"No ha habido muchos concilios universales (ecuménicos) en la historia de
la Iglesia, ahora llamada Romana. Apenas veintiuno. En palabras de
Francisco de Vitoria, “desde que los papas comenzaron a temer a los
concilios, la Iglesia están sin concilios, y así seguirá para desgracia y
ruina de la religión”. (...)
Era muy evidente que la Iglesia romana estaba fuera del mundo desde
el Vaticano I, celebrado casi un siglo antes bajo la batuta de un
pontífice desbocado, Pío IX. Así que Juan XXIII, un Papa fieramente
humano, quería nada menos que poner al día (aggiornamiento) a
su Iglesia. Quería borrar la huella del Vaticano I, donde Pío IX, un
psicópata, se había proclamado infalible y engordaba cada día el Syllabus errorum modernorum, en guerra total contra la modernidad entera.
Su Índice de libros prohibidos, un apagón cultural más allá de toda imaginación, incluía a los fundadores de la ciencia moderna e incluso a la Crítica de la razón pura
de Kant, y desde luego a Copérnico y Galileo, a Descartes y Pascal, a
Spinoza, Mill, Comte, Condorcet y Ranke, por supuesto a Rousseau y
Voltaire, a la Enciclopedia de Diderot y hasta al Diccionario Larouse, y
también a los más grandes de la literatura de todos los tiempos.
Si después de Auschwitz y dos guerras mundiales era difícil escribir
poesía (como supuso Adorno), peor lo tenía la Iglesia romana, fuera del
mundo desde que Pío IX acordó aquel catálogo de los errores que incluía
a todo lo que se moviera más allá (y más acá) de Trento.
Con Pío IX,
Roma se echó encima a media humanidad. La gota que colmó el vaso fue su
decisión de proclamarse a sí mismo ¡infalible! decidiendo, además, que
tal cosa era dogma de fe. Grandes prelados del Vaticano I, sobre todo
los centroeuropeos, salieron despavoridos del concilio tras fracasar en
su intento de impedir semejante extravagancia.
Juan XXIII quiso cerrar el error Vaticano I con un nuevo concilio,
para colocar a su iglesia en la modernidad, haciéndola humana, sensible,
cercana. Sus propuestas iban en esa dirección, no había otra posible. Y
quiso hacerlo desde la verdad, desde la humildad. Lo dijo con palabras
que aún parecen provocativas porque obispos españoles siguen predicando
lo contrario. Afirmó: “La libertad religiosa debe su origen, no a las
iglesias, ni a los teólogos, y ni siquiera al derecho natural cristiano,
sino al Estado moderno, a los juristas y al derecho racional mundano,
en una palabra, al mundo laico”.
Suele creerse que la elección de Juan XXIII sorprendió a todo el
mundo. No es cierto. El cardenal Roncalli era un papable seguro desde
que fue encargado por Pío XII para resolverle la terrible crisis del
episcopado francés que había colaborado con el régimen filonazi del
mariscal Petain.
El diplomático Roncalli, entonces arzobispo, viajó a
París como nuncio apostólico y en apenas tres meses logró convencer al
general De Gaulle de que la República renunciase a enviar al exilio (e,
incluso, a procesar) a los mitrados colaboracionistas (una veintena),
limitándose a castigar a tres de ellos con un ostracismo bendecido por
el Vaticano. Fue la de Roncalli una gestión impresionante,
universalmente aclamada (salvo en la España nazi-católica, obligada al
silencio).
En España, había una razón para recelar de la convocatoria del
concilio. El papa Roncalli era detestado por el Régimen. Poco antes de
ser elegido Papa, en pleno cónclave (28 de octubre de 1958), el
embajador de España ante la Santa Sede dirigió un telegrama al ministro
de Asuntos Exteriores cuyo texto decía: ‘Alejado el peligro Roncalli’.
Horas después, Roncalli era elegido papa. Siendo ya cardenal, había
viajado por España durante semanas sin rendir pleitesía al llamado
Caudillo, ni a otras autoridades eclesiásticas, como era costumbre,
haciendo a veces ironías sobre la extravagante situación política
española.
Había otras razones. Era conocido que al papa Roncalli le disgustaba
que a la guerra civil desatada por Franco con el apoyo de los jerarcas
eclesiásticos se le llamase Cruzada (tenía prohibido usar esta
palabra en su presencia). Y también que había ordenado paralizar todos
los procesos de beatificación de los llamados mártires de esa criminal
contienda.
Franco supo también que Roncalli había protegido a los
nacionalistas vascos en el exilio, entonces democristianos, sobre todo
desde la Nunciatura del Vaticano en París. Lo cierto es que Juan XXIII
–al que se atribuían orígenes familiares en el valle navarro del
Roncal-, conocía muy bien la realidad de los obispos españoles, muchos
de los cuales, en el momento de empezar el concilio, estaban celebrando
con grandes palabras, con obscenos sermones, los llamados Veinticinco
Años de Paz en España." (El País, 20/10/2012)
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