"Todavía quedan sombras en el 23F.
Cuarenta años después del golpe del 23F y todo lo que le rodeó, todavía quedan sombras de aquellos hechos. El entonces rey de España, en uno de los aniversarios, declaró que sobre el 23F se sabía ya todo. Había verdad en ello stricto sensu. Es decir, si se refería al día 23 de febrero de 1981 y lo que sucedió en el Congreso. Pero si ampliamos las cosas en el tiempo y los protagonistas, quedan muchas sombras por iluminar.
¿Qué se sabe de la trama civil? ¿Qué de la participación del rey? ¿Qué de la participación de los Estados Unidos? Respecto de la primera pregunta, prácticamente nada se ha aclarado sobre la posición de algún banco, algunos periodistas y algunos grupos de excombatientes. El único condenado fue Juan García Carrés, un político de ultraderecha de tercera fila.
La figura del rey Juan Carlos ha planeado varias veces sobre los escenarios del 23F, pero no llegó a explicarse del todo. ¿Estuvo implicado en lo sucedido en el Congreso de los Diputados en esa fecha? Creo que puede afirmarse que no. Lo estuvo antes: sí.
Ya se sabía entonces que existían al menos tres conspiraciones en marcha. La cívico-militar, con generales y políticos; la militar, mayoritariamente integrada por coroneles (en el CESID, servicios secretos del Estado, llamaban a ésta la de los “inteligentes”) y la de los espontáneos, que no eran tales, pues tras Tejero estaba José Antonio Girón, algunos generales y todos los que componían la Federación de Combatientes. Tejero no estaba solo.
Y si eso lo sabían los servicios secretos y también lo sabíamos algunos periodistas: ¿Cómo no iba a saberlo el rey? Juan Carlos jugaba con todas las cartas para defender la Corona y, de paso, la democracia en aquel final de 1980 y principios de 1981. Y, además, escuchaba a todos los que le contaban sus puntos de vista, entre los altos mandos de los ejércitos.
Sabía las interpretaciones que corrían en las salas de banderas sobre el traído y llevado SAM (Supuesto Anticonstitucional Máximo) para aplicar la conocida como Operación Diana para controlar el país, como hicieran los conspiradores contra Hitler en 1944 con la Operación Valkiria. A la postre, a unos y otros les salió mal.
El rey tomó una decisión que se revelaría importante: dio instrucciones al teniente general Milans del Bosch para que embridara las conspiraciones en marcha para ganar tiempo y dar su propio “golpe de timón”, entonces pensado para una moción de censura contra Suárez y la colocación al frente de un Gobierno de concentración nacional a un general: Armada, quien ya había tomado contacto con varios líderes políticos, entre ellos gente del PSOE y algunas familias de UCD.
Pero en esto llegó Adolfo Suárez y dimitió.
Y todos los que lo tenían en su punto de mira se quedaron sin blanco al que apuntar y sin moción de censura que proponer. El rey abandona la Operación Armada, que se queda sin su respaldo. Propicia la candidatura de Leopoldo Calvo Sotelo, y sin escuchar los cantos de sirena de los socialistas de Felipe González que seguían insistiendo en el Gobierno de concentración, da su “golpe de timón” (Tarradellas dixit). Armada manifestó en público: el rey se ha equivocado. Y siguió adelante. El resto de la historia ya se conoce.
Pero, ¿y los Estados Unidos? Pues estaban, en una medida u otra, implicados hasta las cejas. El 23F, la Flota del Mediterráneo pone rumbo a Baleares y Valencia, y los aviones americanos y sus pilotos en las bases españolas se hallan en alerta. En la Embajada americana de la calle Serrano se prepara una reunión del embajador con sus más íntimos colaboradores en torno a las cuatro de la tarde. Días antes habían venido técnicos italianos del Mando Estratégico americano para “barrear” esa sala contra toda posibilidad de filtraciones o escuchas. Y lo que es más significativo: anulan la acción del Control de Emisiones Radiotelegráficas (CONEMRAD, en sus siglas en inglés).
Esta red territorial de mando de los militares en España la habían puesto los propios norteamericanos. Y misteriosamente, CONEMRAD se cayó en España. Page Ibérica, la empresa de mantenimiento, destacó varios equipos a diferentes puntos del territorio español en busca de una avería que nunca se encontró. Evidentemente el control para “apagar y encender” no lo tenía del todo esta empresa. Y hasta Alberto Oliart, ministro de Defensa a los pocos días, tuvo que dar algún que otro golpe en la mesa ante el embajador Todman, advirtiéndole que no siguiera entrevistándose con altos mandos militares sin su consentimiento.
Si a todo esto añadimos la manifestación de Alexander Haig, secretario de Estado del Gobierno con Reagan, se va cerrando el círculo: “Domestic matter”, diría. Asunto interno.
Y estas son algunas sombras, que no todas, sobre el 23F. Pero la cosa siguió. Vaya si siguió y con perspectivas muy cruentas. Pero esa es otra historia."
(Fernando Reinlein es presidente de la Asociación Foro Milicia y Democracia (FMD), InfoLibre, 23/02/21)
"Lo contrario hubiera sido una sorpresa.
Los partidos independentistas en el Congreso (ERC, Junts, EH Bildu, PDeCAT, CUP y BNG) no han querido asistir al acto de conmemoración del 40 aniversario del fallido golpe de Estado de 1981, y han suscrito un texto conspiranoico de lo que sucedió hace cuatro décadas. Tampoco ha ido el PNV, aunque su ausencia “no quiere ser un plantón al rey ni a nadie”, afirma el presidente de los peneuvistas Andoni Ortuzar. Vaya, que no han ido por aquello del qué dirán.
En cualquier caso de lo que se trata siempre por parte de los fuerzas soberanistas es de negar a la democracia española su legitimidad de origen. Es la idea obsesiva por vincular nuestro presente con el franquismo y repetir que el “régimen del 78” tiene unos “pilares antidemocráticos y represivos” porque en la Constitución no existe el derecho a la secesión territorial. Básicamente en eso se resume todo. El tuit de Pere Aragonès de ayer afirmando que el entonces rey estaba detrás del golpe es de un hooliganismo propio de Quim Torra y refleja una falta de sentido institucional muy grave por parte de quien quiere ser el próximo president de la Generalitat.
El problema para los que sostienen la tesis lampeduasiana de que todo cambió con la Transición para que nada cambiase es que el 23F desmiente con rotundidad la idea de un proceso tutelado por los militares y evidencia que había fuerzas no solo castrenses sino también civiles que querían abortar la construcción de un auténtico Estado social y democrático de derecho.
El libro del historiador Roberto Muñoz Bolaños El 23-F y los otros golpes de Estado de la Transición aporta una interesante explicación sobre la “Transición paralela”, de ideología conservadora, que algunas élites empresariales, periodísticas, políticas y militares querían imponer. A principios de 1980, la situación sociopolítica en España era muy delicada, con el partido de Adolfo Suárez, la UCD, descomponiéndose en medio de una crisis económica durísima y el azote casi a diario del terrorismo de ETA y los GRAPO.
En esas circunstancias el clima social era de desencanto y el apoyo a la democracia como forma política había caído en picado desde el referéndum constitucional de 1978. Podía haberse producido una salida violenta, inevitablemente cruenta, si la asonada del teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero en el Congreso hubiera prendido en la mayoría de las capitanías generales o solo con que en Madrid la División Acorazada Brunete se hubiera puesto del lado golpista.
En paralelo, había una operación cívicomilitar para echar a Suárez, encarnada por el ambicioso general Alfonso Armada, que pretendía hacerse con el poder, lo que hubiera limitado el desarrollo democrático, impuesto cambios constitucionales, evitando las reformas redistributivas de la renta o reconduciendo el modelo autonómico, por ejemplo
Ambos golpes fracasaron ese día porque Juan Carlos I, al que algunos intentan implicar en rocambolescas maniobras conspirativas, se mantuvo firme y comprometido en la defensa de la Constitución de 1978. Lo que sucedió el 23F siempre será motivo de especulación, incluso el día que se desclasifiquen todos los secretos (porque en los servicios de inteligencia, el CESID, hubo de todo), pero los hechos son tozudos y no dejan margen de duda sobre cuál fue la actitud del jefe del Estado. Y él era el único que podía pararlo.
Esta es la primera vez que se celebra institucionalmente el fracaso de la asonada militar, lo cual es llamativo tratándose de un hecho que, como ha escrito Javier Cercas, tiene la categoría de “acontecimiento fundacional” para la democracia española, y además se hace en medio de la ausencia del rey emérito por las razones que todos conocemos. Pero justamente por eso se trata de una iniciativa oportuna y valiente de la presidente del Congreso, Meritxell Batet.
El tejerazo no fue ninguna broma y así lo percibió la sociedad española que esa noche se encerró en sus casas ante el miedo a una nueva guerra civil. El otro escenario golpista, el incruento de la “solución Armada”, significaba el debilitamiento del sistema democrático si los planes del general se hubieran desarrollado como quería. Afortunadamente, el 23F acabó siendo la vacuna definitiva contra injerencias anticonstitucionales y nuestra democracia se desarrolló en adelante de forma plena, aunque siempre imperfecta.
Los déficits actuales en cualquiera de los terrenos
no son una herencia del pasado, sino exclusivamente fruto de los fallos
posteriores al momento en que se culminó la Transición con la llegada al
poder del PSOE en 1982 y las sucesivas alternancias con el PP hasta el
día de hoy. El pasado es historia y como tal tenemos derecho a
conmemorarla, y también a reírnos de la mezquindad de las tesis
conspiranoicas de los que a la democracia española no le quieren dar ni
agua." (Joaquim Coll, Crónica Global, 24/02/21)
"El gran secreto sobre el 23 de febrero. El auténtico significado de ese día no es ningún misterio y está a la vista de todos: terminó la Transición y empezó la democracia con tres hombres —Suárez, Carrillo y Gutiérrez Mellado— que no agacharon la cabeza.
El gran secreto sobre el golpe de Estado del 23 de febrero es que no hay ningún secreto. Entiendo que la noticia decepcione, porque las mentiras suelen ser más atractivas que la verdad —de ahí en gran parte su éxito—, pero es lo que hay. El 23 de febrero de 1981 debe de ser el día de la historia de España sobre el que más sabemos, o como mínimo sobre el que más se ha escrito, pero en cada aniversario señalado del golpe —o simplemente cuando se tercia— aparecen los mercaderes del 23 de febrero anunciando a bombo y platillo el desvelamiento del nuevo gran secreto sobre el 23 de febrero.
La realidad, la pura y simple y aburrida realidad, es que sobre aquella asonada militar conocemos lo esencial casi desde que el tribunal que juzgó a los golpistas dictó sentencia año y pico más tarde, el 3 de junio de 1982. ¿Significa esto que lo sabemos Todo sobre el golpe? Por supuesto que no. Ese conocimiento absoluto no pertenece al ámbito de la historia, sino al de la ficción, o al de la mentira (que, en este punto, como en otros, se parece bastante a la ficción).
Lo ha escrito el historiador Juan Francisco Fuentes: “No hay acontecimiento histórico que se preste a un revelado completo de sus luces y sombras”; quien interpela a un acontecimiento clave del pasado exigiendo Toda la verdad sobre él “no pretende, por lo general, que sepamos más, sino que sepamos menos mediante la sustitución de una historia veraz, pero incompleta, por una versión tergiversada o simplemente falsa puesta al servicio de una causa política. En esta nueva versión todo cobra sentido”.
Visto así, el golpe del 23 de febrero de 1981 viene a ser para la izquierda española lo que los atentados del 11 de marzo de 2004 para la derecha. La derecha o cierta derecha considera que no se sabe Todo sobre los ataques de Atocha, para poder difundir más o menos sottovoce que los verdaderos responsables de la carnicería no fueron los islamistas que la perpetraron, sino, en última instancia, José Luis Rodríguez Zapatero y Alfredo Pérez Rubalcaba, quienes buscaban dar un vuelco a las elecciones del 14 de marzo de aquel año y entregar la victoria al PSOE (cosa que finalmente consiguieron); del mismo modo, la izquierda o cierta izquierda considera que no se sabe Todo sobre el 23 de febrero de 1981, para poder seguir difundiendo más o menos sottovoce que el verdadero responsable del golpe fue Juan Carlos I, que lo urdió o inspiró y alentó con el fin de legitimarse salvando la democracia y consolidando la monarquía (cosa que finalmente consiguió).
Esta teoría fue acuñada por los propios golpistas, a fin de defenderse ante el tribunal que los juzgó con el famoso argumento de la obediencia debida (ellos sólo acataban órdenes del Rey), y la ultraderecha la adoptó de inmediato; muy pronto, no obstante, la hizo suya también la ultraizquierda o la izquierda populista: asombrosamente, mientras escribo estas líneas todavía no la ha mantenido en público el vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias. Sobra decir que se trata de un bulo, pero no que su crédito extraordinario nos recuerda la inolvidable lección de Goebbels que Trump, los brexiters y los secesionistas catalanes han renovado con maestría: las mentiras, cuanto más gordas, mejor (sobre todo para quienes están deseando creérselas).
La verdad es que, como la clase dirigente española casi al completo, el Rey cometió errores antes del 23 de febrero; errores graves, que propiciaron o facilitaron el golpe. Pero también es verdad que el Rey lo paró, entre otras razones porque era el único que podía pararlo: al fin y al cabo, era el capitán general del ejército y Franco había ordenado a los militares que le obedecieran como le habían obedecido a él. El bulo sobre los atentados de Atocha pretendía deslegitimar la victoria electoral socialista de 2004; el bulo sobre el golpe del 23 de febrero pretende deslegitimar la democracia actual: el llamado Régimen del 78.
En realidad, el golpe del 23 de febrero es el mito fundacional de la democracia española. Ahora bien, un mito es una mezcla de mentiras y verdades; es decir, una mentira, o una ficción. En este sentido —y en otros—, el golpe representa para los españoles más o menos lo que para los estadounidenses el asesinato de Kennedy. Primero, porque es el punto exacto donde convergen todos los demonios de nuestro pasado reciente; y, segundo —y en cierto sentido como consecuencia de lo anterior—, porque, igual que no hay norteamericano que no tenga una teoría o no conozca un secreto del asesinato de Kennedy, no hay español que no tenga una teoría o no conozca un secreto o una clave oculta del 23 de febrero.
¿Qué es un español? Es alguien que tiene una teoría o guarda un secreto del 23 de febrero. Hagan la prueba y verán: es el único test infalible de españolidad.
Por lo demás, el 23 de febrero de 1981 es un día cebado de sentido; mejor dicho: lo que está cebado de sentido es un instante de ese día. El instante preciso en que, mientras los golpistas irrumpían en el Congreso ordenando a tiros que los parlamentarios se tirasen al suelo y todo el mundo se refugiaba de las balas bajo sus escaños, tres hombres se negaron a obedecer.
Eran Adolfo Suárez, presidente del Gobierno; Santiago Carrillo, secretario general del PCE; y el general Manuel Gutiérrez Mellado, vicepresidente del Gobierno. Esos tres hombres habían sido, aparte del Rey, los artífices fundamentales del cambio de la dictadura a la democracia. Ninguno de los tres se había educado en la democracia y ninguno de los tres había creído en la democracia durante la mayor parte de su vida; llegado el momento de la verdad, sin embargo, ninguno de los tres dudó en jugarse la vida por ella.
El 23 de febrero de 1981 concluyen dos siglos de intervencionismo militar, pero, en el instante en que aquellos tres hombres se conjuraron sin saberlo en ese gesto supremo de rebeldía, empieza de verdad la democracia en nuestro país y termina la Transición, en ese instante termina también el franquismo y, dado que la dictadura no fue la paz sino la guerra por otros medios (dado que la guerra no duró tres años sino 43), en ese instante termina de verdad la Guerra Civil.
Ese es el auténtico gran secreto del golpe del 23 de febrero; un secreto que, como cualquier secreto valioso, estaba a la vista de todos, porque lo grabaron las cámaras de televisión: bastaba con saber mirar.
En cuanto a los tres hombres, fueron debidamente triturados, sobre todo por los suyos, que los consideraron tres traidores: Gutiérrez Mellado, un traidor a sus compañeros de armas, los militares de Franco, que lo odiaron a muerte por convertir el ejército franquista en un ejército democrático; Carrillo, un traidor a sus camaradas comunistas, que no le perdonaron —y siguen sin perdonarle— que antepusiera la democracia a la República, declarando obsoleto el dilema monarquía-república; y Suárez, bueno, Suárez fue el peor de los tres, el Gran Traidor: un obsequioso arribista que les había prometido a los jerarcas del Régimen, con su juventud insultante, su ladina simpatía y su apostura kennediana, perpetuar el franquismo sin Franco, y que, en un visto y no visto, en menos de un año fulgurante, desmontó la dictadura, convocó las primeras elecciones libres en 40 años y montó la democracia o los fundamentos de la democracia.
Los suyos los trituraron, a los tres, y durante muchos años los demás nos dedicamos a mirarlos por encima del hombro. Nadie, que yo sepa, les dio las gracias como es debido, no al menos en vida.
Así funciona la historia." (Javier Cercas, El País, 23/02/21)
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