"(...) El cambio climático exige que consumamos menos, pero ser consumidores
es todo lo que conocemos. El cambio climático no es un problema que se
pueda resolver simplemente cambiando lo que compramos: un híbrido en vez
de un Suv, compensación de emisiones de carbono cuando nos subimos a un
avión. En esencia, es una crisis nacida de un exceso de consumo por los
que son relativamente más ricos, lo cual implica que los consumidores
más desenfrenados del mundo tendrán que consumir menos.
El capitalismo tardío nos enseña a crearnos a partir de nuestras
elecciones de consumo: al comprar formamos nuestras identidades,
encontramos una comunidad y nos expresamos.
Así que, decir a la gente
que no puede ir de compras tanto como quisiera porque los sistemas de
soporte del planeta están sobrecargados, puede ser interpretado como una
especie de ataque, como si les dijeran que no pueden ser realmente
ellos.
El cambio climático es lento y nosotros somos rápidos. Cuando cruzas
de volada un paisaje rural en un tren bala, parece como si todo lo que
pasa estuviera detenido: la gente, los tractores, los coches en los
caminos rurales. No lo están, por supuesto. Se están moviendo, pero a
una velocidad tan lenta comparada con el tren que parecen estar
estáticos.
Así pasa con el cambio climático. Nuestra cultura, que funciona con
base en combustibles fósiles, es ese tren bala. Nuestro cambiante clima
es como el paisaje afuera de la ventana: desde nuestro atrevido lugar
privilegiado puede aparecer estático, pero se está moviendo, su lento
progreso, medido en capas de hielo que retroceden, aguas que suben y
alzas en la temperatura.
El problema no sólo es que nos movemos
demasiado rápido. También es que el terreno en el cual los cambios
tienen lugar es intensamente local: un temprano florecer de una flor en
particular, una capa inusualmente delgada de hielo sobre un lago, la
llegada tardía de un pájaro migratorio. Notar ese tipo de cambios
sutiles requiere una íntima conexión a un ecosistema específico.
Ese
tipo de comunión ocurre sólo cuando conocemos a profundidad un lugar; no
sólo como un escenario, sino también como sustento, y cuando el
conocimiento local es transmitido, con un sentido de confianza sagrada,
de generación en generación. Pero eso es cada vez más escaso en el mundo
urbanizado e industrializado.
Solemos abandonar nuestros hogares
fácilmente, por un nuevo empleo, una nueva escuela, un nuevo amor. Aun
para aquellos que logramos mantenernos en un mismo lugar, nuestra
existencia cotidiana puede estar desconectada de los espacios físicos en
que vivimos.
Puede que no estemos enterados de que una sequía histórica
está destruyendo los cultivos en las granjas que rodean nuestros
hogares urbanos, ya que los supermercados todavía ofrecen pequeñas
montañas de producción importada, y todo el día llega en camión más.
Hace falta algo enorme –como un huracán, que rebasa todas las marcas
previas de altura máxima del agua, o una inundación que destruye miles
de hogares– para que notemos que algo está realmente equivocado.
El otro desfase tiene que ver con nuestra relación con lo que pasa desapercibido. Cuando publiqué No logo,
hace una década y media, los lectores se impresionaban al enterarse de
las abusivas condiciones bajo las cuales la ropa y los aparatos se
manufacturaban. Pero hemos aprendido a vivir con eso.
La nuestra es una
economía de fantasmas, de ceguera deliberada. Y el aire es el máximo
caso de lo que pasa desapercibido, los gases de invernadero que lo
calientan son nuestros más elusivos fantasmas.
Otra cosa que hace muy difícil que captemos el cambio climático es la
cultura del eterno presente. Sin embargo, el cambio climático es acerca
de cómo lo hecho por las generaciones pasadas inevitablemente afectará
no sólo el presente, sino las futuras generaciones.
Esto no se trata acerca de hacer un enjuiciamiento individual, de
reprendernos por nuestra frivolidad o por no tener raíces. En vez se
trata de reconocer que somos productos de un proyecto industrial, uno
íntimamente, históricamente, vinculado con los combustibles fósiles.
Y así como en el pasado hemos cambiado, podemos volver a cambiar.
Después de escuchar al gran granjero-poeta Wendell Berry ofrecer una
plática acerca de cómo cada uno de nosotros tiene el deber de amar su
hogarmás que ningún otro, le pregunté si tenía algún consejo para los que no tienen raíces, como mis amigos y yo, que vivimos en nuestras computadoras y parece que siempre estamos en busca de un hogar.
Quédate en algún lugar, respondió.
Y comienza el proceso de mil años de conocer ese sitio.
Es un buen consejo, a muchos niveles. Porque para poder ganar esta
pelea, determinante para nuestras vidas, todos necesitamos un lugar en
el cual estar parados." (Naomi Klein ,La Jornada, en Rebelión, 29/04/2014)
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