"Gran parte de los 'realities', y 'Gran Hermano'
es el mejor ejemplo, son parte de esa peculiar mentalidad empresarial
que ha entendido que los espacios rentables se resumen en dos, prémium y ‘commodity’, el que puede cobrarse caro y el ‘low cost’ de consumo masivo. En la televisión, 'GH' representa a los segundos.
Es un programa destinado a un público amplio cuya principal baza es
construir un escenario que resalte la bajeza del comportamiento humano y
que se construye mediante la exhibición de elementos antisociales,
aquellos que 'dan juego': las mentiras, las dobles intenciones, los enfrentamientos soterrados o explícitos, las envidias, las traiciones o el rencor.
Especialmente
en las primeras ediciones de 'GH' (después ya todos aprendieron la
mecánica real), los concursantes entraban felices, deseando transmitir
buen rollo, y salían envueltos en reproches y recriminaciones. El
programa era la crónica retransmitida en directo de la degradación de
los vínculos sociales mediante la hipocresía, las estrategias y las
traiciones, una suerte de pornografía psicológica permanentemente a la vista.
Sus espectadores estaban pendientes de descubrir quiénes eran los
peores, los 'más malos', de cada edición, y se vinculaban emocionalmente
con unos participantes u otros dependiendo de su grado de malicia,
sinceridad o coherencia.
El contexto
Un 'reality' como
'GH' cuenta con un escenario de partida que habitualmente se pasa por
alto, pero que es decisivo para los resultados que se obtienen. En
primer lugar, tiene lugar en un entorno de competencia, todos están allí
por la popularidad y el dinero y son conscientes de que quienes tienen
al lado son rivales, por más que exhiban afecto o simpatía.
Son
personas, además, que han sido elegidas por sus características,
psicológicas y físicas, para que puedan aportar algo a ese tipo de
espectáculo. Por si fuera poco, suelen ser sometidas a privaciones,
comenzando por la imposibilidad de salir de la casa. En ese contexto, es fácil que las tensiones surjan.
Y en ocasiones, si creemos a Carlota Prado, la exconcursante que denunció los abusos sexuales, se favorecía que las pasiones se exacerbasen: “Mínimo había cinco botellas de whisky, ron, tequila, ginebra... Nos preguntaban previamente qué queríamos.
Nunca nos han frenado la ingesta de alcohol”. Si se suman todos los
factores, es fácil concluir que existían probabilidades no menores de
que se produjeran comportamientos inadecuados a pesar de la presencia
permanente de las cámaras y de los controles internos.
Quienes emiten estos programas eran conscientes de la mercancía que estaban vendiendo y también de que les funcionaba.
Todos estaban contentos: los concursantes, por el dinero y la
popularidad que recibían, y la productora y la cadena, por las
audiencias y los ingresos vinculados a ellas. A lo mejor no eran
programas ejemplares, se decían, pero era lo que la gente demandaba y
generaban beneficios.
La ‘prudencia’
Sin embargo, cuando
se juega en un escenario inflamable, es probable que se produzca algún
fuego. El fantasma en la máquina aparece en algún momento y es entonces
cuando hay que reaccionar rápido. Lo usual en estos casos no es afrontar
los problemas sino silenciarlos. Se les echa tierra encima, se pasa de puntillas, se tapan, se ignoran, se intenta que no salgan al exterior.
Se valora la publicidad negativa o los daños que puede causar a una
empresa, el perjuicio económico o de prestigio, y tantas otras cosas que
terminan aconsejando prudencia, es decir, no contar nada. Este es un
mecanismo demasiado asumido, demasiado interiorizado.
Buena parte de las disfunciones empresariales
provienen de este doble movimiento: se crea un contexto en el que es
probable que los problemas surjan y cuando estos suceden, intentan
ocultarse en lugar de solucionarse. El caso Wells Fargo
fue significativo en este sentido. El banco estadounidense presionó
insistentemente a sus empleados, incluso con actitudes denigratorias,
para que cumplieran los objetivos de rentabilidad. Las
amenazas eran frecuentes y vivían en una presión continua.
De modo que
los trabajadores decidieron hacer lo que la compañía les demandaba
aunque para ello tuvieran que saltarse las leyes. En Volkswagen ocurrió
algo similar con el asunto de las emisiones de los coches diésel, porque
ningún ingeniero quería pagar el precio de enfrentarse a la dirección. En ambos casos, como en muchos otros, había gente dentro que era consciente de los problemas, pero eso no significaba que se avanzase hacia la solución; más al contrario, reinaba el silencio.
Las dos opciones
Cuando
estas cosas ocurren, hay dos opciones: se puede ser valiente, encarar
lo que sucede y tomar medidas, lo que genera perjuicios a corto plazo
pero conviene a medio y largo, u optar por minimizar o silenciar los
hechos. La primera alternativa tiene sus complicaciones, pero permite
que, tras los malos momentos, el prestigio de la empresa se recupere con
facilidad; además, funciona como cortafuegos para evitar males mayores.
Cuando se opta por la segunda, lo usual es que el asunto acabe haciéndose público y cause un perjuicio notable. En última instancia, esto es lo que le ocurrió a la Iglesia católica con la pederastia.
Sin embargo, no es infrecuente que la elección sea la de ocultarlo todo. En
ocasiones, porque los directivos creen que si el asunto sale a la luz,
lo hará tras un tiempo largo, y ellos ya no estarán allí; serán sus
sucesores quienes deban afrontarlo. En otras, porque siempre queda el
recurso de ofrecer una cabeza de turco, en general algún cargo con
responsabilidad menor que permita la individualización del problema,
como si fuera un hecho aislado producto de un error puramente personal.
Lo cual es curioso, porque quienes crean un contexto adecuado para que
ocurran cosas nada edificantes esconden después la cabeza cuando el
fantasma en la máquina se manifiesta.
Y no olvidemos que detrás de esta dimensión está lo importante: todas estas prácticas causan víctimas." (Esteban Hernández, El Confidencial, 11/10/19)
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