“Me voy a quitar la vida hoy alrededor del mediodía. Es hora”.
Con estas palabras, publicadas en la web, Gillian Bennett, una
neozelandesa de 85 años residente en Canadá, comenzó a explicar su
decisión de poner fin a su vida. Bennett sabía desde hacía tres años que
sufría de demencia. En agosto, la demencia había progresado a tal punto
que, según ella misma lo dijo: “Prácticamente me he perdido”.
“Quiero terminar con esto”, escribió Bennett, “antes de que llegue el
día en que ya no pueda evaluar mi situación o hacer algo para poner fin
a mi vida”. Su marido, Jonathan Bennett, un profesor de filosofía
retirado, y sus hijos respaldaron su decisión, pero ella se negó a que
la ayudaran de alguna manera en su suicidio, ya que eso los habría
expuesto al riesgo de una sentencia de 14 años de prisión. Por lo tanto,
tenía que dar los pasos finales mientras todavía estuviera en
condiciones de hacerlo.(...)
Al suicidarse, no estaba renunciando a nada que quisiera, o pudiera
razonablemente valorar. “Todo lo que pierdo es una cantidad indefinida
de años de ser un vegetal en un ambiente hospitalario, comiéndome el
dinero del país pero sin tener ni la más mínima idea de quién soy”.
La decisión de Bennett también fue ética porque, como sugiere la
referencia al “dinero del país”, no estaba pensando sólo en ella. Los
detractores de la eutanasia voluntaria legal o del suicidio asistido por
un médico suelen decir que si se modificara la ley, los pacientes se
sentirían presionados a terminar con sus vidas para evitar ser una carga
para los demás.
La baronesa Mary Warnock, la filósofa moral que presidió la comisión
del gobierno británico responsable del “Informe Warnock” de 1984, que
estableció el marco para la legislación pionera de su país en materia de
fertilización in vitro e investigación embrionaria, no está de acuerdo.
Ella sugiere que no tiene nada malo sentir que uno debería morir por el
bien de los demás así como por el suyo propio.
En una entrevista publicada en 2008 en la revista Life and Work (Vida
y trabajo) de la Iglesia de Escocia, Warnock respaldó el derecho de
quienes sufren de una manera intolerable a poner fin a sus vidas. “Si
alguien absolutamente, desesperadamente, quiere morir porque es una
carga para su familia o para el estado”, sostuvo, “entonces creo que se
le debería permitir morir”.
Como el servicio de salud pública de Canadá ofrece atención a la
gente con demencia que no puede cuidarse por sí sola, Bennett sabía que
no sería una carga para su familia; de todos modos, le preocupaba la
carga que le impondría a las arcas públicas. En un hospital, podría
sobrevivir otros diez años en un estado vegetal, a un costo que
estimaba, en términos conservadores, en alrededor de 50.000-70.000
dólares por año.
Como Bennett no se beneficiaría de seguir viva, lo consideraba un
despilfarro. También le preocupaban los trabajadores de la salud que
tendrían que ocuparse de ella: “Las enfermeras, que siempre creyeron que
se habían embarcado en una carrera que tenía un significado importante,
se encuentran eternamente cambiando pañales e informando sobre los
cambios físicos de una cáscara vacía”. Esa situación sería, según sus
propias palabras, “absurda, antieconómica e injusta”
Algunos objetarán la descripción de una persona con demencia avanzada
como una “cáscara vacía”. Pero, habiendo visto cómo esta enfermedad se
apoderó de mi madre y de mi tía –las dos, mujeres dinámicas e
inteligentes que terminaron reducidas a yacer, inconscientes, en una
cama durante meses o (en el caso de mi tía) años- a mí me parece
absolutamente certera. Más allá de un cierto estado de demencia, la
persona que conocíamos ya no está.
Si la persona no quisiera vivir en esa condición, ¿qué sentido
tendría mantener el cuerpo? En cualquier sistema de atención médica, los
recursos son limitados y deberían utilizarse para una atención que es
deseada por el paciente o de la cual el paciente se beneficiará.
Para la gente que no quiere seguir viviendo cuando la mente ya la
abandonó, decidir cuándo morir es difícil.
En 1990, Janet Adkins, que
padecía del mal de Alzheimer, viajó a Michigan a poner fin a su vida con
la ayuda del Dr. Jack Kevorkian, quien fue ampliamente criticado por
ayudarla a morir, ya que en el momento de su muerte la mujer todavía
estaba lo suficientemente bien como para jugar al tenis. Ella eligió
morir de todas maneras, porque podría haber perdido el control sobre su
decisión si la hubiera demorado.
Bennett, en su declaración elocuente, soñaba con el día en que la ley
le permitiera a un médico actuar no sólo en base a un “testamento en
vida” anterior que prohíba cualquier tratamiento que prolongue la vida,
sino también que exija una dosis letal cuando el paciente se vuelve
discapacitado en un grado específico.
Ese cambio eliminaría la ansiedad
que tienen algunos pacientes con demencia progresiva de que vivirán
demasiado tiempo y se perderán la oportunidad de terminar con sus vidas.
La legislación que Bennett sugiere le permitiría a la gente en su
estado vivir todo el tiempo que quisiera –pero no más que eso." (Project Syndicate | Peter Singer, en Revista de prensa, 15/2014)
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