"Una inquietante encuesta publicada por Le point a principios de enero revelaba que casi ocho de cada diez franceses (el 79%) cree en al menos una “teoría conspiratoria”. El así llamado complotismo
es algo más que un fenómeno anecdótico o extravagante.
Una mayoría, por
ejemplo, está convencida de que existe un acuerdo entre el Ministerio
de Sanidad y la industria farmacéutica para ocultar el carácter nocivo
de las vacunas, que la CIA (Agencia Central de Inteligencia) estuvo
implicada en el asesinato de Kennedy o que el virus del SIDA fue creado
en un laboratorio.
Más pintoresco: el 16% de los franceses no se cree
que los astronautas estadounidenses pusieran un pie en la luna y hasta
un 9% está persuadido de que ¡la tierra es plana! (...)
¿Qué es, en realidad, el complotismo? Una tentativa de reprimir el
azar, de introducir una voluntad en medio del caos, de imponer una regla
mental a una niebla cuántica sin patrones ni dirección. Los humanos preferimos un orden malo a un desorden ingobernable;
queremos creer que alguien sabe lo que se trae entre manos, aunque sea
para perjudicarnos; que alguien piensa en nosotros, aunque sea para
matarnos; que –en definitiva– el mundo está bajo control, aunque se
trate de un control adverso y tenebroso.
El complotismo tranquiliza por un doble motivo: porque restablece la idea de un orden premeditado y porque, situándolo fuera de nuestro alcance, nos exime de intervenir.
Y por un tercer motivo: en un mundo donde sólo la ingenuidad se
considera locura o estupidez, el complotista –que parece saber más que
nadie– parece más cuerdo y más inteligente que los demás. Por su propio
impulso autoprotector, el complotista se vuelve indefectiblemente
fanático y bravucón. Es un nihilista agarrado a un dogma ardiendo.
Ahora
bien, ¿qué tiene que ocurrir para que tantos humanos al mismo tiempo
depositen su necesidad de orden en los reversos tenebrosos? Dejemos para
más tarde la condición misma: el hecho indubitable de que existen las conspiraciones.
Lo cierto es que el complotismo no es una consecuencia de la ignorancia
o la religión, como lo demuestra el hecho de que millones de franceses
laicos que no creen en los ángeles y reivindican los progresos de la
ciencia, sucumban al mismo tiempo a delirantes supersticiones
informativas.
Si el complotismo –hemos dicho– responde a la necesidad de
localizar un orden deliberado en el caos sin fronteras, su creciente
difusión es la consecuencia de un aumento del caos colectivo
o de su percepción general. Es decir: creemos tanto más en conjuras
extraterrestres cuanto menos claro, menos próximo y menos nuestro nos
parece el poder terrestre.
Es una obviedad. ¿Qué expresa esta epidemia
de complotismo que, de peldaño en peldaño, nos lleva a la planitud de la
Tierra? Que no confiamos en nuestros gobiernos ni en nuestras
instituciones ni en nuestros medios de comunicación.
Hay dos lugares del mundo
donde el complotismo ha sido atávico y endémico: uno los Estados Unidos,
cuya fundación misma está asociada a una radical desconfianza
individualista y teológica frente al Estado; el otro el mundo árabe,
donde la saturación imperialista y el control dictatorial de toda
expresión política determinó un fatalismo, religioso o laico, cuyo único
consuelo era y sigue siendo la delectación paranoica.
Entre el
individualismo teológico y la delectación paranoica, Europa se suma ahora, de manera elocuente, a este complotismo
que revela el rápido desplome institucional al tiempo que franquea el
camino, a modo de ansiolítico, a los mensajeros destropopulistas de la
posverdad y los “hechos alternativos”.
La victoria de Donald Trump,
no lo olvidemos, tiene mucho que ver con la convicción, compartida por
millones de ciudadanos, de que el chiflado plutócrata era víctima de un
complot por parte de los poderes tradicionales del Estado.
Históricamente el complotismo ha sido de derechas:
de la derecha estadounidense y del antisemitismo y el anticomunismo
occidentales. Hoy ya no. Tras la derrota de la URSS en la Guerra Fría,
su impotencia misma, su aislamiento respecto de la población, su
renuncia a alcanzar el poder y su nostalgia de un pasado de certezas
ideológicas, ha llevado a la izquierda a buscar reposo en el mal y con
fatalismo narcisista: todo en el mundo se organiza, una y otra vez y sin
interrupción, contra nosotros.
Ejemplos elocuentes son las revoluciones
árabes y el caso de Siria, donde una parte de la izquierda, a la zaga
de la realidad, ha querido ver complots inexistentes contra
antiimperialistas también inexistentes.
Queda en pie el hecho de que las conspiraciones realmente existen.
En el contexto capitalista, hay sin duda una colusión estructural entre
los ministerios de Sanidad y las empresas farmacéuticas, pero es un
disparate deducir de ahí que las vacunas son nocivas. Son, junto a la
rueda, el amor y la división de poderes, uno de los grandes
descubrimientos de la humanidad.
Lo mismo pasa con la CIA. Su misión es
conspirar; lo hace desde 1947 y lo sigue haciendo; pero es un disparate
deducir de eso que la CIA está implicada en la muerte de Manolete o que
todos los que relativizamos su actual poder somos de la CIA.
En un marco
geopolítico multipolar e interimperialista, con la hegemonía
estadounidense muy erosionada, ordenar las tinieblas en torno al
imperialismo de Washington significa renunciar a hacer luz sobre todas
las otras conspiraciones, promiscuas y enrevesadas, que configuran el
“nuevo desorden global”. El complotismo es, por así decirlo, monoteísta; le aterrorizan tanto el desorden como la complejidad.
De ahí que en un mundo complejo, en ausencia de gobiernos,
instituciones y medios de comunicación creíbles, el complotismo
tranquiliza porque garantiza, además de reglas e inacción, simplicidad.
El
complotismo, en efecto, es inversamente proporcional al trabajo mental y
a la actividad política: se resigna con deleite frente a poderes tan
siniestros y poderosos que sólo cabe nombrarlos –pero no pensarlos– y a
los que no se puede vencer. El problema de los complotistas es que no complotan:
son las víctimas jerárquicamente superiores, esas que, al contrario que
el resto de las víctimas, al menos conocen el nombre del mal. Esa es la
razón de que el complotismo sea tan apetecible y satisfactorio en
tiempos de crisis general.
Pero por eso mismo el
complotismo, fruto del desplome institucional, sólo puede curarse
mediante la convergencia de los complotistas en una conspiración común:
mediante esa conspiración buena que llamamos política, y
ello a partir de la conciencia de que, mientras el neoliberalismo
conspira contra la sanidad pública, miles de médicas y enfermeras
conspiran en su favor; y mientras el mercado y la guerra conspiran
contra la enseñanza pública, miles de enseñantes, a veces entre las
ruinas, conspiran para salvarla; y mientras la desdemocratización
rampante socava la seguridad jurídica del Estado de Derecho, algunos
jueces y abogados conspiran para sostener la democracia; y mientras la
gran empresa y el Código Penal minan la libertad de expresión y el
derecho a la información, miles de periodistas conspiran en su defensa.
Vemos que no es suficiente.
Una institución es una conspiración colectiva; una movilización también. No hay otra alternativa y no vamos ganando; entre otras razones, porque el complotismo es efecto y función de la despolitización inducida por décadas de neoliberalismo.
Si no dejamos a un lado las teorías de la conspiración y nos unimos, de
un modo u otro, a los conspiradores buenos nunca podremos pensar la
complejidad del mundo, reconocer y rechazar las conspiraciones reales y
arrinconar el complotismo anecdótico en ese margen de locura y
extravagancia, sin efectos políticos, que la humanidad conservará
siempre para protegernos del peligro del optimismo; si no disolvemos el
complotismo –es decir– en instituciones transparentes y democráticas,
millones de complotistas impotentes en todo el mundo, como ya está
ocurriendo, pondrán el poder en manos de dirigentes que prometan
combatir las “verdaderas” conspiraciones: la del Ministerio de Sanidad,
la del Derecho, la de la función pública, la de los inmigrantes y la del
islam.
La historia no se repite, los humanos sí: huimos del azar, unas
veces –pocas– hacia la justicia, y otras –las más– hacia el complot y
sus placeres sin puertas ni ventanas. El peligro del optimismo es el único que de momento vamos conjurando." (Santiago Alba Rico, El cuarto poder, 30/01/18)
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