"Cuando la Modernidad alboreó, allá por los finales del siglo barroco,
hubo que volver a hacerse las viejas preguntas y las respuestas
cambiaron. Por ejemplo, esta: “¿Por qué debemos ser morales?”.
La
respuesta admitida había estado clara más de un milenio: porque así lo
quiere Dios Nuestro Señor
y serlo evita las penas del infierno. Dios ha dado su ley, de una vez
para siempre. Se debe cumplir y no hay más que contar. Si alguien duda
de las llamas infernales, tenemos previstas llamas terrenales para que
pierda cuidado.
Pero ahora es distinto. Vamos a sacar del matraz a Dios, dada su
enorme masa, y dejemos fuera también el temor a los fuegos infernales y
quizás a los de aquí. Vamos a buscar otras respuestas. ¿Por qué debemos
ser morales? Bueno… porque… ¿para evitar líos? ¿Porque somos seres
racionales y la razón nos exige que lo seamos? Quizá somos morales para
no contravenir a nuestra racionalidad. Descartes, el primer y mayor de
los racionalistas, no lo apoyó.
Fue más bien partidario de no buscarse
problemas. Esto tardó su tiempo. Sin ir más lejos, un tipo tan
evidentemente genial como Hume, un escocés, se permitió bromear de esta
manera: del hecho de que yo prefiera que estalle el mundo siempre que a
mí no se me estropee un dedo, no se sigue ninguna falta de lógica. Va a
ser que el universalismo moral no depende de la calidad de nuestra
razón.
Las mejores respuestas a una pregunta tan compleja vinieron de
Inglaterra y de Escocia. Se macizaron así: debemos ser morales porque…
no tenemos más remedio que serlo.
Estamos diseñados para ello. Somos
morales porque tenemos un sexto sentido. Cuando vemos una acción
directamente contraria a lo que es bueno, se nos levanta un asco, un
horror, se nos despierta algo en el fondo de nuestro cuerpo que nos dice
que aquello no está bien. Es nuestro sexto sentido, el sentido moral.
Si vemos cómo se golpea a un niño, a un animal indefenso, se viola, se
calumnia con gusto…, sentimos algo parecido al vértigo.
Eso es el
“sentido moral”. Con tan buena guía es difícil equivocarse. Es tal que
la vista o los oídos. Y, como ellos, puede muy bien suceder que alguien
lo tenga flojo o carezca por completo de él. Pero eso no lo invalida. La
mayoría lo poseemos en su modo corriente. A quien lo tenga deficiente
difícilmente se lo podemos mejorar. Lo mejor es precaverse de ese tipo
de gente… o gentuza.
Estas cosas, en filosofía, nunca se afirman sin que se desate una
polémica, pero dejémosla ahora callada. Hutcheson lo bordó: los
sentimientos benévolos son parte inalienable de la condición natural
humana. Están ahí. Antes de hablar ya sonreímos. No somos buenos por
naturaleza, pero somos morales por destino. Para hacer desaparecer a ese
nuestro sexto sentido hay que trabajar bastante. Porque es más fuerte
que la voz de la conciencia. Es terror y vómito a un tiempo.
¿Y qué pasa con la crueldad? Pues que resultaría ser un aprendizaje.
Poco a poco, mediante sucesivas y al principio pequeñas crueldades,
aprenderíamos a orillar y evitar ese sentimiento innato. Iríamos
subiendo la dosis. Ensayaríamos a distanciarnos con los objetos, los
animales, los débiles, subiendo y alargando la distancia hasta
ensordecer a nuestra naturaleza. Practicaríamos la crueldad en gustos y
espectáculos. Distancia, risa, chacota del dolor ajeno. Gusto por la
crueldad o incluso el ensañamiento.
Lo llevaríamos a término con ciertas
excepciones… con cualquiera que no pudiera devolvérnosla. Porque esa
precaución siempre, quien no fuera definitivamente idiota, la guardaría.
Así que desde el siglo ilustrado la humanidad supo que tenía un sentido
que añadir a los cinco corrientes. Cierto problema había en que nunca
antes hubiéramos sabido nada de él. Pero no seamos gente puntillosa.
Reconocemos lo que se nos quiere decir.
Ahora le solemos llamar “inteligencia emocional”, esto es, la
capacidad de ponerse en el lugar de otro o de casi poder sentir lo que
siente si a ello nos afanamos. Goleman, cuyos libros fueron tan
visitados a principios de milenio, es lo que cuenta. Que hay gente más o
menos lista en ver y captar la emoción base de los demás. Percibimos
que en esas intuiciones brilla una chispa de verdad. Por lo mismo
sabemos cómo se educa en la falta de compasión. Sabemos que muchas
culturas definitivamente han hecho de esa senda cruel su fundamento de
existencia. Nos basta con ver su pedagogía de presentación. Las
reconocemos. Todavía las usamos." (Amelia Valcárcel, El País, 12/10/19)
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