"A finales de 2022 llegaba a las librerías 1969 (Navona;
L’Altra, en catalán), novela a la que el escritor Eduard Márquez
(Barcelona, 1960) ha dedicado los últimos ocho años. En el transcurso de
este largo período se ha documentado de forma más que exhaustiva: ha
acumulado cientos de libros y revistas, miles de documentos de archivo y
horas y horas de entrevistas. El resultado es una novela documental,
construida como un collage, a partir de pequeños fragmentos
escogidos entre el material acumulado. En sus más de 500 páginas, el
autor pone el foco en el año que marca el inicio del fin de la
dictadura, y en una ciudad especialmente bulliciosa, Barcelona. Pero 1969
no nos habla únicamente de aquellos doce meses, sino también del inicio
de toda una época, los años 70, caracterizada tanto por las
aspiraciones de cambio radical como por las desilusiones con las que,
muchas veces, culminaron estas expectativas.
El final del
franquismo y la transición están muy presentes en el debate público. Es
un período del que se habla mucho, pero sobre el que siempre suelen
repetirse los mismos lugares comunes. ¿Cómo ha cambiado tu mirada sobre
aquella época la elaboración del libro?
Cuando empecé a trabajar
en la novela, la idea de la transición modélica, gracias a la cual unas
cuantas mentes preclaras y generosas nos regalaron la democracia, ya
estaba muy desacreditada. De manera que me encontré con una visión menos
modélica y más colectiva. Es decir, una visión que reconoce la enorme
violencia del proceso y que asume la presión que se ejerció desde
multitud de organizaciones para forzarlo y canalizarlo. En este sentido,
es sorprendente la gran cantidad de material académico sobre
organizaciones de todo tipo —políticas, laborales, sociales,
culturales…— que jugaron un papel en el cambio. Ahora bien, a pesar de
esto, creo que hay que abrir aún más el foco y recuperar la fuerza de la
calle y de la gente anónima que, sin estar encuadrada o estando
encuadrada en organizaciones pequeñas o marginales, también puso su
grano de arena para mejorar la vida de su barrio, o la escuela de sus
hijos, o las condiciones laborales de su lugar de trabajo, o los
derechos de determinados colectivos… Una labor de desgaste más diversa
de lo que se cree y que hay que reivindicar. En la línea, un poco, de la
intrahistoria de Unamuno.
Me pareció muy pertinente el titular de uno de los artículos que se han publicado sobre 1969:
“Cosas del franquismo que había que contar”. ¿Hasta qué punto hemos
fallado como sociedad a la hora de transmitir lo que pasó durante la
dictadura?
A pesar de que pueda parecer mentira, sí queda mucho
por contar. Porque hay mucho material en los archivos que aún no ha
salido a la luz y, sobre todo, porque hay mucha gente que aún no ha
tenido la oportunidad de explicar su historia. Curiosamente, además, a
raíz de la publicación de la novela he podido conversar con lectores
jóvenes y me atrevería a afirmar que muchos de ellos desconocen lo que
ocurrió o que, si lo conocen, tienen una visión muy parcial o sesgada.
En este sentido, sí creo que hemos fallado como sociedad porque, en
muchos casos, les hemos escatimado la información necesaria para conocer
y comprender la historia de sus propias familias y para entender muchas
de las derivadas de todo aquello que aún influyen en la realidad
actual.
Precisamente el material de archivo ha sido una de las
bases para construir el libro. Aunque algunas de tus anteriores
novelas, como El silencio de los árboles o La decisión de Brandes, ya tenían un trasfondo histórico y estaban sustentadas en una amplia documentación, con 1969 has dado un paso más allá.
La
documentación ha sido siempre una de mis obsesiones. En este sentido,
me gusta mucho una afirmación de Haruki Murakami: “Cuando tu trabajo
consiste en mentir, lo que debes conocer mejor que nadie es la verdad”.
Es decir, para que la ficción funcione, para que la ficción huela a
realidad y el lector no se sienta engañado, hay que conocer a fondo esa
realidad. Si esto es evidente en cualquier novela, aún lo es más en una
novela como 1969, que pretende narrar el principio del final de
la dictadura en Barcelona. Para poder escribirla, necesitaba zambullirme
en la “verdad” del franquismo, y esa “verdad” está en los archivos,
donde he podido entrar en contacto directo con muchas de las caras del
régimen: la represiva, la judicial, la política, la social, la moral, la
religiosa…
Además de la enorme utilidad histórica de la información recogida, la convivencia cotidiana con ese material ha sido determinante a la hora de encontrar la estrategia narrativa final, basada en la combinación de documentos de todo tipo —informes, sentencias, decretos, discursos, cartas, manuales, sermones, permisos, manifiestos, octavillas…— y de las voces de quienes, generosamente, han aceptado explicarme sus historias o, incluso, me han facilitado material personal de la época como cartas o diarios.
Efectivamente, a
parte de los documentos, la otra gran materia prima con la que has
compuesto la novela son las entrevistas, al modo de Svetlana
Aleksiévich. Algunas de ellas son auténticamente conmovedoras. Hay gente
que te ha confiado episodios de su vida que apenas habían contado.
¿Cómo conseguiste la complicidad de estas personas? ¿Qué te ha aportado
su testimonio más allá del material que has utilizado para el libro?
Justamente,
parafraseando a Svetlana Aleksiévich, he tenido la suerte y el
privilegio de convertirme en un “hombre-oreja”. En alguien que escucha y
que transmite lo que se le cuenta. De ahí que, para recoger el máximo
de información posible de quienes vivieron la transición en directo,
haya hecho decenas de entrevistas. Durante meses. Durante años.
Centenares de horas de grabaciones. Para conseguirlo, solo hace falta
saber escuchar y, sobre todo, no prejuzgar. Esta es la mejor manera de
ganarse la confianza de la gente. Callando y escuchando. De manera
honesta y sincera. Para revivir con ellos. Para emocionarse con ellos.
Y, en el fondo, para aprender de ellos. Y esto último ha sido y continúa
siendo muy importante para mí. Porque son personas que, en muchos
casos, por lo que les ha tocado vivir, nos llevan mucha ventaja en sus
reflexiones sobre la vida, la lucha, el compromiso, el inconformismo, la
violencia, la culpa, el perdón, el arrepentimiento, la derrota, la
resignación… Para mí, sin ninguna duda, ha habido un antes y un después.
Porque me han ayudado a entender mejor lo que pasó entonces y, por si
fuera poco, han enriquecido mi mirada sobre la realidad actual.
Muchos de estos protagonistas guardan un sabor agridulce sobre la
época. Se consiguieron muchas cosas —entre ellas, que cayera el
franquismo—, pero otras tantas expectativas quedaron frustradas. ¿Les
debemos algo, como sociedad?
Sí, más allá de los reconocimientos
institucionales, justos y necesarios, debemos darles la oportunidad de
contarnos sus vidas. Desafortunadamente, no hemos podido salvar del
olvido, de manera extensiva, a la generación que vivió la guerra civil.
Creo que no podemos cometer el mismo error con la generación que vivió
la transición. Es cierto que están en marcha numerosos proyectos de
historia oral, por parte de organizaciones políticas, sindicales,
laborales o sociales, pero es necesario ir más allá y generar depósitos
de memoria oral que recojan el mayor número posible de testimonios. Una
labor complicada, sí, pero ineludible y urgente. Porque el tiempo juega
en nuestra contra. Sin ir más lejos, en los últimos meses, he perdido a
tres de mis “protagonistas”.
Una de las cosas que me deslumbró de la novela fue su fuerza torrencial: desde el primer fragmento del collage
que la compone, sus páginas te arrastran como un río desbordado:
huelgas, manifestaciones, choques con la policía, panfletos, pintadas…
Esto transmite muy bien lo que sucedía en la época: un bullicio
constante en las calles.
Sí, me ha fascinado la sensación de
hormigueo constante. De baja intensidad, a menudo con poca gente
implicada, sí, pero constante. A lo largo de un día, se puede encontrar
constancia de manifestaciones de obreros, de estudiantes, de vecinos, de
huelgas, de asambleas en las empresas, en las universidades y en los
institutos, de reuniones en las parroquias, de boicots, de sabotajes, de
ataques a entidades bancarias o a determinadas empresas, de
expropiaciones… Un hormigueo que, en algunos momentos, no solo me ha
fascinado, sino que me ha generado un poco de envidia.
¿Envidia porque hoy vivimos aletargados?
Más o
menos. Por suerte, hay muchos frentes de acción abiertos. Y con una
gran incidencia sobre la vida cotidiana de la gente. Alquileres,
energía, bancos de alimentos, violencia de género, ayuda a los mayores,
acogida de migrantes… Con mucha gente comprometida. Pero echo en falta
ese hormigueo, ese runrún constante de la transición, cuando, por
ejemplo en el año 76, todo se juega en las calles. Los poderes políticos
y económicos tendrían que notar constantemente el aliento de la gente
en el cogote. Tendríamos que ser capaces de ejercer una presión
incesante sobre ellos. Para recordarles que estamos ahí y que no pueden
pasar de nosotros. Y me temo que, por ahora, esto no es así. Tenemos
demasiadas tragaderas.
Utilizas una abundante documentación
policial. Una de las cosas que seguramente sorprenderá a mucha gente es
el nivel de detalle con el que la policía monitorizaba las actividades
de la oposición. Hay un documento hilarante, en el que se describe el
mensaje, color y medidas de todas las pintadas que una patrulla se va
encontrando en su camino durante una sola noche. ¿Qué nos dice esta
obsesión sobre el carácter del franquismo?
Que el control social
era mucho más minucioso de lo que a menudo se explica y de lo que mucha
gente se imagina. Informes policiales diarios sobre lo que sucedía en
las fábricas, en las universidades, en las parroquias, en los actos
públicos… Más los informes de los confidentes, de los infiltrados, de
los ciudadanos anónimos… Además, hay que tener en cuenta que se tenía
que pedir permiso para todo: para reuniones de escalera de vecinos o de
accionistas de una empresa, para fiestas de cumpleaños y para bodas,
para presentaciones de libros o de discos, para inauguraciones de
locales comerciales, para desfiles de moda, para concursos de cocina,
para proyecciones de películas, para fiestas escolares, para conciertos,
para bailes y verbenas… Con los pertinentes informes posteriores, en
los que se deja constancia del horario, del número de asistentes y de
los posibles incidentes antirreglamentarios. Por ejemplo, que en algún
concierto se haya cantado una canción subversiva que no estaba en la
lista presentada a la hora de pedir el permiso. Con la sanción
consiguiente para que el cantante se abstenga en el futuro de
interpretar canciones fuera del programa.
Cuando se habla de represión, solemos tener en mente
únicamente su vertiente política: la practicada contra los militantes
del antifranquismo. Pero la represión iba mucho más allá. Me refiero,
por ejemplo, al caso de la chica que, tras irse a vivir por su cuenta,
es denunciada por sus propios padres y termina en un correccional de las
adoratrices dependiente del Patronato de Protección de la Mujer. Lo que
te cuenta pone los pelos de punta.
Porque el control no era solo
político, para neutralizar a la disidencia y mantener la tan loada paz
social. Era también un control religioso, moral, pedagógico, familiar,
estético, sexual… Que abarcaba las costumbres, las relaciones
personales, la ropa, la música, las lecturas… Una uniformidad que
dejaba muy poco margen para el enfrentamiento colectivo e individual.
Porque topaba con la policía o con los padres, con los curas o con los
profesores, con los serenos o con los vecinos, con los compañeros de
clase o de trabajo… Pero también es verdad que mucha gente, a menudo a
título individual, supo aprovechar ese poco margen para plantar cara en
su entorno más cercano, con consecuencias, en algunos casos, como las
que mencionas: padres denunciando a sus propios hijos por su
comportamiento, por su manera de vestir, por sus amigos…
A
menudo, en los actos de promoción del libro, se te ve con una camiseta
con una ilustración de una publicación clandestina del MIL-GAC, en el
que militó Puig Antich. ¿Puedes contarme por qué?
Para mi “uniforme promocional”, opté por hacerme una camiseta con una viñeta de la revista CIA (Conspiración Internacional Anarquista)
en que se ve a Olivia con las siglas GAC añadidas con letraset en el
pecho. ¿El motivo? Porque me gusta pensar que yo también soy un Grupo
Autónomo de Combate. Me habría gustado añadirle una L para generar la
sigla de Grupo Autónomo de Combate Literario, pero no había suficiente
espacio.
Empezaste este proyecto queriendo hacer una novela
que fuera de 1969 a 1980. De momento, y no es poco, nos has ofrecido el
pistoletazo de salida. A partir de ahora, ¿qué?
Ahora toca
esperar y ver. Si encuentro los medios para establecer unas condiciones
menos costosas para mi bolsillo, seguiré adelante e intentaré llegar al
año 1980. En caso contrario, tendré que dejarlo aquí. Y, por lo que han
representado para mi vida personal y literaria, por todo lo aprendido y
por todas las emociones vividas, los últimos ocho años de trabajo ya
habrán valido la pena. Sin duda." (Pau Casanellas, El Salto, 22/03/23)
No hay comentarios:
Publicar un comentario