" Acabo de descubrir maravillado que Ivan Illich, el filósofo itinerante
muerto en 2002, conocido en los años 70 por su radicales críticas a la
cultura del automóvil y a la institución médica, fue sobre todo un
riguroso historiador y un brillante teólogo heterodoxo.
(...) la parábola del buen samaritano (Lucas, 10, 25-37), una historia que,
seamos cristianos o no, forma parte de nuestro arsenal rutinario de
buenos ejemplos moralizantes. Conocemos el relato: un hombre es robado,
golpeado y abandonado medio muerto en una zanja. Pasa primero un
sacerdote, luego un levita y ni uno ni otro se detienen a socorrerlo.
Por fin pasa un samaritano –una especie de gitano o de palestino de la
época– y, contra toda lógica, se compadece del herido y acude en su
auxilio.
Pues bien, hay dos cosas que a Ivan Illich no le gustan de la
interpretación tradicional de esta historia. La primera tiene que ver
con la tendencia a censurar a los dos viandantes indiferentes; o, mejor
dicho, con el olvido del marco de recepción original de la historia.
Los
oyentes de Jesús –dice Illich– no se escandalizaban ante la actitud del
sacerdote y el levita, que cumplían con las reglas de solidaridad
propias de su pertenencia sectaria y tribal; se escandalizaban más bien
con el gesto incoherente, inesperado y, si se quiere, socialmente
subversivo del buen samaritano: ¡un apestado que presta ayuda a alguien
que no es de su familia!
La segunda objeción de Illich a la interpretación moral de la
parábola atañe a su relación con el deber o con “los principios”. La
historia –dice– no propone una “regla de conducta” o un “ejemplo de
cumplimiento de una obligación ética”. Jesús, afirma Illich, no estaba
respondiendo a la pregunta “¿cómo debemos comportarnos con nuestro
prójimo?” sino a esta otra mucho más decisiva: “¿quién es mi prójimo?”. Y
la respuesta es: cualquiera que yo decida, con independencia de que
forme parte o no de mi mismo grupo o etnia.
Para Illich esta libertad
arbitraria de atender a la llamada de un extraño tiene dos
implicaciones. La primera es que este “deber” ni deriva de –ni solicita–
una norma. “Tiene un telos”, dice el teólogo, “va dirigido a un alguien, a algún cuerpo
(“some body”)”. La segunda implicación, ahora trágica, es que “con la
creación de este nuevo tipo de existencia” se abre también la
posibilidad de su negación o rechazo. Esto es a lo que Illich llama
“pecado”: la infidelidad a este telos concreto de creación amorosa.
Esta “fractura de amor” pone fin, digamos, al “antiguo régimen” y
sitúa al ser humano –siempre en la versión de Illich– en el umbral nuevo
de un verdadero mal, y ello precisamente porque por primera vez la
humanidad ha vislumbrado, y tocado con las manos, el verdadero bien: lo
peor es –insiste Illich– la corrupción de lo mejor.
Un sacerdote judío o
un levita de hace 2000 años –o un griego de hace 2.500– podían ignorar
la llamada de un cuerpo concreto sin violar con ello el mandato de su
tribu y sin incurrir, por tanto, en “pecado”. Tras el mensaje de Cristo
mantenerse atado a ese mandato, mientras el prójimo concreto nos llama
desde una zanja, es el absoluto mal.
Más grave aún: mantenerse atado a
una norma cualquiera, incluso a un principio de intervención moral
universal, anticipa el comienzo del mal, pues cualquier norma es ya una
infidelidad amorosa a esa libertad de responder a “la invitación de ver
el rostro de Cristo en todo aquel a quien yo elijo”.
Cuando la Iglesia
sustituye esta “libre elección individual” por instituciones de caridad
que prestan “servicios” impersonales a los “necesitados” –que por eso
mismo se vuelven “necesitados”– los cristianos se olvidan de reservar un
lecho y una ración de pan en sus casas para la visita nocturna de un
desconocido. Y desaparece así, apenas en embrión, la sociedad cristiana.
Y aparece así, ya en embrión, la sociedad capitalista. Eso dice
–resumo– Ivan Illich.
No es que Illich no comprenda el impulso de la institucionalización
de los cuidados, pero ve en su hechura un riesgo casi inevitable de
“perversión” asociada al distanciamiento creciente, burocrático y
tecnológico, de los cuerpos vivos y concretos. “Anarquista” a la manera
de Simone Weil, muy atento al proceso histórico en virtud del cual el
amor de entrada se instrumentaliza y luego se sistematiza, Illich
sostiene que la condición de todo este mal es la irrupción del bien; y
que “no hubiera podido ponerse el universo en manos de los hombres”,
donde corre peligro, si no lo “hubiéramos puesto previamente en las
manos de Dios”.
Primero se lo dimos a Dios –en un acto que para Illich
abre ese doble umbral de telos amoroso y de pecado mortal–,
luego se lo quitamos para dárselo a los Hombres. ¿Y ahora? Ahora, añado
yo, se lo hemos quitado a los Hombres, pero ¿para dárselo a quién? A
esta pregunta no podrá ya responder el teólogo croata, aunque sus
reflexiones, antes de morir, sobre la transición de la herramienta al
sistema (que le plagié sin saberlo en algunos de mis libros) apuntan en
una dirección apocalíptica.
Me quedo, en todo caso, con su interpretación del gesto escandaloso del
samaritano: con esta libertad radical de elegir a mi prójimo con
independencia de mis filiaciones familiares y de mis afiliaciones
étnicas y culturales. Para Illich esa es la verdadera novedad del
cristianismo de Jesús, que convierte cada cuerpo en un cualquiera
concreto que interpela mi propio cuerpo.
Es muy bonito y creo que en
parte tiene razón. Ese gesto inesperado del buen samaritano (y en todas
partes puede haber uno, ateo, budista, judío o musulmán) abre en la
historia una vía posible contra las solidaridades tribales y sus
agnosias selectivas. Hay otra vía, sin embargo, que Illich prefiere
soslayar. La abrió cuatro siglos antes Sócrates en plena guerra del
Peloponeso, durante una de esas asambleas en las que los atenienses
decidían democráticamente qué era lo más útil o conveniente (symphero)
para su propia polis, si matar y esclavizar a los enemigos vencidos o
perdonarles la vida.
En torno a los cautivos de Mitilene (427 a. de C.),
por ejemplo, Cleon y Diodoto discutirán de manera ardiente y pedirán el
voto de los ciudadanos –respectivamente– en favor del castigo y de la
clemencia apelando ambos al concepto de “utilidad” (la piedad –eleo–
es, dice Cleón, el mayor peligro para un imperio, casi tanto como las
largas deliberaciones). Pues bien, en una de esas asambleas Sócrates,
viejo hoplita cansado, levanta la mano y genera un escándalo muy
parecido al del buen samaritano con una declaración inesperada que abre
de pronto una ventana a otro mundo: no se trata de saber –dice– qué es
más conveniente para los atenienses sino más justo (dikaion)
para los humanos.
Carlos Fernández Liria ha explicado del modo más
brillante esta brecha histórica abierta por el hachazo de Sócrates –a la
espera del hachazo del amor de Jesús– en el momento en que el filósofo
reclama en voz alta la necesidad de tratarse a uno mismo al margen del
propio grupo tribal, la propia familia y la propia etnia; en el momento
en que expone la posibilidad de pensar en los otros como si no hubiera
caracteres ni razas ni naciones; en el momento en que señala la superior
“utilidad” de actuar como si ni “nosotros” ni “ellos” fuéramos griegos o
romanos o judíos o gallegos. Nadie puede tener la menor duda de que la
condena a muerte de Sócrates es la consecuencia directa de esta
escandalosa pretensión.
Así que la vía del amor y la de los principios convergen en el mismo horizonte: el de cualquiera.
Cualquiera puede ser mi prójimo, dice el amor, a condición de que se
responda a su llamada. Cualquiera puede ser juez, dice la justicia, a
condición de no escuchar la voz de los compatriotas. El cualquiera
amoroso es libre porque podría libremente pecar contra esa llamada.
El
cualquiera socrático es libre porque elige libremente renunciar a la
propia felicidad. Estas dos vías (la piedad, eleo, y la justicia, diké),
a veces paralelas e incluso pugnaces, han luchado durante siglos contra
los tiranos y sus pre-juicios y están en el origen –digámoslo
tajantemente– de todos los “progresos” humanos, homeopáticos y
vacilantes, que ha incorporado Europa, en los últimos 2.500 años, a su
Derecho y a su sensibilidad.
Nuestro “sentido común” contiene, entre
otros sedimentos y gangas, restos de los dos impulsos; de otra manera
todo avance democrático quedaría inhabilitado para siempre. La vía del
amor va de Jesús a San Francisco a John Brown a Simone Weil; a todos
esos desconocidos no judíos que, empujados por la “moral de simpatía”
(Todorov), se subieron a los trenes de la muerte, asumiendo como una ley
física el destino de los campos de concentración. La vía de los
principios va de Sócrates a Kant a Dietrich Bonhoeffer a Luther King; a
todos esos desconocidos que han defendido sus principios al margen de
las consecuencias y sin prevaricar a partir de los rostros concretos,
bellos o menos, de los agraviados.
Las dos vías son peligrosas, es verdad, porque están siempre a punto
de pervertirse en un mundo dominado por la lucha de clases, las
identidades étnicas y el consumismo “soltero”. El amor, como dice
Illich, cristaliza en la institución de la Iglesia, que desde el siglo
IV criminaliza, persigue y trata de eliminar el pecado de la
infidelidad.
Esa es la paradoja que otro teólogo anticapitalista, Franz
Hinkelammert, ha llamado la “no sacrificialidad antisacrificial” del
cristianismo: no sólo los cuidados se vuelven impersonales y
desencarnados sino que, además, ahora está permitido matar a los que no
aman. La obra de la conquista de América, no lo olvidemos, se hizo en
nombre del amor de Cristo.
En los últimos años se han dirigido a la izquierda algunas críticas muy
bien fundadas, tanto a su elitismo obrerista como a su elitismo
cosmopolita. Yo mismo vengo defendiendo desde hace años, frente a ese
doble elitismo, un “conservadurismo antropológico” orientado sobre todo a
salvar los vínculos –el cara a cara del amor, según Illich– del
naufragio del capitalismo soltero. En esta tarea he leído, entre otros,
con interés polemista, a Michea, a Benoist, a Fusaro, a los que no hay
que meter en un mismo saco, salvo porque los tres reprochan con dureza a
la izquierda este abandono de la decencia o sentido común, que han
entregado a la derecha. Estoy completamente de acuerdo en esta denuncia,
a condición de añadir enseguida una objeción selectiva.
El problema es
que Benoist y, sobre todo, Fusaro reducen esa decencia común al malestar
de los oyentes enfadados de Jesús y de Sócrates, a su irritación
justamente reaccionaria, a la defensa de las palabras antiguas (cuando
aún conocíamos su significado), a la solidaridad étnica e identitaria,
olvidando que Eleo y Diké forman también parte de nuestra tradición;
forman también parte de nuestra identidad europea.
El problema, sin
duda, es que la izquierda ha abandonado a la gente común; pero el
problema mayor es que la ha abandonado en manos de la derecha, que
desprecia el amor a los desconocidos como “buenista” y la fidelidad a
los principios como “cosmopolita”. Pero el amor a los desconocidos es
civilización; y la fidelidad a los principios es Derecho.
La civilización y el derecho forman parte también, sí, de esa tradición,
alojada en la decencia común de nuestros antepasados, que hay que
conservar. Contra el elitismo obrerista, contra el elitismo cosmopolita,
pero también contra el elitismo anti-élites de los intelectuales
anti-izquierdistas, la izquierda debe encontrar ese lugar del “pueblo”
donde se reúnen el amor según Illich, los principios de Sócrates y el
sentido común general europeo. ¿No existe ese lugar? Existe. Es un barco
que se llama Sea Watch 3. Existe.
Lo representa una persona concreta de
nombre Carola Rackete, capitana del barco, quien hace unos días
declaró: “He podido frecuentar tres universidades, soy blanca, alemana,
nacida en un país rico y con el pasaporte adecuado. Cuando me di cuenta
sentí una necesidad moral: ayudar a quien no tenía las mismas
oportunidades”.
No se me ocurre mejor manera de definir a una persona
conservadora; ni de justificar mejor una decisión difícil en nombre de
una tradición. Es el viejo amor según Illich: Rackete eligió libremente
sus prójimos en el rostro de cuarenta náufragos desconocidos, al margen
de sus respectivas “tribus” y culturas. Es también la ética según
Sócrates: decidió libremente aplicar el principio de que siempre es
preferible sufrir una injusticia que cometerla.
No nos confundamos: esto es una guerra de tradiciones y de
conservadurismos; y la disputa de un sentido común en estado de “guerra
civil”. No se puede abandonar el sentido común en manos de la
ultraderecha porque la ultraderecha escogerá siempre, junto a bastidores
tangibles compartidos, los peores materiales de desecho. Salvini, que
exhibe sin cesar su superioridad europea y que no deja de reivindicar la
“raíz judeo-cristiana” de Europa, desprecia a Jesús y a Sócrates, los
dos pilares de nuestra cultura.
Lo mismo el provocativo Diego Fusaro,
autor de algunos brillantes batiburrillos, cuya indecencia incomún ha
llegado al extremo de justificar la detención de la capitana del Sea
Watch con este tuit que copio a continuación y que era el móvil, en
realidad, de esta larga reflexión: “Generación Erasmus, rasta en el
pelo, odio al pueblo, nihilismo hedonista, neoprogresismo liberal,
fucsia y arcoiris. Una juventud sin esperanza”. Cualquier palabra, en
efecto, se puede asociar a cualquier significado; esto sí es
postmodernidad neoliberal.
¡Nihilismo hedonista! ¡Ningún pueblo viejo y
honrado permitiría que se dijera eso de sus héroes y de sus santos! En
defensa de los fariseos y los levitas, de Cleon y Diodoto, contra el
papa Francisco y la Europa democrática, Salvini y Fusaro –el mamporrero y
el intelectual– arremeten contra esta joven europea valiente que ha
reunido en un solo gesto todo aquello que los conservadores como yo
queremos proteger: la opción preferencial por los otros, la defensa de
los principios trabajosamente establecidos en nuestros marcos de
Derecho, una tradición de 2.500 años que hoy vuelve a estar amenazada
por los pre-cristianos y los pre-socráticos. No podemos entregar –no– el
sentido común general a estos canallas. " (Santiago Alba Rico, filósofo y escritor, CTXT, 01/07/19)
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