"(...) Los efectos de la crisis sobre la distancia entre ricos y pobres son tan
palmarios en las estadísticas como lo son en la realidad de cualquier
ciudadano que pise la calle. El empobrecimiento es la primera y más
directa consecuencia de la desigual distribución de las cargas impuestas
por las políticas de austeridad. Pero, ¿qué consecuencias se derivan de
la desigualdad, más allá de la pobreza? (...)
Sin embargo, junto con los posibles estallidos de una ciudadanía
impotente, quizás el riesgo más profundo y corrosivo de la desigualdad
se encuentra en la ruptura de la cohesión en la que se sustenta la
convivencia social.
Una sociedad con amplias desigualdades está
altamente incapacitada para alcanzar un acuerdo básico sobre derechos y
deberes.La empatía o capacidad para comprender o simpatizar con la posición del otro es un pilar fundamental de la convivencia social. (...)
La misma lógica empática —la de pensarse en otra posición social— es
el ejercicio que subyace en conocidas teorías sobre la justicia. Si
desconociésemos en qué lugar de la sociedad nos va a tocar vivir y
pudiéramos imaginarnos más o menos ricos, mejor o peor dotados de
inteligencia o más o menos beneficiados de un entorno favorable,
entonces estaríamos en mejores condiciones para elegir los principios de
justicia que deben regir una sociedad. Interiorizar la incertidumbre
sobre nuestro destino social nos llevaría a escoger un conjunto de
obligaciones y derechos más justo y aceptable por todos.
La
desigualdad, por tanto, erosiona la empatía que alimenta la convivencia
social. Cuanto más distintos somos, más difícil será pensarnos en la
condición de los otros y encontrar intereses comunes. Y, más importante,
menos predispuestos estaremos a someternos a las decisiones de quienes
creemos que nada tienen que ver con nosotros.
¿Por dónde puede
comenzar a abrirse esa brecha? Es posible que la desconfianza se
intensifique primero entre los grupos de ciudadanos que menos tienen,
que son los que muestran habitualmente niveles más altos de desafección,
para acabar extendiéndose entre los más ricos.
El principal sustento de
la confianza social quedaría relegado a una cada vez más exigua clase
media. Según la última Encuesta Social Europea, esa es la radiografía
social en algunos países donde se combinan niveles muy bajos de
confianza social y desigualdad. En Portugal, Chipre, Rusia, Eslovaquia o
Bulgaria la relación entre ingresos y confianza social tiene forma de U
invertida.
Quienes menos confían en la buena voluntad de sus
conciudadanos son, sobre todo, los grupos más pobres. Sin embargo, a
diferencia de otros países, esa valoración no mejora linealmente con los
ingresos, pues la confianza tiende a caer ligeramente entre los grupos
con ingresos más altos.
Cuanto más distinta es una sociedad, menos
abundantes son las valoraciones positivas del prójimo, especialmente
entre quienes menos se parecen entre sí: los polos extremos de la
distribución de ingresos.
Lo contrario ocurre en las sociedades
más igualitarias. Los ciudadanos de los países nórdicos son los que
muestran valoraciones más positivas sobre cuánta justicia, buena fe o
ayuda puede esperarse de los demás.
En estos países la distancia entre
los que tienen mucho y los que tienen poco es menor, lo que fomenta la
percepción del otro como un igual. Seguramente ello explica que las
opiniones sobre el prójimo sean muy similares entre los distintos grupos
sociales, lo que a su vez indica un alto nivel de cohesión social.
En
definitiva, es bien cierto que la desigualdad corroe el proyecto
europeo. Pero eso solo nos muestra una parte del lastre al que Europa
está condenándose. A los países en el furgón de cola se les imponen,
además, dos castigos adicionales: el más inmediato y visible, el
empobrecimiento de la mayoría de la población.
Y el más corrosivo, lento
y de largo plazo: el de su creciente incapacitación para llegar a
amplios acuerdos sobre el conjunto de normas que debe regular la
convivencia social." ('La desigualdad más allá de la pobreza', de Sandra León en El País, en Caffe Reggio, 17/01/2014)
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