8/10/18

En los momentos de crisis sociales muy acentuadas, cuando el sistema político se ve cuestionado y el orden simbólico se resquebraja, entonces la demagogia se refuerza echando mano de mitificaciones, además de los propios prejuicios, que igualmente tienen anclaje en el imaginario colectivo...

"Es una constante tentación simplificar los trazos con los que construimos nuestra imagen de la realidad para que ésta nos sea más manejable. 

La complejidad del mundo en el que estamos supone, al abordarla en el mismo análisis, una carga pesada que tratamos de aliviar como sea y así diseñar mapas teóricos que, aunque sean falsos, nos ayuden a pensar que nos orientamos en la realidad y, con ello, nos clarificamos en cuanto a qué hacer. (...)

De esa manera, en política, fallan las estrategias construidas con esa ley del menor esfuerzo que no da de sí más que tacticismos alicortos.  La demagogia cuenta entre sus características precisamente con la elusión de la complejidad. 

La verborrea demagógica no se complica la vida con matices y echa mano de la brocha gorda para trazar el marco de un discurso –si cabe llamarlo así- encaminado a halagar al auditorio, a la vez que se busca activar sus emociones para encaminar esas pasiones que, con tal acompañamiento, no pueden ser sino bajas.  (...)

Cuando la democracia moderna se puso en marcha volvió a toparse con la demagogia como práctica que la distorsiona, con la ayuda de elaboraciones ideológicas más sofisticadas. Los mecanismos ideológicos se instalan en la sociedad, condicionando la vida política con sutiles formas de encubrimiento de la realidad que, en esas variantes más extremas de las mismas, dan lugar a nuevas mitificaciones que se vuelven artefactos potentes para construir discursos simplistas con fuerte carga emocional.

 Es constatable cómo en los momentos de crisis sociales muy acentuadas, cuando el sistema político se ve cuestionado y el orden simbólico se resquebraja, entonces la demagogia se refuerza echando mano de mitificaciones construidas como reverso, además, de los propios prejuicios, que igualmente tienen anclaje en el imaginario colectivo.   (...)

La crisis social provocada por una economía que no remontaba y el sentimiento colectivo de humillación nacional por el Tratado de Versalles fueron generando el caldo de cultivo en el que el nazismo acabaría germinando hasta hacerse con toda la sociedad alemana como sistema totalitario. 

Conocemos las consecuencias, como sabemos de las del fascismo en Italia –podemos sumar a ello el anticipo que supuso, en cuanto a la II Guerra, el acoso y derribo al que se sometió la II República española–. 

Mucho se ha dicho y escrito acerca de cómo todo ello fue posible. Si ahora no es el momento de detenernos en recoger apreciaciones más detalladas, aunque fuera en balance apresurado, sí es pertinente recordar cómo en el periodo de entreguerras se echó mano, por parte de los movimientos totalitarios en ciernes, de las mitificaciones nacionales e incluso raciales –acentuando el reverso del prejuicio respecto al excluido como extraño, el otro diferente, el judío como chivo expiatorio–.

 Sobre tales mitos se construyó ese discurso movilizador que puso el objetivo de su desbocada demagogia en generar en las masas emociones conducentes a una ciega adhesión al líder mesiánico, por ejemplo.

 A la vez, para dejar atrás las reservas racionales que supusieran objeciones a tan funestos desvaríos se nutría la exaltación de un irracionalismo que se esgrimía como soporte de los valores fundamentales de “la tierra y la sangre”.

 Valga como referencia emblemática al respecto la obra de Oswald Spengler con título que facilitó que alcanzara la condición de best seller de la época: La decadencia de Occidente. Su influjo fue fortísimo y a ese clímax cultural no se sustrajeron pensadores de primer nivel, como fue el caso de Martin Heidegger. (...)

Lo que se ha llamado el caso Heidegger es paradigmático acerca de cómo mentes de una potencia intelectual descollante pueden sucumbir ante los cantos de sirena de la llamada de “la tierra y la sangre”, o del pueblo y la patria, o de la raza y el nuevo Reich.   (...)

Si pasamos ahora de los años veinte y treinta del siglo pasado a esta segunda década del XXI observamos que la tentación irracionalista de nuevo se hace presente. Eso ocurre, ciertamente, en un contexto distinto, por lo que toca a Europa en el contexto de sociedades con democracias más institucionalizadas –aunque no por ello aseguradas ante el empuje de lo que cabe denominar las diversas formas de neofascismo-, en marcos culturales en los que ya no entra una estetización de la política como la que acompañó a los fascismos de otrora, pero en los que sí se abre paso, dado el cinismo imperante, la perversa dinámica de lo que se ha llamado posverdad: mentira socialmente organizada, políticamente inducida, mediática y digitalmente producida, de manera que sabiendo que la verdad  no interesa, todo recae sobre la construcción de relatos, incorporando cuantas falsas noticias hagan falta, para que las multitudes individualistas castigadas por la crisis se aglutinen en virtud de la demagogia de los populismos del momento.  (...)

Resulta escandaloso oír decir desde posiciones supuestamente de izquierda que no está el horno para razones y que lo que ahora procede es activar emociones. Por ese camino no hay discurso emancipador y solidario que se pueda sostener y compartir tras objetivos de justicia. 

 La razón democrática de una conciencia republicana que, en aras de la libertad y por mor de la igualdad, busque salidas por la izquierda, ha de ser razón espoleada por esa pasión política que cuenta con la inteligencia suficiente para saber que ciertas propuestas, emocionalmente muy cargadas, no conducen sino a falsas vías de escape. "                    

(José Antonio Pérez Tapias  , catedrático en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada, CTXT, 01/10/18)

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