"La Plataforma contra los Locales de Apuestas en Madrid, que aglutina a
168 colectivos de la capital y de la comunidad, a principios de mes
celebró en el distrito de Tetuán la primera manifestación de vecinos para pedir el cierre de los salones.
La multitud coreaba también lemas contra los actores y deportistas —siempre referentes para adultos e influencers
para adolescentes con la mente poco formada— que se prestan a la
publicidad del juego. En Barcelona, donde hay 35 salones, 17 bingos y un
casino, el Ayuntamiento ha anunciado esta semana la prohibición durante un año de apertura de nuevos locales de apuestas,
“con el fin de preservar la salud de la ciudadanía y evitar
adicciones”: una moratoria para ganar tiempo mientras se elabora el plan
especial que regulará el sector para que cada vez que un local cierre
no se pueda abrir otro.
En sus memorias Una especie de vida, Graham Greene
cuenta sus primeros años como escritor independiente. Vivía
razonablemente bien. Pero un par de veces al año le abrumaba un
aburrimiento injustificado y metafísico; entonces cogía la pistola y se
iba al bosquecillo detrás de casa; colocaba una bala dentro del tambor,
lo hacía girar, apoyaba la boca del cañón en la propia sien y presionaba
el gatillo. Después sentía una formidable sensación de las angustias y
melancolías que le abrumaban. Empezaba de nuevo.
La ruleta rusa es de todos los juegos de azar el más peligroso y
extremo y el que debería acabar con todos los demás, su desenlace
lógico, ya que cualquier jugador busca en cualquier apuesta “el
subidón”, una emoción muy intensa e inmediata —esas descargas de
adrenalina que la rutina de la vida convencional solo depara con usura— y
a lo mejor, además, un beneficio inmediato. Cuanto mayor riesgo asume
el jugador, mayor la ganancia, o más irreversible la pérdida. (La
excepción literaria es El ruletista, el famoso jugador de ruleta rusa de Cartarescu,
que apuesta contra sí mismo y es tan mala su suerte y tan caprichoso el
azar que hasta cuando mete seis balas —una en cada recámara— gana, o
sea, pierde).
A mayor riesgo, más posible ganancia: según este principio funcionan las salas de apuestas que proliferan locamente por toda España,
todas según una distribución parecida: a la entrada del local se
encuentran, como invitación a los novatos a que se inicien, las máquinas
más atractivas, las tragaperras for fun (para divertirse), que arrojan premios con cierta frecuencia aunque de escasa cuantía.
Al fondo se alzan las máquinas hard play
(juego fuerte), que arrojan pocos premios, pero altos, para jugadores
experimentados. Y al fondo es hacia donde te empuja la lógica, allí
donde, como Maupassant escribió a propósito de los casinos, “el ruido
del dinero, incesante como las olas, un ruido profundo, alegre,
terrible, inunda los oídos y también el alma, sobresalta el corazón,
ofusca la mente, hace perder la cabeza”.
Entre el área for fun y el área hard play,
en medio de la sala, se puede instalar la ruleta, el círculo donde gira
la bolita vertiginosa y donde una voz femenina monótona pero agradable
repite los mismos mensajes: “Todavía no se ha hecho ninguna apuesta”…
“El juego dará comienzo dentro de 12 segundos”… “No se admiten más
apuestas”… “Suerte”.
¿Qué decir de esa ruleta sin crupier, rodeada de dispositivos con
ranuras que devoran en un instante los billetes de banco, en cuya
pantalla el índice nervioso del jugador aporrea los números rojos y
negros, números que cuando no obtienen premio desaparecen de la pantalla
envueltos en el símbolo de una nube y con un ruidito de succión, ¡fluuup!? De los distinguidos casinos de la Costa Azul, con sus cocottes
enjoyadas y sus aristócratas decadentes, dijo Chéjov: “Me atraen el
lujo y la riqueza, pero debo confesar que la ruleta me ha causado la
misma impresión que un suntuoso water closet [inodoro]”.
Si esa impresión le dio Montecarlo, ¿qué diría de estos salones donde es imposible encontrar ni una cocotte ni un mal baronet,
salones sumidos en una atmósfera de indiferente fracaso, frecuentados
casi exclusivamente por varones, en cuyas paredes sin ventanas (para
mejor aislar al jugador de la odiosa realidad donde no rige el azar,
sino el rigor de las causas y los efectos) los carteles anuncian que
está prohibido dejar bebidas sobre la ruleta, fumar, golpear las
máquinas, y donde unas grandes pantallas transmiten los partidos de
fútbol de 10 ligas europeas y las carreras de caballos que se celebran
en barrizales de Filadelfia sobre los que siempre llueve?
La musiquita del dinero y de la pérdida suena en 230.000 tragaperras
instaladas en los bares de toda España. La multiplicación como setas de
los salones de juegos o salas de apuestas y de los hábitos de apuestas online
desde el propio hogar —que ha aumentado un 370% en los últimos cinco
años— preocupa a las familias. Algunos lo consideran un flagelo. La
facilidad para acceder desde el hogar a juegos de apuestas online
crea el temor paranoico a una pandemia de ludopatía, cuyo primer
anzuelo es la obtención de un buen premio la primera vez. Hasta los
profesionales independientes vinculados a este negocio, que defienden su
derecho a existir y niegan una supuesta permisividad con la entrada de
menores, postulan la conveniencia de concienciación en los colegios y el
control de la publicidad.
Circula entre esos colectivos la especie de que los empresarios —hay
nada menos que 15.000 operadores de máquinas en todo el país— es gente
desalmada que deliberadamente elige para sus establecimientos los
barrios humildes, con el propósito de aprovecharse cínicamente de las
dificultades económicas de una población psicológicamente más proclive a
ver en una apuesta afortunada la posibilidad de salvación.
En parte es
cierto, pero es evidente que, por su propia naturaleza, el salón de
apuestas se instala en plantas bajas de zonas urbanas populosas, donde
no quede lejos una potencial clientela numerosa y donde el alquiler del
local tenga el precio más bajo posible: pura lógica empresarial, de un
tipo de actividad ciertamente parasitaria, pero como lo son tantas; y,
quién sabe, tal vez brindar unos minutos de ilusión y ensimismamiento en
un mundo paralelo quizá también pueda considerarse un servicio público.
Le preguntamos a la psicóloga clínica Inma Puig, autora de La revolución emocional,
por qué los juegos de azar son potencialmente tan adictivos. La
mentalidad adictiva, explicó, responde a la íntima necesidad de
compensación por la carencia de algo que a uno se le ha escamoteado
injustamente. El ludópata ve en el azar una posibilidad de que se
restablezca la justicia que la naturaleza, el ambiente o la sociedad le
ha negado.
Tiene lógica lo que dice la señora Puig. ¿Por qué, piensa el jugador,
el azar va a ser más injusto que la predeterminación y la fatalidad?
¿Por qué no va a haber una potencia que restablezca la justicia de la
que otra potencia me privó? En cierto sentido esas tragaperras son
dioses, llamados, por ejemplo, Queen of Nile, Jugada maestra o Flor de loto; dioses alternativos…, pero tan arbitrarios y caprichosos como cualquier otro." (Ignacio Vidal-Folch, El País, 27/10/19)
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