"Cuando ella llegaba a casa, nada más abrir la puerta, voceaba
alegremente: “¡Familia!”. Como un clarín, irónico y tierno. Desde el
cuarto del fondo donde sonaba la televisión respondía su madre: “¡Hola, m’hija!”.
Y yo gruñía alegre sin apartarme del ordenador: “¡Cariño!”. Entonces
era como si encajasen por fin las piezas del rompecabezas de la vida y
por un momento inapelable todo estaba bien. El disparate de la
felicidad. Después, su madre murió y ella entraba en casa sin decir
nada.
Venía al cuarto donde yo tecleaba y me daba un beso ligero, con
una especie de suspiro que me parecía de alivio, como si llegase después
de enfrentar serios peligros. Era yo por entonces quien al volver a
casa la remedaba pobremente, para no perder del todo la memoria de los
momentos dichosos. Pero me salía un “¿familia?” implorante y dudoso, que
resultaba conmovedor por lo inadecuado.
Lo que va de celebrar el gozo
compartido a echarlo en falta, suplicando. Poco a poco, ella se
acostumbró a responder “¡aquí!” desde el fondo de la casa apagada, sin
más luz que la suya. Y cuando llegaba a su lado me pasaba la mano por el
pelo cada vez más escaso: “Estamos tú y yo, tonto. Mientras nos
tengamos el uno al otro...”.
Ella
y yo, la familia escueta y completa. Porque la simple existencia
—insistencia, mejor— rutinaria, biológica, necesita la presencia amada y
amable para ascender a vida humana. Sin la proximidad del amor estamos
lejos de nosotros mismos. Ahora ya no está. Cuando abro la puerta todo
sigue apagado, se fue la luz y entro en silencio.
Me daría miedo el eco
de mi voz. Según Víctor Hugo, todo el infierno cabe en una palabra:
soledad. La palabra que no puede decirse en voz alta para evitar la
respuesta aciaga de la oscuridad. Pasado mañana hace cuatro años." (Fernando Savater, El País, 16/03/19)
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