"El capitalismo ha vuelto a entrar en línea de colisión con la
democracia. Las señales de peligro se acumulan: bajo crecimiento,
tendencias deflacionistas, endeudamiento, desempleo, bajos salarios,
pobreza.
El malestar social va en aumento. Respondiendo a este estado de
cosas, la vida política de las democracias comienza a adquirir tintes
populistas, xenófobos y autoritarios. Las elecciones europeas han
encendido las alarmas.
(...) La evolución de la desigualdad en los últimos cien años presenta tres etapas claramente diferenciadas:
La primera,
entre 1914 y 1944.
Medida en porcentaje de renta y riqueza que
acumulaba el 10% más rico de las sociedades, la desigualdad alcanzó sus
mayores cotas durante este periodo. Es la llamada gilded age, la “edad
dorada” de la acumulación de la riqueza. El capitalismo entró en
colisión con la democracia.
La segunda, entre el final de
la II Guerra Mundial y mediados de los años setenta del siglo pasado.
Las economías de mercado vivieron un valle de relativa igualdad durante
esos 30 años. Fue el momento en que el capitalismo inclusivo se
reconcilió con la democracia.
La tercera, entre los años
ochenta del siglo pasado y el inicio de este siglo.
La desigualdad ha
vuelto con todo su fuerza. Una nueva gilded age. El capitalismo ha
dejado de ser inclusivo y ha entrado de nuevo en línea de colisión con
la democracia.
Como vemos, cuando la desigualdad se agudiza, la economía de mercado choca con la democracia.
El
motivo es que la democracia tiene una lógica política profundamente
igualitaria: una persona, un voto. La desigualdad económica quiebra esa
lógica. Hace que en la vida política el voto de los muy ricos sea más
influyente que el de los demás. Como dijo en 1932 el escritor
norteamericano Scott Fitzgerald, “los muy ricos son diferentes de ti y
de mí. Su riqueza les hace cínicos y pensar que son mejores que
nosotros”.
La desigualdad tiene una gran importancia. Pero ¿cuáles
son sus causas? ¿La origina el capitalismo o las instituciones y las
políticas públicas?
El reciente y exitoso libro El capital en el siglo XXI,
del economista francés Thomas Piketty, ha dado una respuesta
contundente: es el capitalismo. La causa es sencilla: la tasa de
beneficio del capital es sistemáticamente mayor que la tasa de
crecimiento de la economía, que es lo que beneficia a la mayoría de la
gente. El capitalismo tendría una tendencia innata a la desigualdad.
Todo
el mundo reconoce la aportación de Piketty al establecer de forma
concluyente el hecho de la desigualdad. Es una contribución para el
Nobel. Pero no todos están de acuerdo con el diagnóstico de las causas.
Para algunos son otras: por un lado, el aumento desproporcionado de las
retribuciones de los financieros y altos directivos; por otro, el mal
funcionamiento de las instituciones y de las políticas públicas,
especialmente los impuestos. La polémica durará.
En todo caso, si la desigualdad importa, ¿qué hacer para reducirla?
El
análisis de Piketty tiene en este punto algo de fatalista. Propone un
impuesto global y progresivo sobre la riqueza, una solución poco viable.
Y lleva el debate sobre el capitalismo a los términos maniqueos de hace
cien años. Por un lado, sus defensores a ultranza; por otro, los que
sostienen que la única solución es su desaparición.
En
circunstancias similares, en los años de la primera gran desigualdad,
John Maynard Keynes se preguntó si lo que fallaba era “el motor o la
dinamo”. Pensaba que “con una gestión acertada, el capitalismo puede ser
más eficaz para alcanzar metas económicas que cualquier otro sistema
conocido.
Pero en sí mismo tiene graves inconvenientes en muchos
sentidos”. Uno de ellos es el desajuste recurrente entre ingresos y
gastos privados que lleva a la economía a recesiones profundas,
desempleo masivo y desigualdad. Para salir de esas situaciones, Keynes
recomendó a los Gobiernos cebar la “dinamo” mediante la gestión de la
demanda efectiva.
A esta innovación económica keynesiana se vino a
sumar la que es probablemente la mayor innovación social del siglo XX:
un nuevo contrato social entre ricos y pobres en el seno de las
democracias. En EE UU se le llamó new deal. En Europa, “Estado de
bienestar”.
La mezcla de esas dos innovaciones creó el pegamento que
durante los años centrales del siglo pasado reconcilió capitalismo
inclusivo y democracia. Fueron los mejores años de nuestras vidas.
Algunos dicen ahora que fue un sueño. Pero no veo razones para este
fatalismo.
Hoy, el reto vuelve a ser reconciliar capitalismo con
democracia. Se necesita un nuevo pegamento, un nuevo contrato social.
Para ello habrá que hacer, al menos, tres cosas: volver a meter el genio
financiero en la botella, como se hizo en 1933 con la ley
Glass-Steagall; restaurar la capacidad recaudatoria y equitativa de los
sistemas fiscales; y definir las prioridades del gasto público para
construir una sociedad de oportunidades para los más débiles.
La
batalla durará décadas. El resultado es incierto. Pero si se pudo
conseguir en el pasado, ¿por qué no se puede lograr de nuevo?" (
Antón Costas
, El País, 20 JUL 2014)
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