"Antes de que dimitiera en junio, Thomas Shannon era el número tres en el
Departamento de Estado de EEUU, y muy influyente en materia de
relaciones internacionales con América Latina y el Caribe. A lo largo de
sus casi 35 años de carrera profesional, se ganó la reputación de ser
un diplomático sumamente eficaz y un habilidoso negociador.
Durante el
Gobierno de Bush, Shannon trabajó como subsecretario adjunto de Asuntos
del Hemisferio Occidental (el más alto funcionario del Departamento de
Estado para América Latina y el Caribe). Fue nombrado embajador en
Brasil por el presidente Obama antes de su nombramiento como
subsecretario de Estado para Asuntos Políticos, en 2016.
Desempeñó sus
cargos bajo gobiernos republicanos y demócratas, y estuvo involucrado en
situaciones muy polémicas, entre las que se incluye el papel que jugó
EEUU en el golpe militar en Honduras en 2009, y en los “golpes
parlamentarios” que destituyeron a los presidentes en el Gobierno de
Brasil y Paraguay. (...)
La dimisión de Shannon fue una más entre las muchas que se han producido
en el Departamento de Estado durante el Gobierno de Trump, hasta
dejarlo mermado y debilitado. En el siguiente texto, Mark Weisbrot
imagina cómo asesoraría el embajador Shannon al nuevo secretario de
Estado Mike Pompeo, basándose fundamentalmente en el destacado papel que
jugó en la política estadounidense en este hemisferio en el siglo XXI. (...)
2 de julio de 2018
Estimado secretario Pompeo:
(...) Permítame que empiece por un acontecimiento en el que la diplomacia no
es lo primero que le viene a uno a la cabeza: el golpe militar de 2009
que echó del gobierno a uno de nuestros adversarios, Manuel, Mel,
Zelaya en Honduras. Como la mayor parte de los presidentes electos de
izquierdas en Latinoamérica durante la “marea rosa” de la primera década
de 2000, Zelaya no puso en práctica un programa político radical.
De
hecho, no era un político radical; provenía de la clase terrateniente y
era un socialdemócrata moderado, defensor de políticas como el
incremento del salario mínimo o los comedores escolares. Las
corporaciones norteamericanas con base en Honduras, que en aquel
entonces creaban decenas de miles de empleos manufactureros, no se
sentían especialmente amenazadas por él, incluso a pesar de que no
hubiera sido su primera opción en las elecciones.
Sin embargo, se convertiría en una amenaza por dos razones: la primera,
porque empezó a hablar de la necesidad de convocar una asamblea
constituyente para aprobar una nueva Constitución en el país, una medida
probablemente bastante razonable para la mayor parte de la población
hondureña, dado que la Constitución vigente se aprobó en los años
ochenta durante la dictadura militar y no es que fuera muy proclive a
las medidas democráticas que se diga.
Sin embargo, bajo nuestro punto de
vista, no tenía ningún sentido redactar una nueva Constitución puesto
que, muy probablemente, la nueva carta magna prohibiría las bases
militares extranjeras en el terreno nacional, como en el caso de otras
aprobadas en el siglo XXI en países con gobiernos de izquierdas en
América Latina.
Podrá usted imaginar que el Pentágono, entre otros, no
tenía intención de perder su mayor base militar en Centroamérica, sobre
todo tras quedarse sin su base en Manta, Ecuador, después de que el
Gobierno de Rafael Correa introdujera esta prohibición en su nueva
Constitución de 2008. (Y Correa tuvo además la insolencia de
restregárnoslo en las narices, diciendo que nos dejaría tener una base
en Ecuador si les dejábamos tener una base suya en Miami).
La segunda razón favorable al golpe en Honduras fue que,
desde nuestro punto de vista, Zelaya formaba parte de una alianza de
todos los gobiernos de izquierda incluyendo a Brasil, Argentina,
Venezuela, Bolivia, Ecuador, Uruguay, Paraguay y Nicaragua, en ese
momento; El Salvador también acababa de elegir a su primer presidente de
izquierdas y Michelle Bachelet, la socialista moderada chilena, se
alineaba prácticamente siempre con los otros gobiernos de izquierdas en
materia de asuntos del hemisferio.
Es decir, aunque pueda parecer que un
país pobre y con poco poder de influencia como Honduras no es relevante
en el contexto más amplio de las cosas, cualquier jugador de ajedrez
sabe la importancia que tienen los peones en una partida, sobre todo si
uno los puede comer sin sufrir pérdidas materiales o perjudicar su
posición.
Y Zelaya se había unido a una subsección de países más de
izquierdas todavía, la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra
América (ALBA), con Venezuela, Bolivia y Ecuador a la cabeza. No
obstante, en aquel momento todos estos países seguían una política
exterior bastante parecida, denominada por los más lenguaraces como
“antiimperialista”. Huelga decir lo que eso significa para nosotros.
En todo caso, nuestra labor diplomática fue vital para que
el golpe fuera un éxito. La percepción del golpe no sería positiva: el
presidente Zelaya fue sacado de su casa a primera hora de la mañana el
28 de junio de 2009, en pijama, puesto rumbo a Costa Rica, con escala en
nuestra base militar al sur de Comayagua para repostar.
Pero tuvimos la
cautela de no respaldar el golpe, a la par que dejábamos caer a quien
prestara atención a estos asuntos que contaba con nuestra bendición. En
su primera declaración, la Casa Blanca no condenó la acción militar e
hizo un llamamiento a “todos los actores políticos y sociales en
Honduras” a respetar la democracia. Puesto que era del dominio público
que sabíamos que el golpe iba a tener lugar con antelación, el mero
hecho de no condenarlo era un mensaje suficientemente claro para quienes
entienden el lenguaje diplomático del siglo XXI.
La cuerpos
diplomáticos y de inteligencia de todo el hemisferio lo interpretaron
como un indicio de nuestro apoyo al golpe, y a partir de ahí, todos los
acontecimientos fueron predecibles y previstos.
Hillary Clinton, secretaria de Estado en el momento del golpe, resumía en su libro Decisiones difíciles,
publicado en 2014, lo que hicimos: “En los días siguientes [después del
golpe] hablé con mis homólogos de todo el hemisferio, incluida la
secretaria [Patricia Espinosa] en México. Nosotros establecimos las
estrategias de un plan para restaurar el orden en Honduras y garantizar
que elecciones libres y limpias se celebren rápidamente y de manera
legítima, lo que haría que la cuestión de Zelaya fuese irrelevante”.
Detrás de todo ello hubo mucho trabajo diplomático. Teníamos que
convencer al menos a una parte del mundo, incluyendo a los medios, de
que lo mejor para Honduras era aceptar sin más que el presidente
democráticamente electo se hubiera marchado y de que, a pesar de la
represión ejercida por el Gobierno golpista –arrestos masivos, violencia
por parte de las fuerzas de seguridad, supresión de los medios de la
oposición, escuadrones de la muerte– era preciso convocar elecciones lo
antes posible, pero evitando el regreso de Zelaya.
Finalmente, como destacaba Clinton, pudimos evitar la
vuelta al poder de Zelaya y legitimar las elecciones de noviembre de ese
año, que consolidaron al gobierno posterior al golpe, y que para muchos
era una dictadura.
Todo ello a pesar de que la OEA y la UE se negaron a
enviar observadores durante la convocatoria electoral, y aunque la gran
mayoría de gobiernos del hemisferio no la reconocieran. Pero nosotros
nos impusimos y mediante un ejercicio cuidadoso y persistente de
diplomacia logramos que la situación se normalizara.
La historia del éxito de nuestra estrategia en Honduras no
termina aquí: el mes de noviembre pasado, el Partido Nacional en el
Gobierno durante el golpe anunció la reelección de su candidato
presidencial en unas elecciones que muchos –incluyendo esta vez a la
vasta mayoría de los periodistas internacionales– veían como robadas.
Luis Almagro, nuestro firme aliado a la cabeza de la OEA dio un paso
poco habitual y pidió que volvieran a convocarse las elecciones. Pero,
una vez más nuestra diplomacia se impuso. Pedimos a México que fuera el
primer país en reconocer las elecciones, y así fue; nosotros “seguimos”
su ejemplo.
El asunto no tardó en enterrarse, junto con las noticias
sobre los asesinatos políticos y la represión bajo el gobierno de
Hernández, por no mencionar las conexiones con los traficantes de
drogas. Y, por supuesto, Almagro y la OEA no tardaron en retroceder en
sus posiciones. (Aportamos más del 40% del presupuesto de la OEA, entre
otras muchas vías de influencia con las que contamos allí).
El asesinato de la activista ecologista Berta Cáceres fue un quebradero
de cabeza para nuestras relaciones públicas. Había sido galardonada con
el Goldman Prize tan solo un año antes, y contaba con apoyos de ámbito
internacional, por lo que obviamente su muerte ocupó las noticias en
mucha mayor medida que la de cientos de ecologistas y otros activistas y
líderes disidentes asesinados, con total impunidad, desde el golpe.
Además, cuatro de los nueve arrestados acusados de participar en el
crimen estaban vinculados al Ejército, institución en la que hemos
invertido mucho. En marzo, tuvo lugar el arresto del supuesto “autor
intelectual” del crimen que, lamentablemente, era un oficial de
inteligencia afín a nuestra embajada.
Todo ello provoca el envío de
diversas cartas por parte de muchos miembros del Congreso y propuestas
de medidas legislativas pero, gracias a nuestra diplomacia pública, se
pudieron minimizar los daños y seguimos con el control de la situación.
Parafraseando a Franklin Delano Roosevelt, puede que Hernández sea un
hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta, y Honduras sigue siendo
nuestro, como lo fuera en la década de los ochenta, cuando lo
utilizábamos como base de operaciones de nuestras guerras para mantener
en nuestra órbita a Nicaragua y El Salvador.
Por supuesto, Honduras es un país pequeño y pobre, pero como ya he
mencionado, tiene una importancia estratégica para nuestras bases
militares y es clave en nuestra estrategia general de control de las
Américas.
No obstante, en los últimos años nuestra estrategia de
contención y retirada nos ha resultado también beneficiosa. Veamos por
ejemplo el caso de Brasil, el segundo país del hemisferio en términos
económicos y demográficos, con una extensión territorial mayor que
EE.UU. continental. (...)
Sin embargo, miren cuál ha sido su suerte: Dilma Rousseff
fue destituida en 2016 y Lula está encerrado en una celda de 3 x 4
metros, acusado de corrupción y blanqueo de dinero. Brasil es nuestro,
incluso más nuestro que durante la dictadura militar que contribuimos a
instaurar en 1964.
A fin de cuentas, se trataba de un Gobierno
desarrollista y nacionalista, que nos desafiaba con el desarrollo de su
propia industria tras las barreras proteccionistas; en cambio, en la
actualidad, sus líderes hacen todo lo que está en su mano para obtener
inversión extranjera y pretenden librarse de todas las empresas de
propiedad estatal que puedan mediante privatizaciones.
Si apostamos por los nuevos líderes brasileños no ha sido
por razones corporativas, como defienden muchos de nuestros adversarios.
Nuestros intereses son mucho más amplios y son geopolíticos mientras
EE.UU. siga siendo “la nación indispensable”. Y Brasil siempre será un
país influyente, a pesar de su lamentable gestión económica durante casi
cuatro décadas; por lo tanto, necesitan un gobierno de nuestro equipo.
De hecho, Brasil mejoró su influencia en el ámbito internacional bajo el
Gobierno de Lula. En 2010 se produjo un incidente que ilustra muy bien
por qué es tan importante mantener nuestra influencia en Brasil y en
América Latina en general, y en particular, lograr que su política
exterior sea coherente con la nuestra. Ese es el objetivo que no debemos
perder de vista, y no su propia política económica interna y ni
siquiera sus políticas hacia las corporaciones estadounidenses.
En mayo de 2010, Lula se unió a Turquía, Irán y Rusia para
llegar a un acuerdo de canje de combustible nuclear con la intención de
intentar resolver nuestro conflicto nuclear con Irán. Si bien el
presidente Obama había pedido a Lula mediar en otro momento para
alcanzar este tipo de acuerdo, lo cierto es que en ese preciso instante,
no nos interesaba.
No me voy a adentrar en las razones, tan solo decir
que los comunicados de prensa que afirmaban que habíamos cambiado de
opinión debido a las elecciones en ciernes en EE.UU. eran más que
exagerados.
En todo caso, el malestar de los brasileños fue bastante
explícito puesto que comunicaron a los medios la anterior iniciativa de
Obama y, en respuesta a nuestra negación de la misma, publicaron la
carta en la que se planteaba la propuesta.
Huelga decir el malestar que
este episodio provocó en Washington, tanto fuera como dentro del
Gobierno, y lo cierto es que a partir de ese momento las relaciones con
Brasil ya nunca fueron lo mismo. Obviamente, nuestra oposición puso fin
al acuerdo, de modo que no hubo que lamentar muchos daños.
Sin embargo,
he querido llamar la atención sobre este episodio fundamentalmente para
insistir en la importancia de evitar que este tipo de gobiernos se
desvíen –cuando empiezan a poner en práctica sus propias políticas
exteriores, pueden dañar enormemente nuestros intereses más relevantes,
en este caso en Oriente Próximo– a pesar del hecho de que, salvo Cuba
durante la crisis de los misiles, ningún país latinoamericano ha
supuesto una verdadera amenaza directa a nuestra seguridad.
Obviamente, es un ejemplo de los muchos problemas que nos causó el Gobierno del PT. (...)
En algunas ocasiones nos ayudaron, sobre todo cuando lideraron la
ocupación de Haití por parte de la ONU en 2004, después de que
lográramos librarnos del presidente Aristide (por segunda vez; el primer
golpe que contribuimos a sacar adelante fue en 1991). Retomaré este
instructivo episodio más adelante.
Lula mantuvo una buena relación con el presidente Bush, mejor que con
Obama, a pesar de las muchas diferencias con el PT. Es preciso tenerlo
en cuenta en el proceso de negociaciones del Gobierno de Trump con
Andrés López Obrador (AMLO) quien, como Lula, probablemente marcará un
rumbo de moderación y pretenderá conciliar las demandas de la mayoría de
sus votantes con la élite tradicional de su país.
Las relaciones entre
el presidente Obama y Dilma se agriaron un poco en 2013 cuando los
documentos de Snowden revelaron que Brasil era el objetivo prioritario
de espionaje de EE.UU. en América Latina, incluyendo el control de las
llamadas personales de Dilma, o algo más peliagudo, el espionaje de
Petrobas, la compañía nacional petrolífera brasileña. Un caso de
espionaje industrial para muchos en el país.
La reacción de Dilma fue
cancelar el viaje que tenía planeado a EE.UU. y dar un discurso en la
Asamblea General de la ONU bastante hostil hacia nosotros, que
mantuvimos la calma y no emitimos respuesta alguna.
En 2014, durante la segunda legislatura de Dilma, arrancó la profunda
recesión de la economía brasileña. La oposición aprovechó su descenso de
popularidad y se esforzó por poner fin a su mandato, algo que logró dos
años más tarde. Su destitución no fue provocada por ningún acto que
constituyera un crimen en Brasil sino que fundamentalmente fue una
maniobra contable que también habían utilizado anteriores presidentes y
gobernantes, y que nada tenía que ver con la corrupción u otros delitos.
Por supuesto, no tomamos posición en este caso y declaramos
públicamente que se trataba de un asunto interno. Pero tuvimos
oportunidad de contribuir al cambio de régimen de muchas maneras
relevantes, en alguna medida de forma similar al caso del golpe en
Honduras en 2009. En este sentido, lo más relevante fue emitir la señal a
todos los actores más importantes de Brasil, incluyendo los medios, de
que apoyábamos la destitución de Dilma.
Tuvimos oportunidad de dejarlo
bien claro en el momento de la visita a Washington de Aloysio Nunes, el
presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado en Brasil,
justo después de que la Cámara de Diputados del Congreso Nacional de
Brasil votara la destitución de Dilma.
Aquella votación fue un
espectáculo bochornoso; los miembros más beligerantes del Congreso
expresaron su nostalgia por la dictadura militar e incluso uno de ellos
llegó a alabar a los funcionarios responsables de las torturas que
sufrió la propia Dilma en el pasado.
Aquello provocó que una parte de
los medios internacionales, bastante hostiles a Dilma y al PT,
reconsideraran el sesgo de sus informaciones. No obstante, yo me
entrevisté con Nunes, que lideraba la iniciativa de destitución en el
Senado brasileño.
Dada mi posición en aquel momento (el número tres en
el Departamento de Estado) y que para muchos, yo era responsable de
nuestra política en Brasil, todos entendieron que aquella reunión con él
era como mínimo una muestra de nuestro apoyo a la destitución.
El Secretario de Estado John Kerry respaldó esta opinión unos meses más
tarde, el 5 de agosto, en una rueda de prensa conjunta con José Serra,
el entonces ministro de Exteriores de Brasil, en la puerta de la
embajada de Estados Unidos.
Sus declaraciones iban encaminadas a
fortalecer la relación entre EE.UU. y Brasil y velar por la cooperación
en una serie de asuntos, como no habían podido hacer en los últimos años
(ya se encargó de destacarlo Kerry).
Pero el Senado brasileño tenía que
votar aún la destitución de Dima (su Constitución es similar a la
nuestra, la Cámara vota la destitución, y el Senado destituye al
presidente). De modo que la conferencia de prensa con Serra suponía otro
indicio evidente de nuestra inclinación por la destitución de Dima.
Como ya he comentado anteriormente, a pesar de nuestras diferencias,
Brasil nos apoyó en el golpe de 2004 en Haití. Habíamos aprendido la
lección tras el golpe de Venezuela de 2002 que duró 48 horas. Y, en
parte, la responsabilidad de que así fuera, como probablemente ya sepa
usted, se debió a la celebración de la cumbre del Grupo de Río de 19
países latinoamericanos justo después del golpe, en la cual se aprobó
una resolución reprobatoria del golpe.
Si bien algunos países
latinoamericanos hubieran querido apoyarnos, eso les habría puesto en
una situación delicada dada la sacrosanta soberanía nacional histórica
en la región y que nuestro apoyo al golpe se había hecho público. (Esta
es otra de las razones por las que conviene ser más cauteloso y
diplomático con respecto a los comentarios públicos, como lo fuimos en
el caso del golpe en Honduras.
Las declaraciones públicas del presidente
Trump sobre las potenciales acciones militares de EE.UU. en Venezuela, o
por parte de otros oficiales que apoyan el golpe militar en el país,
son innecesarias y, en mi opinión, contraproducentes).
En todo caso, nuestra experiencia en Venezuela nos sirvió
para no repetir errores, y en Haití teníamos preparada la votación en la
ONU para apoyar un operativo militar antes de que se produjera la
destitución de Aristide.
Dos meses después, impulsamos una nueva misión
de la ONU (MINUSTAH) con tropas brasileñas a la cabeza. Durante la
ocupación del país, se produjeron miles de asesinatos de personas
desarmadas favorables a Aristide y cargos del gobierno constitucional
fueron encarcelados. Pudimos sacar adelante la iniciativa a plena luz
del día, no como en 1991, cuando tanto el respaldo de Estados Unidos al
golpe como los escuadrones de la muerte posteriores fueron encubiertos.
Y
hemos podido cambiar el rumbo de la historia en Haití desde entonces,
hasta el punto de que no parece previsible en el futuro que pueda llegar
a elegirse a nadie que no cuente con nuestra aprobación. (De hecho, el
80% de la población haitiana ya ni siquiera se molesta en participar en
las elecciones nacionales.)
Hemos recibido muy pocas críticas por
nuestros actos allí, incluso después de que lográramos que la OEA
revertiera los resultados en las elecciones de 2010 sin que se realizara
siquiera un recuento ni un análisis estadístico del voto; un caso sin
precedentes en la historia de la observación electoral.
Tras el
terremoto devastador de 2010, cuando Haití estaba en una situación de
particular vulnerabilidad, amenazamos a los líderes recalcitrantes con
cortar toda ayuda, extremadamente necesaria entonces, si no aceptaban la
decisión de la comisión de la OEA, que por supuesto estaba plagada de
aliados nuestros. Habíamos amenazado previamente al presidente Preval
con abandonar el país como en el caso de Aristide en 2004.
Ofrezco esta pequeña parte de la historia de nuestro papel
en Haití porque sirve para ilustrar una vez más el poder de la
diplomacia, no solo en la construcción de la ocupación de la ONU con
Brasil a la cabeza, sino durante aquellos cuatro años previos al golpe.
Durante cuatro años logramos convencer a casi todos los gobiernos del
mundo para que interrumpieran el envío de ayuda internacional a Haití,
sin la cual la supervivencia del Gobierno electo estaba en juego.
Para
ello, tuvimos que convencer primero a la OEA de que cambiaran la inicial
declaración positiva de la misión de observación de las elecciones de
2000 que habían descrito como “un gran éxito para la población de Haití,
que salió a votar ordenada y masivamente para elegir a sus gobiernos
local y nacional”. Aquella declaración revisada se convirtió en la base
de nuestra campaña para destituir al Gobierno.
A continuación, fundamos
una gran coalición de grupos de la oposición y anunciamos que la
financiación internacional no se restablecería hasta que el Gobierno no
alcanzara un acuerdo con la oposición. Al mismo tiempo, le dijimos a la
oposición que no alcanzara semejante acuerdo, y que el Gobierno acabaría
cayendo, como por supuesto pasó.
Algunos han afirmado que la única razón por la que este tipo de tácticas
nos permitieron salirnos con la nuestra es porque Haití es un país
pobre, y su población negra. Indiscutiblemente, algo tuvo eso que ver,
como confirmaría cualquier conocedor de la historia de la implicación de
EEUU en Haití desde que los marines norteamericanos ocuparan el país
desde 1915 a 1934.
Pero también se trata de un país que se fundó gracias
a una revuelta de los esclavos, y con una población capaz de echar a
Duvalier, el dictador respaldado por EE.UU.; que eligió en dos
ocasiones, y por una amplia mayoría, a un sacerdote populista radical
que no respetaba nuestros intereses; y en el que podía estallar la
revuelta en cualquier momento –sin mucha clase media con algo que
perder– si no éramos capaces de manejar con cuidado la situación en
momentos decisivos.
Todos los antecesores del presidente Trump fueron capaces de entender
estas características específicas de Haití en el momento de sendos
golpes de Estado apoyados por los presidentes Bush, y la intervención en
2010-2011 bajo el Gobierno del presidente Obama. El presidente Clinton
también supo comprender esto muy bien: aunque los acontecimientos
acabaran encajonándole, sobre todo por el Congressional Black Caucus,
y acabara restableciendo a Aristide en el poder con el ejército de
Estados Unidos en 1995.
Pero obligó a Aristide a aceptar importantes
condiciones a cambio de su regreso. Una, que mantuviera al tristemente
célebre ejército de Haití, fundamentalmente una fuerza represiva, para
enfrentarse a la amenaza de una posible insurrección. Por desgracia,
Aristide renegó de esta promesa y abolió el Ejército.
Pero, como habrá
podido comprobar, nuestro nuevo Gobierno allí está intentando
recuperarlo, si bien desafortunadamente incluyendo a algunos de los
asesinos en masa de los años noventa, y que dejará vía libre a las
críticas de nuestros oponentes.
Retomemos el marco más amplio. Los gobiernos de izquierdas cambiaron los
usos y costumbres del hemisferio en materia internacional hasta el
punto de minar seriamente nuestro poder de influencia. Por ejemplo,
establecieron la UNASUR como organización multilateral independiente
dominada por los entonces gobiernos de izquierdas, incluyendo los de los
países más grandes como Brasil, Venezuela y Argentina.
Impidieron
nuestros intentos de enfrentar este desafío por parte de la izquierda en
numerosas ocasiones. En 2009 quisimos ampliar nuestra presencia militar
en Colombia a causa de la creciente amenaza que suponían estos
gobiernos. El presidente colombiano, Álvaro Uribe, era un aliado
acérrimo de EE.UU. y a quien habíamos brindado nuestro apoyo con miles
de millones de dólares en ayuda militar (si bien él de por sí tenía ya
fuertes vínculos con los cárteles de la droga y los paramilitares que
habían asesinado a decenas de miles de civiles).
Aceptó nuestra petición
de buen grado, pero se filtró a la prensa el acuerdo militar entre
Colombia y EE.UU., en el que se detallaban nuestros planes de ampliar el
acceso de Estados Unidos a siete bases militares colombianas.
Los gobiernos de la UNASUR, que se reunieron en Argentina
en 2009, mostraron su inmediata oposición y declararon públicamente que
no podrían utilizarse las bases militares para mandar operativos desde
Colombia, algo que apoyó también este país. Obviamente, ese era el
objetivo principal del acceso a las bases militares por parte del
personal del ejército de Estados Unidos, incluyendo hacer frente a las
amenazas planteadas por los Gobiernos anti americanos.
UNASUR, liderada por los gobiernos de izquierda, cambió
los usos y costumbres de las relaciones internacionales en el hemisferio
hasta el punto de que incluso Manuel Santos, el anterior ministro de
Defensa de Uribe, restableció las relaciones con Venezuela
inmediatamente después de asumir su cargo en 2010.
Las relaciones entre Colombia y Venezuela (y con otros
países) se habían deteriorado gravemente después de que Uribe
bombardeara e invadiera Ecuador en marzo de 2008 para atacar los
campamentos de las FARC con base allí. Al verse forzado a elegir entre
la coalición de izquierda, integrada por los gobiernos
antinorteamericanos de Sudamérica, y EE.UU., optó por los primeros.
Pero Santos no tardó en volver a nuestro lado cuando
recuperamos el control de esa región y, revirtiendo por completo la
situación de derrota de 2009, a finales de mayo Colombia se convirtió en
socio global de la OTAN, el primero en América Latina.
Esto tuvo unas
implicaciones significativas para nuestro poder de influencia en América
Latina, como podrá imaginarse. El 17 de junio, Iván Duque, el sucesor
de Uribe elegido a dedo, obtuvo una cómoda victoria en las elecciones
presidenciales. Colombia es nuestra. (...)
Argentina ha sido otro de los países más determinantes a la hora de
influir en la rebelión antinorteamericana durante la primera década del
siglo XX. De 2003 a 2015 estuvieron en el gobierno los Kirchner,
populistas de izquierda, primero Néstor y después su mujer Cristina
Fernández.
Ambos mantenían una relación bastante buena con Chávez, que
prestó 6 mil millones de dólares a Argentina para que saldara la deuda
con el FMI (a quien culpaban de su crisis entre 1998-2002). Sin embargo,
este vínculo entre presidentes izquierdistas estaba mediado por algo
más que los petrodólares. La historia tiene su importancia.
Los
Kirchner tenían amigos que habían sido encarcelados o asesinados durante
la dictadura de 1976-1983 que nosotros respaldamos; revocaron la
impunidad de los oficiales del Ejército responsables de estos asesinatos
y más de 650 fueron condenados. El encarcelamiento de Lula se produjo
bajo la dictadura que Estados Unidos ayudó a llegar al poder con el
golpe de 1964; su sucesora, Dilma Rousseff pasó aún más tiempo en la
cárcel y fue además víctima de torturas.
Evo Morales, de Bolivia,
declaró que había sido torturado en presencia de agentes de la DEA antes
de ser presidente; Pepe Mújica, de Uruguay, pasó 13 años en prisión
bajo la dictadura respaldada por EE.UU. Y, quienes no habían sufrido las
consecuencias directas de la violencia ejercida por estos gobiernos
auspiciados por Estados Unidos, eran conscientes del dolor provocado por
esta parte de la historia.
Fueron diversos los mecanismos por medio de los cuales
fuimos capaces de contribuir a la caída del kirchnerismo en Argentina.
Si bien es cierto que a Argentina le fue extremadamente bien bajo el
gobierno de los Kirchner hasta 2011, se produjo una desaceleración
económica a partir de entonces y su balanza de pagos empezó a sufrir las
consecuencias.
No podían pedir préstamos a los mercados internacionales
por su impago de 95.000 mil millones de dólares. Impedimos su acceso al
mercado de divisas que tanto necesitaban recibir de los prestamistas
multilaterales, incluyendo el Banco Interamericano de Desarrollo y el
Banco Mundial.
Entonces, sucedió que en 2014 recibimos una ayuda muy
especial por parte de las autoridades judiciales de EE.UU., cuando el
juez Thomas T. Griesa tomó la decisión tan controvertida y sin
precedentes de prohibir a Argentina el pago de más del 90 % a sus
acreedores, los titulares de bonos reestructurados ante el impago de la
deuda del país.
El resto correspondía a la deuda con los acreedores que
jamás aceptaron la reestructuración, entre los que se incluyen los
fondos buitre, hedge funds, que compraron los bonos moratorios
por una fracción mínima de su valor nominal dentro de una estrategia
legal prolongada con el fin de anteponer una demanda para recuperar su
valor nominal total.
En 2014, Argentina había llegado a un acuerdo con el Club
de París integrado por acreedores gubernamentales y estaba a punto de
recuperar su capacidad de préstamo en el ámbito internacional. Pero el
requerimiento de Griesa fue un duro golpe en un momento de
vulnerabilidad. Retiró la orden en cuanto el conservador Mauricio Macri
fue elegido presidente y declaró: “La elección del presidente Macri
cambió todo”.
Hemos de admitir que no fue una buena decisión por parte
de Griesa desde el punto de vista de la estabilidad del sistema
financiero internacional. Supuso que aquellos gobiernos que habían
alcanzado acuerdos con más del 90% de sus acreedores tras una situación
de impago podrían ver sus acuerdos anulados años más tarde por las
acciones legales de los fondos buitre.
Por esta razón, y porque el
Departamento del Tesoro de EE.UU., principal agente en la toma de
decisiones del FMI fuera de Europa, no se coordinó con nosotros, el FMI
anunció en julio de 2013 que presentaría un escrito en nombre de
Argentina en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Sin embargo, se
retractó una semana más tarde. Cuando un periodista preguntó por las
razones para este desconcertante cambio de opinión, el portavoz del FMI,
visiblemente molesto, respondió: “Tendrá usted que pedirle
explicaciones al Tesoro norteamericano”.
Traigo este episodio a colación porque muestra lo importante que es
tener en cuenta las diversas ramificaciones de nuestro Gobierno a la
hora de pergeñar nuestra política exterior. Logramos contribuir a la
caída del kirchnerismo en las elecciones de 2015, si bien estuvo a punto
de ganar un mejor candidato presidencial de su bando.
Pero ahora
tenemos a Mauricio Macri de presidente, un sólido aliado de EE.UU. años
ha. En 2009 se reunió conmigo y con nuestra embajada en Buenos Aires
para alertarnos de que estábamos siendo demasiado blandos con los
Kirchner, sobre todo tras la humillación que había sufrido el presidente
George W. Bush en el Mar del Plata.
En la actualidad, forma parte de
nuestra coalición de gobiernos de derechas en la región y está
contribuyendo a derrocar al Gobierno venezolano, en la cuerda floja a
causa de la hiperinflación y una crisis profunda.
Podría contarle mucho más acerca de Venezuela pero voy a
intentar ser breve en ese sentido. Como ya sabrá, durante la mayor parte
de el siglo XXI su cambio de régimen ha sido el objetivo número uno o
dos en el mundo (tan solo precedido por Irak o Irán en algunos
momentos). Claramente, el país fue el principal instigador de la
rebelión latinoamericana, aunque era Chávez el que principalmente
gritaba a los vientos lo que el resto de presidentes de izquierdas, o no
tan de izquierdas, pensaban y sentían.
Además, ejercía su cargo sentado
sobre 500.000 millones de barriles de petróleo, la mayor reserva
petrolífera del mundo. Cuando intentamos librarnos de él con el golpe
militar de 2002, muchos pensaron que lo que queríamos era obtener su
petróleo, pero por supuesto estaban equivocados. De hecho tanto Chevron
como Exxo Mobil, nuestras mayores compañías petrolíferas, mantenían una
buena relación con Chávez durante la mayor parte de su mandato, y lo que
querían es que le dejáramos en paz.
Habían invertido mucho allí, y les
seguía resultando rentable incluso después de que Chávez incrementará la
parte para el gobierno, como hizo todo el mundo tras el aumento de los
precios del petróleo a partir de 2002.
Sin embargo, nosotros tenemos una visión geoestratégica y
cualquier país que disponga de tal cantidad de petróleo tenderá a
convertirse en una potencia en la región y a gozar de una cierta
independencia, por lo tanto, es fundamental que su Gobierno esté de
nuestro lado. De modo que forramos de dinero a la oposición que durante
los primeros cuatro años de su mandato tenía “una estrategia de
derrocamiento militar”, como diría uno de sus líderes más intelectuales.
Afortunadamente, los medios tanto de Estados Unidos como
internacionales estaban totalmente de nuestro lado, de modo que durante
más de una década y media nuestra implicación en el golpe ha sido
tratada como una mera acusación por parte de una fuente desacreditada,
fundamentalmente el propio Chávez, aunque también por parte de su
sucesor, Maduro, aún más desprestigiado.
Obviamente, todos los
reporteros de Caracas sabían que era cierto, pero se abstuvieron de
comunicarlo. Incluso cuando nuestro propio Departamento de Estado
reconoció que el Gobierno estadounidense “estaba proporcionando
formación, asesoramiento institucional y otro tipo de apoyo a personas y
organizaciones activamente implicadas en el golpe militar”.
O cuando se
divulgaron los documentos de la CIA que mostraban que teníamos
información anticipada sobre el golpe y que habíamos apoyado su éxito
con falsas declaraciones durante los acontecimientos que tuvieron lugar.
Este no es más que uno de los miles de ejemplos en los que los medios
nos han brindado su apoyo en nuestra ardua tarea, pero creo que ilustra
con mayor claridad que otros hasta qué punto es importante nuestra
diplomacia pública, incluso a pesar de que el golpe fracasara por un
error de planificación.
El éxito de nuestra estrategia supuso que Chávez
siempre apareciera ante la opinión pública como el agresor cada vez que
denunciaba la intervención de EEUU, incluso a la par que estábamos
lanzando decenas de millones de dólares a los grupos de la oposición
(contando solo con la cuantía que era de dominio público), y no
cesábamos en el empeño de intentar aislar a su régimen en el ámbito
internacional.
Chávez era un duro contrincante, ya que la situación
económica del país fue relativamente buena durante su último año de
mandato (2012) y logró que por primera vez millones de venezolanos
tuvieran acceso a la sanidad, las pensiones, la educación superior y la
vivienda pública. (Obviamente, durante todos esos años los principales
medios se encargaron de describir a Venezuela como un fracaso del
populismo.
Y, a pesar de que la mayor parte de los venezolanos se
informaban a partir de fuentes controladas por la oposición, la mayor
parte del hemisferio fuera de las fronteras venezolanas compró el relato
de que la Venezuela de Chávez era una dictadura).
Chávez no cesó en el intento a escala internacional de
convertir en realidad su sueño bolivariano de unidad de los países
latinoamericanos contra EE.UU., y prestó decenas de miles de millones de
dólares a países como Brasil, Argentina y a estados Caribeños a través
de su programa Petrocaribe. En algunos casos, la cuantía de la ayuda por
parte de Venezuela al resto de países latinoamericanos probablemente
superó la nuestra.
De modo que, durante los años de bonanza, la mayor
parte de los gobiernos del hemisferio adoraban a Chávez tanto como la
mayoría de los venezolanos, incluso a pesar de que la mayor parte de la
población latinoamericana, que solo accedía a la versión que los medios
divulgaban de la realidad venezolana, no tuviera muy buena opinión de
él.
La situación se deterioró después de su muerte en marzo de
2013 y la situación económica inició un largo declive que ha
desembocado en la peor crisis en la historia de Latinoamérica. Es
innecesario que te cuente lo mal que están las cosas allí en la
actualidad dada la hiperinflación y la carestía de medicamentos y
alimentos.
Por eso me opuse al embargo financiero del Gobierno de
Trump impuesto sobre Venezuela antes de su anuncio público el 24 de
agosto del año pasado. No es que no comparta sus objetivos de librarse
de esta maldición, hemos trabajado incansablemente para llevarlos a buen
puerto durante casi dos décadas. No obstante, el embargo es innecesario
llegados a este punto y Maduro puede recurrir a él para explicar las
razones de tanta escasez, a la que obviamente contribuye.
Dado que no
pueden acceder a préstamos, tuvieron que recurrir al pago de sus bonos
en 2017. No pueden reestructurar su deuda. Se ha cortado el acceso a
muchos créditos, incluso aquellos que no han resultado prohibidos por la
orden del ejecutivo de Trump, y ello contribuye al colapso de la
producción petrolera y a la escasez de medicinas y alimentos.
Por eso me opuse al embargo financiero del Gobierno de
Trump impuesto sobre Venezuela antes de su anuncio público el 24 de
agosto del año pasado. No es que no comparta sus objetivos de librarse
de esta maldición, hemos trabajado incansablemente para llevarlos a buen
puerto durante casi dos décadas. No obstante, el embargo es innecesario
llegados a este punto y Maduro puede recurrir a él para explicar las
razones de tanta escasez, a la que obviamente contribuye.
Dado que no
pueden acceder a préstamos, tuvieron que recurrir al pago de sus bonos
en 2017. No pueden reestructurar su deuda. Se ha cortado el acceso a
muchos créditos, incluso aquellos que no han resultado prohibidos por la
orden del ejecutivo de Trump, y ello contribuye al colapso de la
producción petrolera y a la escasez de medicinas y alimentos.
Es excesivo. Este tipo de intervención otorga credibilidad
a la victimización por parte del Gobierno entre una minoría de la
población venezolana. Y para mucha gente a lo largo del mundo este
embargo empeora la crisis humanitaria. Afortunadamente, nuestra paciente
construcción de una diplomacia pública ha permitido que los medios
hayan ignorado el impacto del embargo en igual medida que ignoraron
nuestros mecanismos de intervención previos.
Y son los medios los que
determinan lo que cree la mayoría de la gente, sobre todo si tiene que
ver con algo que no experimentan directamente. Pero, el embargo es
totalmente innecesario porque la espiral de declive de la economía se
produce por sí sola.
Las amenazas emitidas por el Gobierno de Trump, o por
parte del senador Rubio, influyente asesor en esta materia, son también
innecesarias y contraproducentes. Incluyendo las insistentes
declaraciones de Rubio sobre que las sanciones van dirigidas a propiciar
un cambio de régimen y no a presionar al Gobierno para restablecer la
democracia, que es el mensaje emitido por el portavoz de nuestro
Departamento de Estado.
Y, la amenaza del presidente Trump de una acción
militar es intolerable; viola la Carta de la ONU e incluso ha
avergonzado a nuestros aliados más cercanos en la región, que han
expresado su oposición a estas declaraciones.
Lidiamos con Chávez cuando estaba en lo más alto de su
ejercicio del poder y de influencia en la región, cuando la mayor parte
de los gobiernos de América del sur eran sus aliados. No hay mal que por
bien no venga. Quizá no pudiéramos destituirle pero sí demonizarlo
hasta el punto de que su compañía resultara tóxica para los políticos
del hemisferio asociados con él.
Y nos servimos de esa toxicidad para
contaminar e incluso derrocar a los candidatos presidenciales en una
serie de elecciones, incluyendo las de Nicaragua, El Salvador, Perú y
México. Ganamos las elecciones en México en 2006 por los pelos, por unos
escasos 0,6 puntos porcentuales, en unas elecciones en las que el
“recuento” de la mitad de las urnas dio problemas, es decir, el número
de votos emitidos más los votos en blanco no correspondían con el número
de votantes registrados.
Y una de las razones por las que ganamos fue
porque los medios atacaron sin descanso la candidatura izquierdista de
Andrés López Obrador (AMLO), vinculándole con Chávez (incluso a pesar de
que en este caso no había conexión alguna entre ellos).
La victoria de AMLO ha sido aplastante y su partido, que
ni siquiera existía hace apenas siete años, ha obtenido la mayoría en el
Congreso. Esto supone una enorme pérdida para nosotros. Es obvio que
sus programas político y económico son moderados, y estoy seguro de que
podríamos llegar a un acuerdo razonable sobre el NAFTA.
Sin embargo, es
un independentista populista y nacionalista como los que nos han estado
dando la lata en Suramérica y Centroamérica y no apoyará nuestra
política exterior como lo hace el actual gobierno, y eso es lo
verdaderamente importante. Ya ha quedado suficientemente claro que no
nos va a prestar ayuda en absoluto para cambiar el régimen ni en
Venezuela ni en Nicaragua, por ejemplo.
Y, en este sentido, le pido que
me excuse, voy a decir una obviedad: los ataques verbales a México por
parte del presidente Trump, su propuesta de muro “que pagarán los
mexicanos”, y otras expresiones públicas de hostilidad, probablemente
han contribuido a explicar el meteórico ascenso del nuevo partido de
AMLO.
Por no mencionar el fracaso a largo plazo de nuestra política de
seguridad en el país, la militarización de “la guerra contra la droga” y
otros errores cometidos por anteriores administraciones, sobre todo en
materia de política económica y que se remontan a los años ochenta. Y el
intento de culpar del éxito de AMLO y Morena a la supuesta
interferencia de Rusia, por parte del general McMaster y otros, no logró
engañar a muchos mexicanos, aunque les diera bastante juego en casa.
Por lo tanto, debo concluir pidiéndole que peque de exceso
de cautela cuando tenga que enfrentarse a este tipo de retos, en lugar
de encender las pasiones del nacionalismo y del sentimiento
antiamericano que puede cambiar el sentido de la disputa electoral en
América Latina. A lo largo del siglo XXI fundamentalmente ha sido la
izquierda la que ha enarbolado la bandera de la soberanía nacional y de
la autodeterminación, creencias muy enraizadas en los países en
desarrollo, cosas por las que la gente en ocasiones está dispuesta a
luchar y a morir, y que tienen una base racional.
La democracia en un
país que no es soberano será muy precaria, en el mejor de los casos, por
no hablar de la integridad de sus elecciones, la independencia del
sistema judicial o del Estado de derecho a los que pueda aspirar. Muchos
son los que atribuyen parte de la explicación de la inmensa diferencia
entre la tasa de crecimiento y los niveles de vida en Asia y en América
Latina al grado de soberanía nacional.
Pero Washington no ha entendido
del todo este tipo de creencias ni lo arraigadas que están entre la
población de muchos lugares. Y, allá donde más las hemos subestimado,
nos hemos enfrentado a nuestros mayores fracasos y derrotas, desde
Vietnam hasta Irak (y lo que probablemente está por llegar en Oriente
Medio).
Le hemos dejado una América Latina controlada en su mayor
parte por aliados leales a los Estados Unidos: Brasil, Argentina, Perú,
Chile, Colombia, Honduras y más. Contamos con los 13 países del Grupo de
Lima que han exigido la imposición de sanciones financieras contra
Venezuela, algo inimaginable tan solo hace unos pocos años. Ni siquiera
en el momento del golpe de Estado en Honduras en 2009, que indignó a
líderes de todo el espectro político, se oía hablar de sanciones, así de
fuerte es la tradición latinoamericana de no intervención los asuntos
de otros Estados. (...)
Como verá, tampoco hemos tenido miedo de apoyar o
financiar la acción política por otros medios cuando ha resultado
apropiado: los golpes parlamentarios en Brasil y Paraguay; o los golpes
militares y otro tipo de intervenciones en Venezuela, Honduras y Haití.
También hemos recurrido a nuestro poder financiero.
Y gastamos decenas
de millones de dólares anualmente a través de nuestro Departamento de
Estado y de la Fundación Nacional para la Democracia para apoyar
organizaciones políticas pro EEUU. (Podría explicarle otras cosas que
hemos hecho en un informe confidencial.) Sin embargo, estos no pueden
ser nuestros principales mecanismos de influencia en los aspectos
políticos de la región. La diplomacia, incluyendo la diplomacia pública,
debe de ser siempre el primer recurso.
Pudiera parecer que con los gobiernos de los países más
grandes de nuestro lado y el liderazgo de instituciones multilaterales
(incluyendo OEA, el Banco Interamericano de Desarrollo, e incluso en la
actualidad el Mercosur) tan claramente en nuestras manos y en las de
nuestros aliados, conseguiríamos cualquier objetivo que nos
propusiéramos alcanzar.
Pero, como nos ha demostrado la aplastante
victoria de AMLO, la izquierda latinoamericana dista mucho de estar
muerta. Incluso en aquellos países en los que han perdido la presidencia
en los últimos años, siguen contando con una gran proporción del voto,
mucho más alta de la que alcanzaran en el siglo XX.
Esto en parte
obedece a que, salvo contadas excepciones, no les fue mal a sus votantes
mientras estuvieron esas fuerzas en el poder: la pobreza en la región
cayó de un 44 aún 28% desde 2002 hasta 2013, tras una tendencia
ascendente en los 20 años anteriores.
No sabemos cuándo llegara la siguiente recesión o crisis
económica ni qué impacto tendrá en la región. El Gobierno de Macri en
Argentina ya se enfrenta a profundos problemas económicos, y la
popularidad del presidente ha caído de un 50 a un 30% en pocos meses. El
Gobierno brasileño es profundamente impopular y se enfrenta a huelgas,
cifras de desempleo de dos dígitos y un lentísimo crecimiento
económico.
En el horizonte acechan nubes de tormenta en la medida en
que persiste el ciclo de austeridad en la Reserva Federal de EEUU y
aumenta la probabilidad de que “se frenen en seco” los flujos de capital
en la región, con la consiguiente probabilidad de que se originen
crisis y recesiones.
La paciencia diplomática, el ejercicio blando del poder y
el cultivo de alianzas fueron nuestras armas más poderosas para reducir
la “marea rosa” que se había tragado a buena parte de América Latina
durante la primera década del siglo XXI. Sinceramente, espero que puedan
conservar y construir sobre nuestros logros."
( Marc Weisbrot, codirector del the Center for Economic and Policy Research en Washington DC, y presidente de Just Foreign Policy. Es además autor de Failed: What the ‘Experts’ Got Wrong About the Global Economy (2015, Oxford University Press). Este artículo se publicó originalmente en inglés, en The Real News Network. CTXT, 05/09/18)
No hay comentarios:
Publicar un comentario