" (...) Aquí queremos contextualizar en su particular diversidad dos de las
más llamativas desigualdades económicas que tienen lugar entre nosotros.
La primera, la de ese reducido estrato social que acapara una porción
de renta descomunal por relación a su tamaño numérico, los que se suelen
denominar como “upper-class”, y que en lenguaje más popular son “los
ricos”.
La segunda, la del amplísimo estrato de los que están excluidos
del trabajo suficientemente remunerado, bien por hallarse en paro bien
por poseer empleos que no proporcionan un nivel de vida digno.
Con respecto a los ricos, hay que empezar con la constatación
bastante obvia de que el siglo XXI es en materia de desigualdad una
época weberiana, no una marxista. Vamos, que la riqueza no conecta con
la propiedad sino con la burocracia, en concreto con la organización
gestora de los conglomerados empresariales y financieros.
Como Max Weber
anunció, el uso exclusivista de la información por parte de quienes se
sitúan en lo más alto de las burocracias es lo que les permite fundar su
poder, en este caso el de apropiación privilegiada de rentas. El
capitalismo actual es un capitalismo de gestores, no de propietarios.
La
propiedad de los conglomerados empresariales o financieros se disemina
entre los muchos, pero esos muchos desinteresados confían la gestión a
los pocos. Es un fenómeno económico conocido que ya Adam Smith anotaba
con preocupación en sus albores como posible fuente de “insensatez,
negligencia y derroche”, palabras que suenan a conocido después lo
ocurrido anteayer en el pistoletazo de salida de la crisis.
El gobierno corporativo se materializa en una relación de agencia
descompensada, en la que el agente domina al principal y es capaz de
imponer sus propios intereses particulares a los del conjunto que se le
ha confiado, no digamos al de sus pasivos propietarios.
Las empresas son
burocracias, como los partidos políticos, y por ello están sometidas a
las mismas leyes de hierro de la oligarquía de control. Y no se percibe,
de momento, manera de desactivarlas desde la propia economía.
De esta forma concreta de desigualdad económica interesa destacar dos aspectos: por un lado, la proximidad amistosa de la élite managerial
privada con la élite político-burocrática, una interpenetración
(¿complicidad?) que contribuye a sostener el andamiaje con el que los
gestores desvían en su favor las rentas de situación correspondientes.
Porque solo desde la política podría controlarse esta forma de saqueo
organizada. Pero la política no percibe incentivos concretos para
intervenir autoritariamente en ese mundo, algo que, por otro lado, le
generaría dificultades sin cuento en el corto plazo.
El otro aspecto es el de la legitimación social, es decir, los
valores socialmente difusos que permiten a este estrato obtener unos
rendimientos tan descomunales sin mayor oposición.
Las sociedades
occidentales aceptan hoy sin mayor cuestionamiento (también los medios
creadores de opinión son dirigidos por gestores) la idea de que los
conocimientos o habilidades especiales de un individuo legitiman sin más
su renta superior, y además no poseen ningún criterio sobre sus límites
(¿cuántos cientos de miles de euros debe ganar un cirujano
cardiovascular o un gestor habilidoso de fondos?).
Se cree, con
inexplicable ingenuidad, que hay un mercado que lo determina
adecuadamente.
Esta aceptación acrítica de esta desigualdad concreta implica que no
se percibe que el éxito individual es en gran parte el fruto de una
previa organización social muy compleja, de manera que el mérito (si de
tal hay que hablar) es social y no individual. De nada le valdría a
Ronaldo su peculiar habilidad con la pierna si no se hubiera
desarrollado la sociedad en que crece.
Pero es que, además, existe una
peculiar tautología en la explicación social funcionalista de la
desigualdad managerial: las élites afirman que su alta
retribución se debe al hecho de que desarrollan una actividad
especialmente necesaria y apreciada, pero la única prueba de ello es el
hecho de que reciben una retribución muy alta.
Una circularidad
argumentativa carente de corroboración externa. Y es que el darwinismo
siempre fue una explicación “excesiva” en lo social, pues justifica
cualquier desigualdad existente por el simple hecho de existir.
Por su parte, la exclusión económica de la parte de población que carece
de empleo retribuido dignamente obedece sin duda a razones económicas
conectadas a la exposición a una globalización acelerada.
Quienes no
pueden situarse en Occidente en un nicho particular de trabajos
protegidos de la competencia mundial, ven desplomarse su retribución o
su empleabilidad, que tiende a igualarse a la de sus homólogos
orientales, y engrosan las filas de un estrato nuevo: la de quienes, aun
trabajando, no podrán vivir.
Dicho de otra forma, parece bastante
cierto que las sociedades desarrolladas no pueden dar trabajo aceptable a
todos sus miembros: la contradicción fundamental es que todos necesitan
trabajar para vivir, pero que la sociedad no necesita del trabajo de
todos para crecer. El frío dato globalizador oculta, además, unas contradicciones de
segundo orden que son tan llamativas como deliberadamente ocultadas: las
que operan entre generaciones o, si se prefiere, entre el tiempo
presente y el futuro.
Las sociedades europeas son de hecho unos sistemas
económicos depredadores del futuro, y quienes viven razonablemente bien
en ellas lo hacen a costa de la exclusión de las generaciones más
jóvenes. (...)" (
José María Ruiz Soroa
, El País 17 SEP 2013 )
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