Y tienen que transcurrir unos años más, tal vez estar ya cerca de la vejez, saberse más frágil, más vulnerable, más necesitado de los otros, para apreciar de veras la amabilidad -pariente próxima muchas veces de la bondad-, más allá de formulismos ridículos y de los manuales de urbanidad de nuestros abuelos. Que, al salir de casa, el portero te dedique una sonrisa o un gruñido; que el taxista te salude amable y te permita elegir entre el silencio, una buena música, una conversación agradable, o te condene a escuchar a todo trapo la Cope, un partido de fútbol o su intercambio de insultos obscenos con los conductores que se cruzan en su camino; que otros pasajeros te cedan el asiento o te aparten a empujones de la puerta del metro o el autobús; que los camareros, los dependientes -y no digamos los fun-cionarios- te atiendan cordiales o te condenen a la invisibilidad, son pequeñas cosas que le cambian el color y la música al día, que modifican nuestro estado de ánimo, aumentan o disminuyen nuestra calidad de vida.
La amabilidad tiene mayor valor para los débiles, porque necesitan más de ella, al ser menos capaces de valerse por sí mismos." (ESTHER TUSQUETS: Elogio de la amabilidad. El País, Opinión, 11/01/2009, p. 31)
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