"La idea de que los hombres poseen un cerebro masculino y las mujeres un cerebro femenino es muy antigua, anterior incluso a la propia investigación científica sobre el cerebro (lo que hoy llamamos neurociencia).
Ya en el siglo XIX y ante el creciente empuje del movimiento sufragista y la llamada primera ola del feminismo, la craneología y la frenología fueron utilizadas para demostrar que la inferioridad intelectual de las mujeres (y, por tanto, su papel subalterno en la sociedad) eran consecuencias naturales del menor peso y tamaño de sus cerebros (Russet, 2009).
Hoy en día estas ideas nos parecen ridículas. Actualmente sabemos que la frenología y la craneología son pseudociencias, y que el peso o el tamaño del cerebro no poseen ninguna relación con la inteligencia, ni con ninguna otra característica psicológica. Sin embargo, y como acreditan decenas de libros de divulgación y un incontable número de artículos de prensa, blogs, posts y tweets, la idea de que existen cerebros masculinos y cerebros femeninos sigue estando firmemente establecida en nuestra sociedad.
Evidentemente, ninguna de esas publicaciones mantiene que los cerebros de los hombres son superiores a los de las mujeres. Lo que sí propugnan es que los cerebros femeninos y los cerebros masculinos son claramente distintos, y que esas diferencias dotan a hombres y mujeres de habilidades cognitivas y disposiciones temperamentales distintas (como por ejemplo, que el cerebro masculino sería más matemático y racional mientras que el cerebro femenino sería más lingüístico y emocional).
Aunque más sutil en las formas, este nuevo mensaje no es muy distinto que su predecesor. Sigue siendo esencialista, ya que mantiene la idea de que todos los hombres son por naturaleza de una determinada forma y todas las mujeres son de otra, y, aunque parece igualitario, no lo es, ya que las habilidades y predisposiciones que se atribuyen al cerebro masculino son consideradas más importantes y gozan de una mayor valoración social que las atribuidas al cerebro femenino.
Además, la idea de que existen cerebros masculinos y cerebros femeninos es un mito, una conclusión arbitraria que emana de sesgos y estereotipos culturales y que no se corresponde con los resultados de la investigación neurocientífica, e incluso los contradice. Para demostrarlo, evaluaremos uno a uno los tres postulados principales de este modelo, a saber: 1) los cerebros de los hombres y de las mujeres presentan muchas diferencias entre sí; 2) esas diferencias son muy grandes, por lo que puede afirmarse que existen dos tipos de cerebros: un cerebro masculino y un cerebro femenino, y 3) la existencia de grandes diferencias cerebrales resulta en «grandes diferencias cognitivas», temperamentales y de comportamiento.
¿Existen muchas diferencias entre los cerebros de los hombres y los cerebros de las mujeres?
Ningún investigador o investigadora de este ámbito pone en cuestión la existencia de diferencias entre mujeres y hombres a distintos niveles de organización y funcionamiento cerebral. Ahora bien, si a esas mismas investigadores e investigadoras les preguntamos cuántas diferencias hay o cuáles son esas diferencias, encontraremos mucho menos consenso.
Así, por ejemplo, a nivel anatómico –que es en el que nos centraremos por ser el más accesible y mejor caracterizado– son pocas las diferencias que resultan incontrovertibles. La más evidente es una que ya hemos comentado: el cerebro de los hombres es, en promedio, un 11 % más grande que el de las mujeres. Sin embargo, esa diferencia es similar a la que se observa en nuestra altura o peso, así como en el volumen de otros órganos (hígado, corazón, riñones…), por lo que ese 11 % parece ser más un reflejo de las diferencias de escala o talla que existen entre nuestros cuerpos que una característica diferencial propia o específica de nuestros cerebros.
Mucho más complejo resulta concluir algo acerca de las posibles diferencias entre hombres y mujeres respecto al volumen de regiones cerebrales concretas, ya que no todos los estudios científicos encuentran los mismos resultados. Ante esta situación, lo único que puede hacerse es recurrir a un metaanálisis o intentar identificar una tendencia común en los estudios más fiables y, sobre todo, ser muy prudentes en nuestras conclusiones. Desgraciadamente, esto no es siempre lo que ocurre. Con demasiada frecuencia los resultados de un solo estudio son tomados como verdades absolutas, y sus conclusiones son comunicadas de forma precipitada e inexacta a la sociedad. Además, por lo general, los estudios que alcanzan esta popularidad no son los más fiables o representativos, sino aquellos que muestran diferencias más extremas.
Un ejemplo muy claro de este fenómeno es el caso del llamado cuerpo calloso (un conjunto de fibras que conecta los dos hemisferios cerebrales). El cuerpo calloso saltó a la fama en los años ochenta tras la publicación de un estudio en la revista Science que afirmaba que esta estructura es mayor en mujeres que en hombres (DeLacoste-Utamsing y Holloway, 1982). Aunque este estudio se basaba en una muestra pequeña y presentaba varias deficiencias metodológicas (véase Bishop y Wahlsten, 1997), un gran número de medios de comunicación se hizo eco de sus conclusiones, lo que instauró –tanto en la comunidad científica como en la sociedad– la idea de que esta era una diferencia fundamental entre hombres y mujeres. Sin embargo, algunos años después se publicó un metaanálisis (Bishop y Wahlsten, 1997) que llegaba a una conclusión totalmente opuesta: cuando se analizaban conjuntamente los resultados de todos los estudios publicados hasta esa fecha no parecía existir ninguna diferencia entre hombres y mujeres en cuanto al tamaño del cuerpo calloso. Es más, el artículo de DeLacoste-Utamsing y Holloway aparecía como una anomalía dentro del conjunto de estudios realizados, ya que mostraba resultados mucho más extremos que todos los demás.
No obstante, este metaanálisis pasó desapercibido. Ningún medio de comunicación reparó en él o, si lo hicieron, no creyeron que fuera noticioso, por lo que sus conclusiones solo llegaron a una pequeña parte de la comunidad científica. Así, a día de hoy el artículo de DeLacoste-Utamsing y Holloway (1982) sigue siendo mucho más citado que el de Bishop y Wahlsten (1997), y numerosas publicaciones no especializadas siguen afirmando taxativamente que el cuerpo calloso es mayor en mujeres que en hombres, e incluso presentando esta supuesta diferencia como responsable de un sinfín de supuestas diferencias cognitivas que tampoco han sido científicamente demostradas.
Con este ejemplo no se pretende decir que no existan diferencias anatómicas entre los cerebros de los hombres y los cerebros de las mujeres. Como hemos dicho desde el inicio de esta sección, las hay en varias regiones cerebrales y así lo corroboran diversos metaanálisis y macroestudios realizados con centenares o miles de participantes (Marwha, Halari y Eliot, 2017; Ritchie et al., 2018; Sanchis-Segura et al., 2019; Sanchis-Segura, Ibáñez-Gual, Aguirre, Cruz-Gómez y Forn, 2020). Ahora bien, estas diferencias no son muchas sino muchas menos» de las que parecen y de las que se publican, ya que algunas de ellas son en realidad falsos positivos (David et al., 2018; Fine, 2013). Además, y como demuestran esos mismos metaanálisis y macroestudios, el número de diferencias es también mucho menor que el número de no-diferencias (Marwha et al., 2017; Ritchie et al., 2018; Sanchis-Segura et al., 2019, 2020). Pese a todo ello, las similitudes entre hombres y mujeres siguen recibiendo mucha menos atención científica y mediática que sus diferencias. El problema es que, a fuerza de solo publicar y publicitar las diferencias entre mujeres y hombres, acaba pareciendo que solo existen diferencias y que, por tanto, somos diferentes en todo o que somos esencialmente distintos.
¿Son muy grandes las diferencias encontradas entre los cerebros de los hombres y los cerebros de las mujeres?
Para responder a esta segunda cuestión es necesario recordar que en la investigación científica solo se consideran diferencias aquellas que resultan estadísticamente significativas, pero es igualmente necesario aclarar que la significación estadística solo nos dice sí (existe una diferencia) o no (esa diferencia no existe), nada más. Así, por sorprendente que pueda parecer, el hecho de que una diferencia sea estadísticamente significativa no nos dice nada acerca de su tamaño (Cohen, 1994). Lo podemos ver más claramente con un ejemplo. La media de la altura en hombres es mayor que la de las mujeres. Si utilizamos una muestra representativa y suficientemente grande podremos comprobar que esa diferencia es estadísticamente significativa, pero seguiremos sin saber nada sobre el tamaño de la diferencia. Es decir, no sabremos cuántos centímetros de diferencia hay entre esas medias. Desgraciadamente, esto es algo que se olvida demasiado a menudo. Y lo que es peor, cuando una diferencia es estadísticamente significativa, generalmente asumimos que esa diferencia, debe ser grande y que, consecuentemente, también debe ser importante. Es decir, frecuentemente se confunden las diferencias estadísticamente significativas con las diferencias significativas, cuando en realidad son conceptos muy distintos.
Existen estadísticos que permiten determinar el tamaño de una diferencia, como la llamada d de Cohen (véase Ellis, 2010). Mediante este estadístico (Maher, Markey y Ebert-May, 2013), las diferencias pueden ser calificadas como pequeñas (cuando d > 0,2 pero menor que 0,5), medianas (d ≥ 0,5 pero menor que 0,8), grandes (d > 0,8 pero menor que 1,3) o muy grandes (d > 1,3). [1] Sin embargo, los estudios acerca de las diferencias cerebrales entre hombres y mujeres no siempre incluyen este tipo de estadísticos, lo cual propicia una interpretación libre y exagerada de esas diferencias. Así, sin medirlas, algunos artículos científicos y la mayoría de publicaciones no especializadas califican esas diferencias como muy grandes o fundamentales, y se llega en algunos casos al extremo de equipararlas al dimorfismo sexual que se observa en los órganos reproductores o de decirnos que los hombres (y sus cerebros) son de Marte y las mujeres (y sus cerebros) son de Venus.
En contraposición a toda esta desmesura, los metaanálisis y macroestudios –que sí miden el tamaño de las diferencias cerebrales observadas entre mujeres y hombres– nos ofrecen unas conclusiones muy distintas (véase Marwha et al., 2017; Ritchie et al., 2018; Sanchis-Segura et al., 2019, 2020). (...)
De hecho, cuando hablamos de diferencias, el tamaño importa (y mucho). Además, y al contrario de lo que frecuentemente afirman los proponentes y pregoneros de la existencia de cerebros femeninos y cerebros masculinos, los resultados de la investigación científica no demuestran que las diferencias cerebrales entre hombres y mujeres sean muy grandes o equiparables a las que se observan en sus órganos reproductores. Lo que la investigación científica nos demuestra es que en el cerebro humano no existe ningún caso de dimorfismo sexual, y que las diferencias que existen son, por lo general, pequeñas (McCarthy y Konkle, 2005; Joel, 2012; Ritchie et al., 2018; Sanchis-Segura et al., 2019, 2020).
Algunas personas argumentarán que estas conclusiones están sesgadas, que se refieren únicamente a diferencias anatómicas y que no tienen en cuenta que muchas diferencias pequeñas pueden sumarse y dar lugar a una gran diferencia, sobre todo a nivel funcional. Sin embargo, lo que se ha comentado respecto a las diferencias anatómicas parece ser también aplicable a lo que se observa a otros niveles de organización y funcionamiento cerebral.
Por otra parte, no se ha demostrado que las diferencias se sumen y, en todo caso, existen indicios (aunque controvertidos) de que posiblemente no lo hagan (Joel et al., 2015). Lo que sí sabemos es que, precisamente porque las diferencias cerebrales son pequeñas y no categoriales, las mujeres y los hombres forman dos grupos muy solapados en cualquier rasgo cerebral (Figura 1), por lo que las diferencias que se observan entre las medias de dichos grupos no necesariamente se reproducen entre todos los hombres y todas las mujeres (Figura 2). Esto no significa que las diferencias no puedan sumarse, pero sí que los sumandos de esta operación son distintos en cada individuo. En consecuencia, los cerebros no pueden ser agrupados en dos categorías homogéneas y mutuamente excluyentes de características típicamente masculinas o típicamente femeninas, sino que cada uno de ellos es un mosaico singular e idiosincrático que puede combinar ambas (Figura 2). Además, la mayor parte de las diferencias cerebrales no son estáticas, sino que su magnitud cambia a lo largo del ciclo vital o en respuesta a diversos estímulos, experiencias y circunstancias tanto fisiológicas como ambientales (McCarthy y Konkle, 2005; Arnold, 2014, 2017), lo que se traduce en un mayor grado de individualidad o mosaicismo cerebral.
Finalmente, es importante mencionar que cuando pasamos de considerar las diferencias cerebrales de una en una a integrarlas en circuitos funcionales, algunas de esas diferencias no se suman, sino que se restan (De Vries, 2004; Arnold, 2014). Es decir, hay diferencias que funcionalmente anulan o compensan otras diferencias, haciendo que mujeres y hombres sean más similares y no más diferentes entre sí. Este tipo de compensaciones se han descrito no solo en el cerebro, sino también en otros órganos y tejidos y afectan incluso a las diferencias sexuales más elementales (De Vries y Forger, 2015). Así, por ejemplo, en las mujeres –pero no en los hombres– se produce un proceso epigenético mediante el cual uno de sus dos cromosomas X queda inactivado, eliminando así buena parte de las diferencias genéticas esperables desde su distinto complemento cromosómico (XX o XY). Es decir, lo que aparentemente son dos diferencias sexuales (una genética y otra epigenética), en realidad son una fuente de convergencia y similitud entre los sexos. La existencia de este tipo de compensaciones no debiera sorprendernos demasiado, pues si bien existe una evidente presión evolutiva para que machos y hembras mantengan dos funciones reproductoras distintas, también existe una fuerte presión evolutiva para que machos y hembras no sean demasiado distintos en aquellos aspectos que no conciernen a la reproducción. Así, conviene recordar que "los procesos compensatorios que previenen efectos colaterales de la diferenciación sexual pueden ocurrir una y otra vez, tanto en los organismos en desarrollo como en los adultos, tanto a nivel molecular como macroscópico. El cerebro puede ser el lugar idóneo para detectar esas compensaciones […] Las diferencias cerebrales ligadas al sexo pueden causar, pero también prevenir, diferencias funcionales y conductuales entre los sexos" (De Vries y Södersten, 2009, pp. 593-594).
Y si los cerebros de las mujeres y los hombres no son tan distintos, ¿por qué su comportamiento sí lo es?
Esta pregunta es muy recurrente, pero parte de una premisa falsa, ya que la mayoría de las diferencias cognitivas, temperamentales y comportamentales entre mujeres y hombres no son muy grandes sino que son tan o más «pequeñas» que las que se observan en sus cerebros. De hecho, al igual que ocurre a nivel cerebral, puede afirmarse que hombres y mujeres son psicológicamente mucho más similares que distintos entre sí.
Esta conclusión (conocida como the gender similarities hypothesis o la hipótesis de las similaridades de género) la propuso inicialmente la investigadora Janet Shibley Hyde, quien, tras haber realizado ella misma decenas de metaanálisis sobre las diferencias entre hombres y mujeres en diversos rasgos psicológicos, decidió realizar un análisis conjunto de los resultados de 46 metaanálisis publicados sobre diferencias conductuales entre mujeres y hombres (Hyde, 2005). Los resultados de este meta-meta-análisis fueron muy claros. En 96 de los 124 rasgos evaluados (77,4 %) las diferencias eran pequeñas (d < 0,35) o virtualmente inexistentes. En cambio, solo en dos rasgos (1,61 % del total) las diferencias eran «muy grandes» (d > 1,3) y estas se observaban en dos capacidades motoras, no cognitivas: la velocidad y distancia a la que mujeres y hombres son capaces de lanzar objetos.
Esos resultados eran similares a los que ya había obtenido la misma investigadora en un meta-meta-análisis anterior (Hyde y Plant, 1995) y también a los encontrados en otro posterior (Zell, Krizan y Teeter, 2015). En este último estudio –realizado de manera independiente por otro equipo investigador– se incluyeron los resultados de 106 metaanálisis que evaluaban las diferencias entre hombres y mujeres en 386 rasgos psicológicos, observándose que en 330 de ellos (85,49 % del total) las diferencias eran pequeñas (d < 0,35) o virtualmente inexistentes, y solo en tres (0,8 %) el tamaño de las diferencias era muy grande. Así, la diferencia media en todos estos rasgos era pequeña, con un valor de d de 0,21 (Figura 3).
En resumen, las diferencias cognitivas, temperamentales y conductuales entre hombres y mujeres son pequeñas,
como también lo son las que encontramos a nivel cerebral. Estos datos
desmienten rotundamente el mito de los cerebros masculinos y cerebros
femeninos difundido a través de innumerables medios y publicaciones. Por
ello, es posible que estos datos y las conclusiones de este artículo
resulten sorprendentes e incluso difíciles de creer para algunas
personas. Pero lo que eso nos indica es que, aunque no hay grandes
diferencias entre los cerebros de las mujeres y los cerebros de los
hombres, sí las hay dentro de nuestras cabezas, en forma de
estereotipos acerca de cómo son y cómo deben ser los hombres y las
mujeres. Estos estereotipos de género nos hacen ignorar las semejanzas y
exagerar las diferencias, creándolas incluso cuando y donde no las hay
(ej. Sanchis-Segura, Aguirre, Cruz-Gómez, Solozano y Forn, 2018; Spencer
et al., 1999). Por todo ello, resulta imprescindible combatir estas
falsas creencias y, como aquí se ha intentado evidenciar, la mejor forma
de hacerlo es mediante la investigación científica." (Carla Sánchez-Segura, Viento Sur, 03/03/21)
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