"(...) Las expresiones “American Dream” y "American Way of Life"
juegan en la cultura norteamericana el papel de ideas de consenso sobre
el significado de la vida en sociedad. Son el equivalente americano a
la idea europea del Estado del bienestar: las condiciones sociales que
permiten que un individuo y su colectividad puedan llevar una vida plena
desde el nacimiento hasta la tumba.
En Europa ese marco de bienestar
queda a cargo del Estado, que debe regular y atenuar las injusticias
para garantizar una vida digna. En los Estados Unidos, por el contrario,
se entiende que son la ausencia del Estado y las oportunidades del
mercado lo que provee el bienestar para quien lo persigue. Este consenso
genera dos ideas relacionadas:
El American Dream se refiere a la promesa de éxito social y
una vida de riqueza para aquel que tenga la voluntad de perseguir su
propio engrandecimiento y reúna los suficientes méritos individuales. El
American Way of Life son las condiciones concretas que dan cuerpo al American Dream.
La sociedad de consumo, la democracia, la libertad económica y de
expresión, la cultura popular, los valores morales, etc. No importa que
pensemos que estas ideas sean mitos.
Lo importante es que rigen la
mentalidad de la gente generando realidad social, aunque no siempre sea
la realidad que imaginan y desean los actores que viven bajo el American Dream y el American Way.
El American Way & Dream (como me referiré a ambos a partir de ahora) es, por lo tanto, a grandes rasgos, el contrato social de los estadounidenses.
Desde hace cincuenta años asistimos al desvanecimiento del modelo clásico del American Way & Dream,
de una América blanca que progresa en una sociedad de consumo, con la
promesa del éxito para el que se esfuerza y una vida en barrios
residenciales.
La estampa nunca fue del todo real, aunque sí se corresponde con un
momento de crecimiento sostenido y redistribución de la riqueza tras la
Segunda Guerra Mundial, en lo que se llamó el consenso de Postguerra
entre capital y trabajo. Estos años de crecimiento sostenido desde 1945
hasta 1973 marcaron a fuego en la mentalidad americana una imagen dorada
de los Estados Unidos que no sólo se proclamaba como una realidad del
momento, sino como una promesa para las generaciones venideras.
Aun así, no todos formaban parte de ese relato de recompensa al éxito
económico y valores tradicionales en barrios residenciales. Los
afroamericanos sufrían la segregación, los latinos vivían una
marginalidad crónica y las mujeres y minorías sexuales vivían
subordinadas y ninguneadas bajo las figuras patriarcales del marido y
hombre blanco heteronormativo. El American Way & Dream no sólo era homogéneo, sino que además era terriblemente excluyente.
Desde los años sesenta del siglo XX las minorías raciales y sexuales,
las mujeres y muchos progresistas se han aliado en la lucha por los
derechos civiles, que ha recuperado la tradición de la lucha contra la
esclavitud para construir unos Estados Unidos más inclusivos. Sus
reivindicaciones no tienen por objetivo acabar con el American Way & Dream,
sino conseguir que se cumpla para toda la población su hipotético punto
de partida: la igualdad de oportunidades, es decir, igualdad de acceso a
la competición económica.
Con la firma del acta de derechos civiles del presidente Johnson en
1964 se terminaba de cimentar una lucha legal de largo recorrido, y se
codificaba el esfuerzo de las protestas por los derechos civiles,
saltando estos de las calles a la política institucional en el Partido
Demócrata.
Éste se convirtió desde ese momento en el partido de los
derechos civiles y las minorías. En esa época muchos jóvenes entrarán en
el partido atraídos por su mensaje moderno y por los vientos de cambio,
incluso muchos republicanos, como Hillary Clinton a finales de los años
sesenta.
Pero el American Way & Dream no sólo se vería alterado
por la paulatina (e incompleta) inclusión de los excluidos, sino que
además se vería contestado por otro fenómeno distinto pero paralelo
(temporalmente hablando) y es el fin de los Estados Unidos como la
"Fábrica del Mundo".
Desde el inicio de la Segunda Guerra Mundial los Estados Unidos
habían sido el principal productor global de bienes manufactureros
orientados al mercado mundial, lo que creó veinte años de bonanza que
permitieron cimentar el American Way & Dream como una
sociedad industrial y de consumo con posibilidades económicas casi
ilimitadas.
Pero esto comenzó a cambiar con la recuperación económica de
las zonas europeas devastadas por la guerra (el despegue alemán y la
configuración de la Comunidad Económica Europea), así como por la
industrialización de sociedades agrarias del tercer mundo, en especial
las economías asiáticas, que comenzando por Japón, seguido por los
Tigres Asiáticos y con la incorporación final de China han configurado
un nuevo bloque mundial que ha desplazado el centro económico del océano
Atlántico al Pacífico.
Dichas sociedades pasaron de ser mercados
estadounidenses a competidores económicos de manera simultánea. Si a
esto le sumamos que la reforma monetaria de Nixon y la situación de
estanflación del momento dispararon la crisis del petróleo de 1973 y la
descompensación entre oferta de bienes producidos, muy superior a la
capacidad de consumo interno norteamericano, tenemos que a principio de
los años setenta se generaron las condiciones para que los Estados
Unidos no pudieran sostener el ritmo de crecimiento económico necesario
para mantener el American Way & Dream, y de esta manera surgió la necesidad de reformar la economía para sostener el modo de vida americano.
Nixon fue el primero en sentenciar el modelo económico de postguerra
salido de la conferencia de Bretton Woods. Con sus políticas económicas
iniciaría la Era Neoliberal a través de su reforma monetaria, con la
abolición definitiva del patrón oro y su sustitución por el dólar como
patrón de referencia para la convertibilidad global, y la apertura de
los Estados Unidos a la economía china con su visita a Pekín, preparó la
economía norteamericana para una globalización que ya estaba desde hace
tiempo en marcha por la propia lógica capitalista.
A corto plazo fue un gran éxito porque recobró para los Estados
Unidos el liderazgo económico. A largo plazo liquidó el factor nacional
de la economía americana acentuando su dependencia del exterior.
Ronald Reagan profundizó el enfoque inaugurado por Nixon con su “Reaganomics”
desviando recursos públicos desde el gasto en servicios sociales a los
contratos de defensa, iniciando los programas de desregulación
económica, así como implementando una bajada selectiva de impuestos que,
en teoría, liberaría ingresos para el consumo.
A corto plazo consiguió un crecimiento macroeconómico palpable
gracias al desvío de fondos públicos desde el Estado a ciertos sectores
privados, así como por la desaparición de regulación laboral, económica y
medioambiental que facilitó una mayor flexibilidad y dinamismo para los
negocios.
A largo plazo el precio que pagó la sociedad norteamericana
fue el empobrecimiento de grandes sectores de su población, profundizar
en su impacto medioambiental que agravaba el calentamiento global y el
inicio de la decadencia de los grandes sectores industriales
tradicionales por la desprotección laboral y la imposibilidad de
competir con altos salarios en un mercado mundial con economías sin
regulación laboral.
La brecha salarial de los años ochenta llevó al presidente George H.
W. Bush a preparar el primer gran tratado de libre comercio para
compensar parte de la caída del consumo interno. El NAFTA, que amplió el
mercado para los productos americanos, abrió a su vez las fronteras a
los productos canadienses y mexicanos e inició todo un proceso de
deslocalización industrial a México.
Bill Clinton terminó de aplicar el NAFTA y aprobó la
Gramm-Leach-Bliley-Act en 1999 que desregularizó el sector bancario,
apuntalando la dinámica de financiarización de la economía. El proceso
de globalización llegó a su cúspide durante su mandato y el de su
sucesor, George W. Bush, bajo cuya presidencia un sector bancario con
una regulación menor y distintos objetivos provocó una política
crediticia desbocada y especulativa que hinchó la burbuja inmobiliaria.
Dicha burbuja explotaría al final de su mandato con la caída de Lehman
Brothers y el inicio de la gran crisis global.
Obama, por su parte, ha intentado controlar parte de los efectos más
perniciosos de la desregulación financiera mediante una política de
rescate y subsidios a la zona industrial clásica de los Grandes Lagos.
También ha favorecido a través de Ben Bernanke un enfoque monetario algo
más heterodoxo del favorecido por Alan Greenspan en la reserva federal
en las décadas precedentes. Pero estos tímidos cambios no rompieron con
la dinámica expuesta anteriormente, (...)
Vemos pues que las últimas décadas han supuesto una dinámica
constante de auge globalizador de un capitalismo desregularizado, con
los Estados Unidos consiguiendo con cada reforma económica mantenerse a
la cabeza de las economías mundiales, pero al precio de horadar las
bases económicas nacionales que habían hecho posible el American Way & Dream.
Esto, por supuesto, no es responsabilidad ni resultado exclusivo de la
política norteamericana.
Es una dinámica capitalista mundial, pero a la
que los distintos presidentes norteamericanos han contribuido de manera
decisiva.
Los resultados de esta dinámica son múltiples, pero para la victoria
de Trump hay uno que se alza con gran importancia. La zona industrial
tradicional de los Estados Unidos, la zona de los Grandes Lagos, la
América del motor y de las grandes factorías automovilísticas, ha pasado
de ser el centro económico estadounidense a una zona empobrecida y en
decadencia.
El mercado ya no podía ofrecer una salida para la población de esa
región ya que su estructura productiva no encajaba en la nueva economía
globalizada. Las ayudas estatales y los servicios públicos
desaparecieron por culpa de los recortes, pero no del todo.
Como
resultado de las políticas de discriminación positiva las minorías
raciales tuvieron aún acceso a unos recursos que la clase trabajadora y
parte de la clase media blanca empobrecida dejaron de percibir. El
impulso de la lucha por los derechos de las mujeres consiguió que estas
accedieran al mundo laboral, doblando el número de competidores en el
mercado de trabajo. A lo que hay que añadir una mayor presencia de
inmigrantes en zonas que generalmente habían sido blancas, así como el
cierre de fábricas y negocios por la deslocalización industrial.
Si ni el Estado ni el mercado ofrecen los medios de reproducción
vital, aparecen nuevos competidores para los pocos puestos de trabajo
existentes, y los valores sociales y culturales de la época de bonanza
se ven cuestionados por las élites culturales de zonas aún
económicamente boyantes, el camino a la desunión queda pavimentado.
La idea fundamental de toda esta explicación es que la globalización no
sólo genera ganadores y perdedores en el tablero global, entre el centro
y la periferia. Sino que dentro del centro, en los países desarrollados
supuestamente ganadores, se genera un desdoblamiento entre una parte de
la sociedad integrada en y otra dislocada ante la globalización.
Esta idea es muy importante para mi argumento, pues explica por qué
dentro de zonas que debieran ser netamente ganadoras la globalización se
comporta como un arma de doble filo, enriqueciendo y generando
oportunidades para un segmento de la población y destruyendo las
condiciones de vida para muchos otros.
Ninguno de estos segmentos
sociales está excluido de la globalización, todos forman parte de ella y
sus vidas se insertan en la misma a través del trabajo, de su ausencia,
y en todos los casos a través del consumo.
Esta desigualdad en el
disfrute o sufrimiento del proceso globalizador no se debe
exclusivamente a que se resida en zonas ganadoras (centro) o perdedoras
(periferia) dentro de un país, sino por el lugar que se ocupa o se ha
dejado de ocupar en la estructura económica y productiva global.
Aquellos cuyos trabajos pueden insertarse con facilidad en el mercado
global, o sus derechos laborales se mantienen con la protección de la
época precedente, se encuentran integrados y su conflicto con la
globalización es menor.
Aquellos cuyos puestos de trabajo pueden ser
deslocalizados, o aquellos trabajadores que acceden en una situación de
vulnerabilidad al mercado laboral se encuentran dislocados, porque su
realidad es globalizada, pero no sacan ganancia de ello a pesar de estar
en un espacio céntrico, y por lo tanto, teóricamente ganador.
Y es entre los dislocados entre los que el mensaje populista ha
triunfado, pero para entender las consecuencias de esto antes tenemos
que pensar otros problemas. (...)" (Marcos reguera, CTXT, 14/01/17)
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