"Quien tiene una librera –o un librero, claro– tiene un tesoro. La mía
me recomendó leer una de las novedades que le había llegado este otoño,
convencida de que su contenido me cautivaría. Y no se equivocaba.
En la
era de la inmediatez y el consenso general de que todo se puede –y,
casi, se debe– hacer por Internet, es poco frecuente encontrar un
análisis crítico, y al mismo tiempo emancipador, de los efectos sociales
que tienen sobre nosotros las plataformas y las redes sociales por las
que vehiculamos toda nuestra experiencia cotidiana –de amistad,
profesional, amorosa, familiar...
El libro del que hablo es Tristes por diseño (Consonni,
2019) y su autor es Geert Lovink, investigador y teórico neerlandés que
ha dedicado su vida a comprender el desarrollo de Internet desde un
enfoque crítico y multidisciplinar –desde el arte, el activismo, el
diseño, la teoría política o los estudios urbanos, entre otros campos.
Es fundador y director del Institute of Network Cultures (Instituto de
Culturas de Red), creado en 2004 dentro de la Universidad de Ciencias
Aplicadas de Ámsterdam, que se dedica a la investigación, divulgación y
creación de redes sobre temas relacionados con la comunicación dirigida
por el usuario.
Charlamos con Lovink por correo electrónico, sin otro objetivo que
concedernos un tiempo a la reflexión sobre el lugar que ocupan y la
función que tienen las infraestructuras tecnológicas en nuestras
pantallas y, en última instancia, en nuestras vidas.
Los gurús de Internet decían que las redes sociales y las
aplicaciones de mensajería instantánea conectarían a las personas y
abrirían nuevos espacios para la colaboración ciudadana. Hay infinidad
de casos en los que ha sido así. Sin embargo, también vemos otros
efectos no esperados, como el nacimiento de una ‘tristeza preprogramada’
por la arquitectura de las redes sociales, como usted la nombra en su
libro. ¿En qué consiste? ¿Cómo podemos detectarla y reconfigurar los
espacios digitales para neutralizarla?
Distingamos entre herramientas y totalidad. Las redes sociales pueden
ser herramientas para alcanzar objetivos comunes, fomentar el debate y
coordinar tareas. Deberíamos recibir actualizaciones con un propósito.
Contra este punto de vista pragmático –si se quiere, instrumentalista—,
la pregunta es cómo podemos comunicarnos en nuestra vida cotidiana.
Existe esta realidad de molestas plataformas en las que nos vemos
obligados a ver anuncios personalizados, que nos inundan con noticias
con las que ya no nos identificamos y recibimos actualizaciones de
‘amigos’ con los que ya no tenemos ninguna conexión.
Hay ruido en todos los canales. Empezamos a evitar los grupos de
Whatsapp del trabajo. ¿Por qué no podemos desuscribirnos de la basura
inútil que se comparte en el grupo familiar? Tus amigos se enfadan
cuando los bloqueas. Así es como imagino la totalidad hegeliana de hoy.
Es digital e inevitable. 86.584 mensajes no leídos, como una droga. Las
aplicaciones nos rodean y nos capturan. Hay varias formas de responder a
esta presión llamada ‘sobrecarga de información’. En mi libro,
investigué sobre ese sentimiento: tristeza. Esta respuesta tan común que
surge cuando dejamos el teléfono a un lado porque ya es demasiado.
Estamos deprimidos, exhaustos.
Las recomendaciones de los algoritmos nos están machacando. Estamos
atrapados en la madriguera del conejo, pero nos negamos a salir. Quieres
enfadarte, pero no puedes: ¿con quién, por qué motivo? La depresión
portable resulta patética, ya que no podemos identificar la fuente de
nuestro descontento digital. Por eso buscamos nuevamente nuestro
teléfono y contestamos un mensaje de texto.
Otra de las consecuencias no esperadas de esta inclusión de
las redes sociales en la vida cotidiana tiene que ver con la ‘economía
de la reputación’ y el ‘nuevo petróleo’ de los datos. Por un lado, somos
más cautos en lo que decimos públicamente por si acaba afectando a
nuestras oportunidades de futuro. Por otro, todo lo que compartimos
–conscientemente o no– en nuestra actividad en línea se convierte en
material con el que los algoritmos intentan predecir lo que queremos,
incluso antes de que nos hayamos dado cuenta. ¿Cree que se está dañando
el medio ambiente social, como afirma Tijmen Schep, uno de los autores
que cita en su libro?
Bienvenida a la era cibernética del feedback permanente. Mi tesis en Tristes por diseño es que no podemos hacer distinción entre social media
y sociedad. Son una misma cosa. Sí, estoy diciendo que la vida social
está dañada. Las relaciones se vuelven más cautelosas a medida que las
personas se dan cuenta de que todo puede y será registrado —y finalmente
compartido. Esto conduce a una atmósfera potencialmente paranoica que
se calma, que ya no es salvaje (a menos que visite una zona dedicada
especialmente diseñada para ese fin). Tijmen Schep usó el término
‘enfriamiento social’ para esto, lo que significa que si estás siendo
observado cambias tu comportamiento. También lo podemos llamar,
siguiendo a Adam Curtis, hiper-normalization.
Uno podría objetar y decir “éste siempre ha sido el caso con los
medios y la tecnología; las normas sociales no son nuevas”. Sin embargo,
lo que lo hace diferente es la forma íntima y personalizada en la que
estamos (in)formados. Los teléfonos inteligentes e Internet dan forma a
los sujetos como ‘usuarios’. No nos sentimos sujetos al poder. Al
contrario, se nos anima a empoderarnos a nosotros mismos. Digámoslo con
Deleuze: la disciplina viene de adentro. Esto, a su vez, está
relacionado con la ‘crisis de lo social’. Los viejos lazos se han
desmoronado (los de la tribu, la familia, la iglesia y el vecindario) y
las redes sociales no los están reemplazando. Facebook decepciona pero
no por ser una versión dañada de lo social, sino porque es una versión
banal del simulacro que Jean Baudrillard describió una vez.
Hay una consecuencia de la tecnificación de la que no siempre
se habla: la aceleración. Una de las consecuencias de la
hiperconectividad y la automatización de los procesos es que cada vez
podemos hacer más cosas en menos tiempo. Este ‘ganarle tiempo al tiempo’
que logramos gracias a la ayuda de las máquinas, debería permitirnos
relajarnos, pero, sin embargo, nos está llevando a una intensificación
de los ritmos de vida que tiene consecuencias nefastas sobre las
emociones y las salud mental. ¿Qué podemos hacer para romper esta
dinámica sin tener que renunciar a formar parte del sistema?
Me considero alumno del filósofo francés de la velocidad, Paul
Virilio; particularmente de la conjunción de su trabajo con el de Jean
Baudrillard. Virilio era planificador urbano y escribió toda su vida
sobre el colapso del espacio después del establecimiento del régimen
global en tiempo real. Su principal preocupación era el futuro del
espacio. Ya en la década de 1990, mi interés se alejó de la metáfora del
espacio (pensemos en el proyecto Digital City, nuestro gran proyecto de
acceso comunitario a Internet, aquí en Ámsterdam) para acercarme a los
efectos que el ‘tiempo real’ tiene sobre los usuarios en términos de
disminución de la posibilidad de reflexión y pensamiento en entornos tan
técnicos y automatizados.
La velocidad también afecta las formaciones sociales. Los
‘aceleracionistas’ tienen razón en que debemos ajustarnos y hacer un
mejor uso estratégico de esta nueva condición. Podemos unirnos más
rápidamente y descubrir qué piensan y hacen otros, en cualquier parte
del mundo. Las acciones actuales ante el cambio climático son un buen
ejemplo de esto. Pero también tenemos que pensar ‘el accidente’ (como lo
llamó Virilio) y comprender las implicaciones de lo que significa
elevarnos rápido pero, también, desaparecer de la misma manera. La
apariencia y la desaparición pueden ser parte de nuestro juego. Por
tanto, tenemos que conocer las reglas del juego y cambiarlas —si
podemos.
Acelerar puede ser mortal, es arriesgado. ¿Qué sucede cuando acelerar
se ha convertido en el valor predeterminado? ¿Cuál es la estrategia
fatal aquí, hablando en términos de Baudrillard? ¿Podemos desarrollar
teoría en tiempo real? Según Virilio, esto no es posible. En el caso de
Internet, he tratado de discrepar en esto con él, pero no tengo mucho
que añadir, especialmente desde una perspectiva europea.
Hemos visto entrar a las nuevas tecnologías en las aulas
españolas, acompañadas de un consenso sobre la necesidad de aprender a
través de nuevas interfaces como las de una tablet o una pizarra
digital. Se asume cualquier coste para lograrlo, hasta el punto de que
los centros educativos están gestionando su infraestructura TIC con
herramientas como Google Suite, que no protegen la privacidad de sus
jovencísimos usuarios. ¿Qué ha pasado con la perspectiva crítica de la
tecnología? ¿En qué momento del camino la perdimos hasta llegar al punto
de que las aulas sean dependientes de Google?
La perspectiva tecnológica crítica a la que te refieres todavía
estaba viva en la década de los 80 pero, en general, desapareció en la
era neoliberal. Bajo la sombra de los traumas de la Segunda Guerra
Mundial y la generación 68, muchos estaban abiertamente en contra de las
tecnologías biológicas y genéticas, la energía nuclear y las armas
nucleares; y del control de la población por parte del Gran Hermano y
sus computadoras centrales. La actitud cambió con la adopción masiva del
ordenador personal. Mientras las experiencias colectivas disminuían, el
‘yo neoliberal’ (también llamado ‘usuario’) se hizo más prominente. Ya
no podemos usar los servicios en línea sin pasar por la puerta del
‘perfil’.
Si bien Internet ha empoderado a las personas, también sabemos que no
podemos escapar de la ‘jaula dorada’. Esto significa que todavía no han
surgido movimientos sociales que se organicen explícitamente para
derribar el ‘capitalismo de plataforma’. La falta de acción colectiva ha
facilitado que Google tome el control del aula. Y como son monopolios,
no existe un ‘mercado’ en el que ‘los mejores’ productos puedan competir
con estos gigantes. Además, estas plataformas se presentan como
servicios públicos y benefactoras.
Como ves, hay mucho más en juego en todo esto que solo la privacidad.
Si queremos poner fin a la economía de extracción de datos o al ‘robo
de datos’ que perpetran a nuestras espaldas, necesitamos no solo
desmantelar los centros de datos y prohibir las plataformas, sino sobre
todo entender que depende de nosotros, en España, en Europa, construir
nuestras propias soluciones de software educativo basadas en los valores
de lo público. Necesitamos herramientas que nos ayuden, no plataformas
centralizadas.
Sabemos que las tecnologías preconfiguran la realidad. Usted
lo explica en su libro, especialmente en relación a la arquitectura de
las redes sociales. Sin embargo, en la sociedad actual se ha
generalizado el hábito de acogerlas como algo que simplemente sucede.
Los estados están impulsando la transformación digital de la economía,
asumiendo el modelo de Sillicon Valley y sin aparente interés real por
desarrollar otros modelos políticos que pongan en el centro de la
transformación tecnológica la mejora de la vidas de las personas. ¿Le
conviene a Europa desplegar el modelo de Sillicon Valley? ¿Qué
alternativas a este modelo de desarrollo tecnológico existen o se
podrían crear?
Las élites europeas han hecho una excepción con Estados Unidos
permitiendo que despliegue en el mercado común su supremacía en lo
relacionado con Internet, incluso en Francia. Pero este no es el caso en
todos los sectores. Pensemos en Airbus, la industria del automóvil o el
sector de las telecomunicaciones (Telefónica es la octava empresa más
grande del mundo).
Entonces, ¿qué ha hecho de Internet una excepción? Para explicarlo,
debemos remontarnos a la década de los 90, cuando la política nacional
(no la de la UE) estaba preocupada por la privatización, incluidos los
servicios postales y telefónicos nacionales. La mayoría de los expertos y
consultores de gobierno no vieron venir el auge de Internet y la clase
dominante conservadora despreciaba la estupidez, el ‘no funciona’ del
Internet más primitivo. Además, no existía la ‘cultura start up’
como la conocemos ahora y no había alternativas europeas al modelo
despiadado de hipercrecimiento de capital de riesgo a cualquier coste.
Es por eso que tenemos tan pocos ‘unicornios’ made in Europe. Solo hay unos pocos focos de resistencia.
Barcelona es nuestra aldea de Astérix y Obélix que se resiste al
Imperio Romano, donde una extraña mezcla de burócratas, políticos, geeks
y activistas están poniendo en agenda la ‘soberanía digital’. Esta
iniciativa es una inspiración para muchos. Sin embargo, aún no ha
llegado a socializar la infraestructura. Todavía está por llegar el
lanzamiento de una Internet pública de ‘próxima generación’. Con un
cambio en la geopolítica global, esto podría suceder casi de la noche a
la mañana. Después de todo, los sistemas se ejecutan en código y el
código puede reescribirse.
La discusión aún no ha llegado hasta el punto que mencionas. ¿Debería
mantenerse o desmantelarse la infraestructura centralizada de los datacenters?
Estamos recomendando la descentralización en todas partes pero, ¿qué
significa esto en la práctica? La realidad es que, literalmente, miles
de millones de personas están utilizando esta infraestructura. Lo que
podemos hacer es, por ejemplo, detener el absurdo enrutamiento del
tráfico de Internet a través de grandes nodos (de control) de los
Estados Unidos. ¿Por qué un correo electrónico que va de Madrid a
Valencia tiene que pasar por la Bahía de San Francisco? Podemos
redirigir el tráfico, pero puede que sea solo una medida simbólica.
Da la impresión de que hay un vacío importante en la
izquierda en cuanto al análisis crítico ante la hipermediación impuesta
por las pantallas y la dependencia de personas, empresas sociales e
instituciones hacia las grandes plataformas tecnológicas. ¿Qué margen
existe para abrir posiciones propositivas, transformadoras y de alcance
amplio que reafirmen nuestra agencia sobre la tecnología?
La izquierda tradicional ha estado preocupada por la demolición del
Estado de bienestar y por la desaparición de la clase trabajadora de la
vieja escuela. La gente está protestando por la austeridad, pero la
izquierda todavía no ha logrado enfrentarse a las nuevas formas de
trabajo precario (observemos su actitud ambivalente hacia Amazon,
Airbnb, Uber, etc). Enfrentarse a las condiciones de vida actuales
parece que es demasiado: cambio climático, geopolítica global en lugar
de imperialismo estadounidense, un gran ejército de jóvenes que no
tienen trabajo o encaran contratos temporales, el surgimiento de las
‘políticas de la identidad’… Luego, además de todo eso, está Internet,
gobernado por técnicos invisibles, desconocidos, y grandes empresas de
California.
El problema es la desconexión con los medios que habíamos conocido
hasta hace poco como periódicos, revistas, radio y televisión. Internet
no encaja ahí. Lo que hace todo más confuso es que Google y Facebook no
producen ningún contenido y niegan abiertamente tener algo que ver con
el periodismo o las noticias. Esta táctica, pensada para esconderse
entre la infraestructura, está confundiendo a la izquierda hasta el día
de hoy. Al mismo tiempo, esta táctica está haciendo imposible
identificar la agenda libertaria de derechas de Sillicon Valley, que se
mantiene oculta en su código, sus filtros, sus protocolos y sus
estrategias de inversión —incluida la evasión fiscal sistemática
mediante el uso de paraísos offshore.
Se han publicado este año varios libros críticos con los
efectos inesperados de este nuevo entramado de infraestructuras
tecnológicas. En la mayoría, las soluciones que se plantean apuntan al
individuo como origen y fin de la capacidad de oponerse a los mecanismos
de participación cerrada que nos brindan las grandes plataformas
digitales. Esto se ve muy claro, por ejemplo, en las luchas por la
privacidad, en las que se descarga la responsabilidad de tomar las
debidas precauciones sobre cada usuario. Desde su punto de vista y según
sus investigaciones, ¿cómo cree que se podrían llevar estas
preocupaciones a un plano más colectivo?
Lleva su tiempo ver el lado problemático de este énfasis constante de
vernos a nosotros mismos como ‘usuarios’. La plataforma se da por
sentada y nunca se cuestiona. Es completamente posible reimaginar nuevas
formas de interacción social que incluyen un componente tecnológico.
Deberíamos asegurarnos de que nuestros diálogos, debates y esfuerzos de
coordinación no se los puede apropiar un tercero. Para llegar allí,
tenemos que comenzar a construir un ‘común digital’ abierto, seguro y
político, pero también divertido.
Debemos confiar más en la imaginación social de los jóvenes en este
sentido. No podemos verlos solo como víctimas pasivas de las crueles
plataformas. Al mismo tiempo, necesitamos tomar medidas para salir de la
realidad virtual y hacer también cambios en el mundo real. En algún
momento, necesitamos expropiar lo que pertenece a todos y devolverlo a
los comunes. Esto no va a suceder sin demandas claras, formas de
organización y una vanguardia tecnológica que esté dispuesta a actuar."
(Entrevista a Geert Lovink. Director del Institute of Network Cultures, Marta Cambronero, CTXT, 18/12/19)
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