista que logra su
objetivo de manera inmediata, por su propia naturaleza.
El pleno empleo
se alcanzaría así de manera directa, sin necesidad de recurrir a vías
indirectas y de dudosa efectividad.
El TG también puede integrarse a una visión puramente
antiproductivista o post-crecimiento por otras razones. Por ejemplo,
Blake Alcott (2013)[1] plantea que así podríamos liberarnos de los enfoques del crecimiento verde (Green-Growth)
como que la inversión en la instalación de nuevas infraestructuras
renovables crearía más empleo que el que se destruiría en las industrias
de extracción fósil.
Siendo este argumento probablemente cierto, ignora
los límites biofísicos de las renovables para sustituir toda la energía
fósil que consumimos, lo que deriva lógicamente en la necesidad de un
descenso en el consumo energético más que en un mero reverdecimiento del
mix energético que mantenga o incluso trate de aumentar la cantidad de
energía que consumimos.
El mismo autor señala que una de las críticas
vertidas sobre el TG, la posible caída de la productividad debida a una
extrema seguridad en el empleo “no debería ser un problema para el
decrecentismo”.
Aquí añadiría, abundando en el argumento anterior en
relación a la necesidad de un descenso energético, que el TG permitiría
destinar recursos a la puesta en marcha de trabajos remunerados en
sectores de baja productividad pero alto valor social y ambiental que
redunden en un mayor bienestar –toda vez que el crecimiento económico no
parece ser muy efectivo en esta tarea. Sin entrar en colisión con la
provisión de estos servicios desde el sector público tradicional –no se
trataría de sustituir funcionarios por trabajadores peor remunerados-,
los servicios educativos, de salud, bienestar personal, trabajo social,
recuperación medioambiental y cuidados en general son perfectamente
compatibles con este perfil.
Del mismo modo, debe exigirse que el
programa de TG sea diseñado de la manera más democrática y
descentralizada posible. Así, la propuesta, lejos de guiarse por un
intervencionismo centralizado de arriba abajo y alejado de la
ciudadanía, debería articularse en torno a la participación ciudadana y
la colaboración entre los distintos niveles administrativos, dando un
peso muy importante a los municipios frente a la administración regional
y central –cuyo papel sería el de hacer coherente la implementación del
programa de acuerdo con los objetivos predeterminados.
En definitiva, esto no ha sido una defensa cerrada del
TG, ni mucho menos frente a la RB. Al contrario, en el peor de los
casos, considero necesaria la complementación de ambas políticas sin
renunciar a sus respectivas potencialidades.
También es crucial señalar
que puede (y debe) complementarse con políticas reducción de la jornada
laboral, con lo que no es solo compatible, sino absolutamente
complementario. Son muchas las dificultades y dudas que pueden generarse
en torno a ambas propuestas, pero va más allá del ámbito de este
artículo tratar de darlas respuesta.
Más bien, se trata de abrir puertas
y ventanas en la conformación de un programa amplio para las fuerzas
del progresismo. A pesar de la poco disimulada deriva autoritaria y
ultraconservadora de la sociedad –en parte por el fracaso de las
izquierdas en plantear una respuesta sólida a la debacle del régimen
neoliberal post-Gran Recesión en el marco de la UE- podemos estar a las
puertas de conformar una batería coherente de políticas que cambie el
rumbo de los vientos.
Trabajo Garantizado, Renta Básica, la reducción de
la jornada laboral, el foco en la reducción de la desigualdad y una
transición a una economía ecológica y feminista pueden ser las bases de
la recuperación de un proyecto progresista que ilusione a las próximas
generaciones.
[1]Alcott,
B., 2013. Should degrowth embrace the Job Guarantee? J. Clean. Prod.,
Degrowth: From Theory to Practice 38, 56–60.
https://doi.org/10.1016/j.jclepro.2011.06.007"
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