"Enmudece la voz, se agotan las palabras, las lágrimas se secan, el
horror anida en nuestra vivencia y se hace imagen rutinaria sin que,
aparentemente, podamos detener ese vértigo de destrucción que nos
conduce a la negación de lo humano. O tal vez a la supremacía de esa
humanidad destructora que todos llevamos dentro.
Y sin embargo, sabemos
todo. Sabemos quiénes se hacen terroristas y por qué. Sabemos cómo lo
hacen. Y sabemos que la necesaria represión policial y las innecesarias
guerras de exterminio alimentan la espiral de odio y violencia en todos
los ámbitos de nuestras vidas. Y es que nuestra práctica institucional
utiliza lo que sabemos para fines que tienen poco que ver con atajar el
terrorismo.
Por ejemplo, para ganar elecciones mediante la
exacerbación de xenofobia e islamofobia. Como ha hecho Trump e intentó
Le Pen. O para controlar el petróleo de Oriente Medio. Como hicieron
Bush, Blair y Aznar invadiendo Irak y desestabilizando el país para
siempre, mediante la mentira de las armas de destrucción masiva. O para
destruir la convivencia abriendo vías al autoritarismo. Como hizo Putin
cuando asumió el poder en medio de la emoción de un atentado mortífero
en Moscú atribuido espuriamente a chechenos.
Pero ¿qué es lo que sabemos exactamente, tras dos décadas de terrorismo islámico?
Los
terroristas son jóvenes musulmanes radicalizados, que rechazan los
valores dominantes de la sociedad en que viven, se solidarizan con sus
correligionarios en Oriente Medio y se sienten parte de un movimiento
global para defender al islam. La inmensa mayoría de los terroristas en
Europa son europeos, nacidos y criados en nuestros países y ciudadanos
de su país. Pero son una ínfima minoría de la comunidad musulmana.
Los
19 millones de musulmanes que viven en la Unión Europea (1,6 millones en
España) en su inmensa mayoría condenan el terrorismo, siguen las normas
de convivencia y simplemente piden respeto a sus valores y tradiciones.
Solamente unos mil han sido detenidos por posible radicalización. Y hay
que recordar que el peor terrorismo islámico ocurre en países
musulmanes.
Ha habido cien veces más víctimas musulmanas que víctimas
cristianas. Aun así, el pavor que suscita el terrorismo indiscriminado
está teniendo un efecto profundo en nuestro modo de vida. El miedo
cotidiano corroe la convivencia. Y aunque los radicalizados sean una
ínfima minoría, aumentan en cantidad y en velocidad de su
radicalización, a partir de la conexión creciente entre Oriente Medio y
lo que sucede en Europa.
La adhesión al Estado Islámico es más
mental que organizativa. La imagen de columnas de combatientes avanzando
en Irak y Siria y derrotando a ejércitos apoyados por los poderes
mundiales suscita el entusiasmo de los jóvenes que buscan en el proyecto
purificador del yihadismo, incluido el martirio, el sentido de una vida
que se les escapa, faltos de integración cultural en las sociedades
europeas.
Aunque busquemos conexiones organizativas porque nuestra
policía está entrenada para esto, las bombas se fabrican en casa,
aprendiendo por internet o con consejos y materiales facilitados por
redes clandestinas que han ido formándose a lo largo del tiempo. Redes
que se reconfiguran constantemente en función de un ideal que se
reproduce bajo distintas siglas, de Al Qaeda al Estado Islámico.
Mientras las fuentes de radicalización aquí y de guerras diversas allí
no se eliminen, no habrá policía capaz de impedir que un camión se
precipite en un paseo o que un asesino con un cuchillo degüelle a
inocentes o que una bomba de clavos con una carga de productos químicos
domésticos mate y mutile a niños en la alegría de un concierto. Pero
como algo hay que hacer y lo más fácil es hacer lo de siempre, poco a
poco entramos en una vida dominada por el miedo en que el espacio
público pasa a ser militarizado.
Si la acción policial no es suficiente,
aun apoyada por el ejército, ¿cómo prevenir la destrucción y la muerte?
Se habla de integración de las comunidades musulmanas. Pero ello
requiere una voluntad política, apoyada por la ciudadanía, que implica
una tolerancia cultural y social profunda, que se contradice con la
hostilidad creciente después de cada atentado.
La crisis educativa y
laboral de los jóvenes musulmanes discriminados requeriría darles una
prioridad que los ciudadanos rechazan. Y el sentimiento de humillación y
marginación que muchos sienten no se apacigua con buenas palabras.
Por
otro lado, la anulación de la referencia simbólica en Medio Oriente
exigiría una victoria militar que buscan Trump y Putin en este momento,
pero que es improbable porque llevaría a nuevas invasiones y más gastos
en vidas y dinero que los ciudadanos occidentales no están dispuestos a
aceptar: “Que se maten entre ellos”, es la actitud general.
Y las
medidas más eficaces contra el EI no se contemplan. En concreto, se
supone que el reino y los emiratos de la península Arábiga financian
indirectamente las huestes islámicas (por eso no sufren ataques), pero
son aliados esenciales de Estados Unidos que no se pueden tocar.
En
esas condiciones, algunos dicen que “sólo nos queda rezar”. Pues no es
mala idea, no sólo por el valor de la plegaria, sino como estrategia.
Porque hacer una alianza de líderes religiosos cristianos y musulmanes
por la paz y la vida puede ser más eficaz que las bombas con respecto de
un movimiento de referencia religiosa, deslegitimando el terrorismo.
En
eso está desde hace un tiempo la Comunidad de Sant’Egidio, en
colaboración con el papa Francisco y con su equivalente suní, el rector
de la mezquita Al Azhar de El Cairo, adonde fue Francisco hace unas
semanas. Sólo la paz de las mentes puede lograr la paz en el mundo.
Porque todo lo demás está fracasando y arrastra en su fracaso nuestra
forma de ser." (Terrorismo incesante, de Manuel Castells en La Vanguardia, en Caffe Reggio, 27/05/17)
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