"(...) A finales del siglo XVIII, la esclavitud en los EEUU era una
institución en declive. Los plantadores de tabaco en Virginia y Maryland había
agotado su tierra y se estaban pasando al trigo. El trabajo asalariado estaba
reemplazando cada vez más al trabajo esclavo, tanto en las zonas urbanas como
en las zonas rurales del alto Sur.
Y entonces llegó el algodón.
La primera parte de esta historia es harto conocida: la invención de
la rueca algodonera hacia 1790 y el correspondiente incremento de la capacidad
industrial en Gran Bretaña y en el Norte urbano posibilitó el cultivo rentable
de algodón en una vasta región del bajo Sur que se extendía entre Carolina del
Sur y la Louisiana: el llamado “Reino del Algodón”.
Entre 1803 y 1838, los EEUU, celebérrimamente personificados por
Andrew Jackson, libraron una guerra de varios frentes en el Sur profundo.
Durante esos años, los EEUU suprimieron las revueltas de esclavos y pacificaron
a los blancos todavía leales a las potencias europeas que otrora controlaran la
región.
Hacia finales de la década de los 30 del XIX, los semínolas, los
creeks, los chikasaws, los choctaws y los cheroquis habían sido todos
“removidos” de sus territorios al oeste del Misisipi. Sus tierras expropiadas
sentaron las bases del sector dirigente de la economía global en la primera
mitad del siglo XIX.
En la década de los 30, centenares de millones de acres de tierra
conquistada fueron inventariados y puestos en venta por los Estados Unidos. Esa
vasta privatización del dominio público desencadenó uno de los mayores booms económicos registrados hasta
entonces en la historia mundial.
Capitales de inversión procedentes de Gran
Bretaña, el continente europeo y los estados del Norte fluyeron masivamente
hacia el mercado de tierras. “Empujados por este estimulante proceso, los
precios subieron como el humo”, dejó escrito el periodista Joseph Baldwin en
sus memorias, The Flush Times of Alabama
and Mississippi.
Sin esclavitud, empero, los mapas del inventario de la General Land
Office (Agencia General de Tierras) no habrían pasado de un imposible plan de
ciencia ficción para la sociedad. Entre 1820 y 1860, más de un millón de
personas esclavizadas fueron trasladadas del alto al bajo Sur, la gran mayoría
de ellas por tratantes de esclavos en guisa de inversores capitalistas de
riesgo a los que los esclavos llamaban “conductores de almas”.
La primera
oleada se dedicó a labores de desmonte y desbroce de la región para el cultivo.
“Bosques enteros fueron talados y desarraigados”, recordaba el antiguo esclavo
John Parker en Su tierra prometida.
Los que vinieron luego plantaron los campos del algodón al que en lo sucesivo
tendrían que cuidar, recoger, embalar y embarcar: “de sol a sol”, cada día, hasta el final de sus días.
El 85% del algodón recogido por los esclavos del Sur se embarcaba
hacia la Gran Bretaña. Los molinos que vinieron a simbolizar la Revolución
Industrial y los campos saturados de esclavos del Sur estaban en una relación
de mutua dependencia. Cada año, los bancos comerciales británicos avanzaban
millones de libras esterlinas a los propietarios de las plantaciones
esclavistas en anticipación de la venta de la cosecha algodonera.
Esos
propietarios compraban entonces con ese crédito en libras esterlinas los bienes
que iban a necesitar a lo largo del año, muchos de ellos producidos en el
Norte. “Desde el sonajero con que la nodriza acaricia los oídos del pequeño
nacido en el Sur, hasta el sudario que cubre los fríos despojos del muerto,
todo nos viene del Norte”, dejó dicho un sureño.
En la medida en que los sureños se abastecían a sí mismos (y en harta
más modesta medida, a sus esclavos) con productos del Norte, el crédito
originariamente avanzado a cuenta de la cosecha de algodón se abría paso hacia
el Norte, yendo a parar a manos de los comerciantes de Nueva York y de Nueva
Inglaterra, que lo usaban para adquirir bienes británicos.
Así, las tierras
indias, el trabajo afro-americano, las finanzas atlánticas y la industria
británica terminaron fraguando la dominación racial, el beneficio y el
desarrollo económico a una escala nacional y global.
Cuando la cosecha del algodón era escasa y las ventas no conseguían
reunir el dinero necesario para devolver los empréstitos, los propietarios de
plantaciones se encontraban endeudados con los comerciantes y con los
banqueros. Se vendían esclavos para hacer frente a la diferencia. La movilidad
y fácil alienabilidad de los esclavos significaba que éstos funcionaban como
una suerte de colateral para la economía de crédito y algodón del siglo XIX.
No es simplemente que el trabajo de las personas esclavizadas avalara
financieramente al capitalismo del siglo XIX. Es que las personas esclavizadas
eran el capital: cuatro millones de personas con un valor de, por lo menos, 3
mil millones de dólares de 1860, lo que era más que la suma de todo el capital
invertido en ferrocarriles y fábricas en los EEUU. Vistas las cosas bajo esa
luz, la distinción convencional entre esclavitud y capitalismo se diluye hasta
quedar en un sinsentido.
Nos hemos acostumbrado a reducir el legado de la esclavitud en los
EEUU a la desventaja negra. Pero la constatable centralidad de la esclavitud
para el desarrollo histórico de la nación sugiere otra cosa muy distinta:
cualquier cálculo de la deuda insatisfecha contraída por la nación a cuenta de
la esclavitud tiene que incluir una medida de la riqueza que generó; sus ventajas,
y no sólo sus desventajas. Porque los EEUU, como escribió W. E. B. Du Bois, “se
levantaron sobre un gemido”. (Esclavitud y capitalismo: la alargada sombra de las plantaciones esclavistas del XIX sobre la economía capitalista contemporánea
Walter Johnson, en Sin Permiso, 30/03/14)
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