"EL fútbol me encanta. Casi tanto como el ajedrez. Con el fútbol
vuelve el pasado. Durante 90 minutos. Con versos surrealistas. Y aún
mejor: con poesía patafísica. Pero siempre celebrando la ceremonia de la
confusión. Con el embrujo de la inexactitud. La levitación es mucho más
barata que la telepatía de alta definición.
El fútbol es un deporte…
ininterrumpido. Sin fracturas. Se ve de corrido. No tiene nada que ver
con los cuatros deportes «americanos». Que se ingieren. Paso a paso.
Como píldoras. Con comisionistas dispuestos en las cuatro crestas del
estadio. Midiéndolo todo. Cronometrando las respiraciones y suspiros. El
«basquet» es menos aburrido con balones de rugby y los razonamientos
con sofismas.
Nuestro arcaísmo exhibe su viejo fútbol. Verraqueante. ¡Con tanta
emoción! El deporte de las catacumbas. El deporte sobre el cual
cualquiera (incluso yo mismo) puede decir cualquier cosa. Un juego de
azar como el mus. O el burro. Mejor aún un juego de confusión. Pánico.
Digno de Kurt Gödel y de Jardiel Poncela. A pesar de todo, el resultado
del encuentro es siempre inopinado.
Y apasionante. El gol es la
excepción. Un churro. O un portento de leyenda. Se comprende que los
jugadores de Argelia invocaran, en letanía, con la faz en el suelo del
«corner», el formidable acaso. Y que los cristianos, con dos dedos,
señalen el cielo, artífice de tan increíble casualidad. El universo solo
es una componenda entre partículas elementales.
El fútbol es, además, por si fuera poco, un juego filosófico. Plantea
la cuestión del valor de las cosas. Por ejemplo, ¿cómo determinar la
relación entre lo que se ve en un estadio y el resultado del partido?
Entre mil ejemplos: el Bayern de Múnich un día terminó con ocho
jugadores. Dominado por su rival durante 83% del tiempo. Pero el Bayern
ganó 6-1. Los jugadores solos ¿con el dios Pan? Hay una norma: «Cuando
el equipo cambia de intermediario, en la semana se gana». Obviously. El
nuevo, apenas llegado, sin conocer los vestuarios, sin lavarse aún los
dientes, y… El fútbol no necesita padrinos.
El Barcelona no cesó de
ganar con dolientes o nuevos. Incapaces de dar una orden. ¡Qué
maravilla! Y qué suerte. Sus negociadores bling-bling habrían sido aún
mejores si hubieran dimitido en masa, por los siglos de los siglos. Como
sus mellizos de la paparruchada financiera de Madrid, Chelsea o París.
Coja a un mono, equípelo con un teléfono móvil… Los equipos deben ser de
quienes lo juegan.
La propiedad exclusiva de los jugadores. Un fútbol
moderno nos ilusionaría aún más. Anarquista (perdón, toparcas). La
victoria de los insurgentes ya la vivió en Sao Paulo la «Democracia
Corinthiana» de Zé Maria y Sócrates.
En el fútbol, el componedor, el «míster», el cabo furriel, es la
creación de un hombre genial de inteligencia: Stalin. Pero un monstruo.
Quería clubes sin propietarios: «¡capitalistas!». Pero como los
futbolistas, para él, eran una junta de individualistas, necesitaba a un
hombre de partido.
A un apparatchik. Y creó el capataz. Un poli. Uno de
ellos, precisamente holandés, se puso al mando del equipo de Corea.
Veía a sus jugadores una vez por trimestre. Nunca habló una palabra de
coreano. Consecuencia: el equipo surcoreano hizo un campeonato del mundo
sensacional. En lo profundo el buzo miope es visionario.
Por pura chiripa, en «So Foot» predije, una semana antes de África
del Sur, que España ganaría el Mundial. ¿Por qué?: era el único equipo
que beneficiaba de un medianero sin voz ni mando. Cuatro años más tarde
el intermediario se despertó marqués. Y hasta los jugadores se lo
creyeron. España tuvo siempre medianeros de excepción. Incluso, por
desgracia, un racista.
En el Japón, Houellebecq y yo estábamos
fascinados por el nerviosismo, extremo, de su intermediario. Siempre con
una camisa impecable, pero sudando por las axilas a velocidad V. No
paraba de dar órdenes asombrosas y embrolladísimas: «Que los defensas
jueguen detrás del guardameta», «que el central no se aleje del banderín
de córner», etc.
Creo que a todos nos gustaría reunir a los especialistas
(¿especialistas de qué?) delante de una pantalla. Verían un partido
(desconocido) íntegramente. Se suprimirían únicamente los 47 segundos
que duraron los goles. Se pediría al competente tribunal que juzgara,
sin conocer el resultado final.
Las opiniones serían astracanantes. Sobre todo si el equipo perdedor
hubiera dominado durante el 61% del tiempo de juego. Gracias al ralentí
de TV los expertos con alzhéimer se enterarían por fin de quién marcó el
gol.
En realidad, comisionistas, federativos y otros intermediarios
deberían comunicar con burqa. Los futbolistas jugarían mejor sin
parásitos. Infinitamente mejor. En la época de la Revolución Francesa,
Philidor, el campeón de ajedrez, reivindicaba al jugador. A solas. «El
peón es el alma del ajedrez». Y del fútbol.
Cuando hablamos de fútbol, manipulamos «enunciados». Un «enunciado»
es una cascada de símbolos donde cada frase tiene un sentido preciso.
Por ejemplo: «Los guardametas no son cojos».
Un «enunciado» puede ser falso o verdadero. «Los guardametas son
cojos», evidentemente, es un «enunciado» falso. Cuando consideramos un
«enunciado», de entrada, no sabemos si es verdadero o falso. Para ello
utilizamos «demostraciones». ¿Podemos estar seguros de que lo que es
verdadero es «demostrable»? ¿Existirían «enunciados» verdaderos
«indemostrables»? Al comienzo del fútbol profesional los lógicos
afirmaron que si un «enunciado» era verdadero existía, necesariamente,
una «demostración».
El interés pánico por «el rigor matemático de la confusión» nos hizo
dudar de esta afirmación. De esta creencia. Pensamos que en fútbol
(«como en todo lo demás») podrían existir y existen «enunciados»
verdaderos pero «indemostrables».
Para intentar demostrar los «enunciados» nos permitimos ciertas
afirmaciones como bases. Son nuestros «axiomas» futbolísticos. El lógico
actual no dirá «he demostrado esto», sino «he demostrado según los
axiomas futbolísticos». La noción de «demostrabilidad» se relaciona con
el sistema de «axiomas». Obviamente, no podemos demostrar lo que es
«indemostrable». Durante el Mundial se han forjado ciertos «axiomas»,
como «Spagna umiliata».
Para ello se combinaron los «axiomas» según las
reglas de la lógica. Se alcanzaron con ello nuevas afirmaciones. De
hecho, cada afirmación, deducida de los «axiomas», se consideró como
demostrada. Tenían casi un valor de «teorema». Ciertos «axiomas»
–«España es gilipollas» («Crónica», Panamá)– podrían ser verdaderos,
pero son indemostrables. Hay que tener en cuenta la paradoja del
cretense que afirmaba: «Todos los cretenses son mentirosos».
Al decir «Espanha em estado de choque» observamos que se trata de un
«axioma» incompleto. Su inconsistencia reside en el hecho de que su
consistencia permanece en el interior de lo que dice. «L’équipe
d’Espagne: le naufrage!». Para demostrar la dificultad de comprender
este «enunciado» habría que analizar lo que entendemos por «verdadero».
Pues lo «verdadero» no es ni universal ni intrínseco.
Por ejemplo,
intrínsecamente podríamos afirmar «Spain, the end»(N. Y. T.) si
encontráramos un modelo que resolviera la noción de verdadero. El modelo
clásico es el de Euclides: «Una sola paralela pasa por un punto». Pero
si adoptáramos el modelo riemanniano (que parece más coherente)
tendríamos que modificar el enunciado.
«La mayoría de los jugadores
hispanos estaban cansados» («Clarín», Argentina) es un contra-ejemplo
con un sistema de «axiomas» que parece perfecto. En realidad, es
únicamente «recurrente». Pues después de haber brillado en medio mundo y
en la final de Lisboa… etc, etc…
Aunque siempre soñaremos, en los estadios, con los «Luis-Candelas» de
la insumisión. Con un equipo de Bakunines del fútbol. Con un corro de
conquistadores calzando botas de siete leguas. Con los «siete niños de
Écija» de la subversión. Con legionarios asaltando el Monte Parnaso. Y
pies de bailarina.
Sííí. Ouiii . Yeees. ¡Viva el equipo de España!" (Fernando Arrabal, ABC, en Revista de Prensa, 24/06/2014)
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