"(...) si las personas no tienen medios para mantener una vivienda digna o
para alimentarse correctamente, es claro que su salud podrá empeorar .
De hecho, la pobreza es per se un factor de riesgo de padecer
enfermedades. Ahora bien, el factor pobreza no es el único factor. Hay
otro aún más importante, las desigualdades sociales.
Este ha sido señalado por varios autores (Wilkinson, (Wilkinson,
2001; Wilkinson y Pickett, 2009; Stiglitz, 2012)), así, el primero,
Wilkinson, advierte en un texto titulado Las desigualdades perjudican,
explica, en primer lugar, que en la actualidad, queda claro que los
niveles de salud de la población se ven totalmente afectados no tanto
por las atenciones médicas como por las circunstancias sociales y
económicas en las que la gente vive y trabaja. (Wilkinson 2000, p. 14).
El mismo autor argumenta que algunas de las relaciones más importantes
entre nuestra salud y las condiciones de vida son las relaciones
psicosociales, es decir, que muchos de los procesos biológicos que
conducen a la enfermedad se desencadenan por lo que pensamos y sentimos
respecto de nuestras circunstancias sociales y materiales.
Las personas que tienen un determinado nivel de renta, especialmente
las de las rentas más bajas, parecen estar más sanas en lugares
igualitarios (ibid, p. 25). Esto quiere decir que a mayor igualdad
encontramos mejor salud. Wilkinson establece la hipótesis de que las
personas suelen confiar más unas con otras en los lugares en los que las
diferencias de renta son menores.
Estatus social, amistad y cohesión social son tres factores que
ejercen una influencia considerable en la salud. Wilkinson se preguntaba
por qué era tan importante la amistad, por qué las diferencias en el
estatus social podían tener un efecto tan grande en la salud. Y, en un
intento de responder a la pregunta afirmaba que “los niveles de salud de
la población en el mundo desarrollado están dominados cada vez más por
una gama de variables psicosociales que resultan muy importantes para la
salud.
Entre ellas destaca la cantidad de control que realmente poseen
las personas sobre el trabajo y sobre otras facetas de la vida; el
desequilibrio percibido entre los esfuerzos emocionales y las
recompensas planteadas y obtenidas de su trabajo; el tener que hacer
frente a sucesos vitales estresantes oa dificultades constantes; los
vínculos débiles y dificultades emocionales a una edad temprana y,
finalmente, las relaciones sociales negativas. (..)
La sentencia que afirma que en la actualidad asistimos a un
incremento de los trastornos mentales parece haberse constituido, a
fuerza de repetirla, una verdad que nadie puede cuestionar.
Los
incrementos de las consultas en los centros de salud mental (adultos e
infanto-juveniles), así como los de las personas que acuden a los
ambulatorios aquejados de algún tipo de dolencia mental parecen
corroborar que, en efecto, se produce un incremento progresivo en la
incidencia y la prevalencia de los denominados trastornos mentales.
No es ahora el momento de discutir sobre el concepto de trastorno
mental, ya que ello nos llevaría muchísimo tiempo, del que ahora no
disponemos. Digamos tan sólo, que el incremento de los casos de
trastornos mentales está condicionado, en primer lugar, por la propia
definición de trastorno mental.
Sin embargo, sí puede constatarse en el
día a día que el sufrimiento mental aflora por todas partes, siendo la
ansiedad y la tristeza-depresión sus dos mayores manifestaciones.
En este marco, los autores antes mencionados (Wilkinson y Pickett)
señalan que las desigualdades sociales se correlacionan con un
incremento de los trastornos mentales (figura 3).
Esta figura muestra grandes diferencias en la proporción de personas
con trastornos mentales (de un 8% a un 26%) entre países. Los autores
señalan que en países como Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda o
Reino Unido, la desigualdad social triplicaría el porcentaje de personas
con trastorno menral.
Los desórdenes de ansiedad, de control de
impulsos y las patologías mentales graves estarían todos ellos
relacionados con la desigualdad. Más concretamente, los trastornos de
ansiedad son más frecuentes en los países desiguales.
Nuevamente, surge una pregunta: ¿por qué las personas que pertenecen a
las sociedades más desiguales tienen mayor tendencia a padecer
trastornos mentales?
Para algunos clínicos, como Oliver James (2007), se trata de un virus
especial: el virus de la abundancia: un conjunto de valores que nos
hace más vulnerables ante los trastornos emocionales”. Ello se
relacionaría con el afán desmedido de ganar dinero y obtener posesiones,
con el prurito de aparentar ante los demás que nuestro nivel de vida es
más alto de lo que su realidad impone. Estos valores nos hacen más
vulnerables a la depresión y a la ansiedad.
Sin embargo, esta explicación no es compartida por otros autores, como Lipovetsky (2007) o Laval y Dardot (2013). (...)
Así, Gilles Lipovetsky, en un libro publicado el año 2007, (Lipovetsky,
2007) señala que “entre las dinámicas que se pusieron en marcha a
mediados del siglo XX hay una que se ha vuelto dominante: en el período
del hiperconsumo, las motivaciones privadas prevalecen en gran medida
sobre los objetivos de la distinción.
Queremos objetos para vivir más
que objetos para exhibir, se compra menos esto o aquello para enseñarlo,
para alardear de posición social, que pensando en satisfacciones
emocionales y corporales, sensoriales y estéticas, comunicativas y
sanitarias, lúdicas y entretenedoras” (Lipovetsky, pp. 36-37). (...)
Este fenómeno adquiere una especial dimensión en la población infantil y
juvenil, especialmente en los tiempos actuales, en los que muchos
padres han visto reducidos bruscamente sus ingresos y, en consecuencia,
no pueden “satisfacer” las demandas y exigencias consumistas de sus
hijos.
Estos valoran la dimensión personal de su consumo (ropa, música,
distracciones) en tanto son signos aptos para distinguirlos de otros
grupos de colegas. En este contexto, a medida que se relaja la
integración por el trabajo o el colegio, que caducan las identidades de
clase y los grandes movimientos colectivos, los jóvenes de los barrios
desheredados tratan de afirmarse por el look y los signos del consumo. (...)
El problema de las desigualdades sociales se ve agravado en cuanto a
sus efectos sobre la salud mental de los individuos, por una serie de
elementos característicos de la sociedad neoliberal. No voy a
desarrollar extensamente este punto, pero sí quiero destacar,
sucintamente, algunos aspectos.
El primero de ellos se refiere a la renuncia: a cómo cada individuo
debe desprenderse del pasado. Se trata de una cuestión muy bien
estudiada por Richard Sennett (Sennett, 2006). Sennett cita el caso de
una jefa de una dinámica empresa norteamericana que afirmó que en su
organización nadie era dueño del puesto que ocupaba y en particular que
el servicio prestado en el pasado no garantizaba al empleado un lugar en
la institución. Es el fin de la meritocracia.
Sennett explica que para
poder responder a la afirmación de aquella empresaria se necesita un
rasgo característico de la personalidad, un rasgo que descarte las
experiencias vividas. Para ello se precisa de un Yo orientado
al corto plazo, centrado en la capacidad potencial, con voluntad de
abandonar la experiencia del pasado.
Sin embargo, destaca el autor, este
tipo de ser humano es poco frecuente. La mayor parte de la gente no es
así, sino que necesita un relato de vida que sirva de sostén a su
existencia. (Sennett, p. 12). (...)
Se destruyen proyectos de vida sin que se vislumbre la posibilidad de rehacerse con un mínimo de dignidad.
Pero no solamente esto, hay otro elemento sobre el que es preciso
llamar la atención: el sentimiento de culpa que se vincula a la vivencia
de fracaso. Se trata de lo siguiente: El entorno actual, en el que se
desarrollan muchas crisis neuróticas es el del neoliberalismo,
entendido, siguiendo a Laval y Dardot (2013), no sólo como una ideología
o una política económica sino básicamente como una racionalidad que
tiende a estructurar y a organizar, no sólo la acción de los
gobernantes, sino también la conducta de los propios gobernados.
La
racionalidad neoliberal tiene como característica principal la
generalización de la competencia como norma de conducta y de la empresa
como modelo de subjetivación. (...)
Es en este contexto en el que emergen formas de sufrimiento mental que
se engloban, predominantemente, en el binomio ansiedad–depresión. Para
los autores mencionados, la depresión es el reverso del rendimiento, una
respuesta del sujeto a la obligación de realizarse y ser responsable de
sí miso, de superarse cada vez más en la aventura empresarial. El
individuo se ve confrontado a una patología de la insuficiencia más que a
una enfermedad de la falta. El deprimido es un sujeto averiado” (Laval y
Dardot, p. 371). (...)
No obstante, para comprender en toda su extensión las dimensiones del
sufrimiento mental, es preciso dirigir la mirada hacia otros elementos:
la corrosión del carácter y el sentimiento de fracaso del sujeto
empresario de sí mismo.
Las desigualdades siempre provocan efectos
negativos sobre la salud, pero ello se intensifica cuando inciden sobre
un modelo social caracterizado por la ruptura de los relatos de vida y
por la determinación neoliberal de transferir nuevamente al individuo
toda la responsabilidad por su bienestar de modo que su incapacidad
personal se atribuye por regla general a un fracaso personal y, en la
mayoría de los casos, se culpabiliza a la víctima de su situación. (...)" (Josep Moya Ollé, La Lamentable, 02/07/2014)
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