"Este es el capitalismo del siglo XXI. Un ideario
económico que mezcla optimismo e irresponsabilidad. Pero donde el dinero
siempre encuentra un resquicio para su particular esperanza.
Cuando el cambio climático se ha convertido en la mayor amenaza a la
existencia y la sociedad promueve una insurgencia verde, las empresas
revelan su posición. Perciben enormes riesgos pero también ingentes
oportunidades.
El Acuerdo de París de 2015 es preciso. El incremento
medio de la temperatura no puede superar los dos grados y si es posible
debería frenarse en 1,5ºC respecto a los niveles preindustriales. El
precio resulta alto. “La Unión Europea cree que serán necesarios al
menos 180.000 millones de euros anuales hasta 2030 para descarbonizar la
energía y mantener la temperatura en esos márgenes. Más de uno debe estar frotándose las manos”,
sostiene Emilio Ontiveros, presidente de Analistas Financieros
Internacionales (AFI).
El capitalismo y sus compañías quieren monetizar
el clima extremo y sacar partido a nuestro distópico futuro. Aunque
agiten la fragilidad. “El calentamiento global inevitablemente pondrá a
prueba la resiliencia de nuestros sistemas políticos y económicos”,
aventura Nicholas Stern, presidente del Centro para el Cambio Climático,
Economía y Política de la London School of Economics (LSE).
Este viaje que el hombre y sus empresas emprenden hacia lo desconocido
fue cartografiado por la organización CDP (anteriormente Carbon
Disclosure Project). La firma de análisis medioambiental preguntó a
7.000 grandes compañías del mundo cuáles son los “riesgos y
oportunidades” del calentamiento de la Tierra. La agencia Bloomberg
adelantó en enero algunas de esas respuestas. Una visita guiada a la
condición empresarial y humana.
Las farmacéuticas, por ejemplo, tienen
su singular receta. Eli Lilly asocia el desastre climático a un mayor
riesgo de diabetes por “una menor actividad física, una disrupción en
los suministros tradicionales de alimentos y el aumento de la
inseguridad alimentaria”. Un drama con recompensa. Podría incrementar la
demanda de sus productos que tratan esa enfermedad. Otro gigante del
sector, la alemana Merck, imagina una “expansión del mercado para los
artículos relacionados con enfermedades tropicales, incluidas aquellas
que se transmiten por el agua”.
Y Apple revela la excéntrica manera en
la que piensan las tecnológicas. La compañía de Cupertino cree que “a
medida que la gente empiece a experimentar con mayor frecuencia sucesos
climáticos severos” estarán más unidos a sus móviles. Porque ayudan a
mantener el contacto con sus seres queridos y además el iPhone puede
“usarse como linterna”. Trasciende algo de irreal en todas esas
respuestas, pero refleja el ilegible planeta que podría aguardarnos.
Al otro lado, las compañías españolas proponen
una interpretación más ortodoxa del mundo. “El 94% [enviaron
información 49 firmas] cree que existen oportunidades cambiando el
modelo de negocio”, relata un portavoz del CDP. Sobre todo (85%) a
partir de nuevos servicios y productos bajos en carbono.
Inditex
entiende los beneficios de utilizar fibras que consumen poca agua, NH
habla del crecimiento de los edificios verdes, BBVA de las opciones que
deparan los 700.000 millones de dólares anuales necesarios hasta 2030
para crear infraestructuras sostenibles e Iberdrola viaja con el viento
de las energías renovables.
Sin embargo la preocupación es igual de intensa que una llamarada.
El negacionismo climático de Trump no convence a muchas de sus grandes
empresas. Walt Disney teme que en los parques haga demasiado calor para
sus visitantes, AT&T tiene miedo de que los incendios forestales y
los huracanes inutilicen las antenas de telefonía y Coca Cola se
cuestiona si seguirá habiendo suficiente agua para embotellar su
refresco estrella. Dudas que arraigan en la tierra.
“Los mayores
desafíos de la adaptación al clima extremo son la producción agrícola y
el acceso al agua potable”, detalla Lucas White, gestor del GMO Climate
Change Fund. Entramos en espacios de la incertidumbre. “Las empresas que
embotellan aguas utilizando PET están bastante preocupadas. Por el uso
del plástico y por la huella de carbono que generan. De ahí que trabajen
en formatos más ligeros”, analiza Javier Vello, socio responsable de retail de la consultora EY. Coca Cola y Heineken, por ejemplo, persiguen esa estrategia.
Pero si existe un lugar donde la tierra y el agua
crean un barro único es en la viña. Mariano García, uno de los grandes
enólogos de España, la conoce bien. Nació en Vega Sicilia. Fue
responsable de su mito durante 30 años, y desde los años 70 suena a
Mauro, San Román, Terreus.
Mayo baja cálido en Quintanilla de Onésimo
(Valladolid). Las hileras de viñas se disponen con orden marcial.
Mariano pasa la mano por una de ellas. Parece que la hablara. La conoce
desde hace 27 años.
— ¿Nota el cambio climático?—, pregunta el periodista—.
— Estamos plantando en terrenos más altos—, revela—.
Si antes lo normal era a 700 metros ahora nos movemos entre 800 y 850.
Tierras más pobres donde se da mayor contrataste térmico entre el día y
la noche.
Las vides han encontrado un refugio en la altitud. Pero otras agriculturas están más expuestas.
Ebro Foods admite el peligro de la “destrucción de cosechas” y Henk
Hobbelink, coordinador de la oenegé Grain, vaticina que cada vez “habrá
mayores problemas para acceder al agua de riego”. Esto tendrá
implicaciones financieras sorprendentes. Christopher J. Goolgasian,
director de investigación climática de la gestora Wellington, prevé que
los “activos móviles” serán más valiosos que los “fijos”. “Por ejemplo,
los equipos agrícolas sobre las granjas y los cruceros frente a los
parques temáticos”.
De regreso a esa tierra, base de la alimentación humana, la industria propone soluciones entre inquietantes y necesarias. Algunas las trae el trabajo Winds of Change
firmado por Barclays. El banco propone incluir aditivos en la
alimentación de las vacas para que expulsen menos metano, pasar de
consumir proteína bovina a proteína de pollo (reduciría un 88% las
emisiones de CO2), volver al pastoreo en los bosques y recurrir a la ingeniería genética.
Sin embargo es imposible adivinar el ADN
del mundo al que vamos. Las Naciones Unidas nos han dado un plazo de 12
años antes de que el desastre resulte imprevisible. Pero las finanzas no
tienen tanto tiempo. Los mercados viven en el presente y saben —porque
se juegan dinero— que el horizonte puede ser una tragedia.
“Conseguir
una reducción a mediados de siglo de entre el 70% y el 90% en las
emisiones de gases de efecto invernadero conlleva una transformación
completa de la estructura del sector energético, automovilístico,
agrícola y químico, entre otros muchos”, desgrana Simon Webber, gestor
del fondo ISF Global Climate Change de Schroders.
El coste será inmenso.
También las oportunidades. La gestora estima que harán falta dos
billones de dólares anuales durante la próxima década para mitigar el
impacto y adaptar el sistema económico. “Es el equivalente a toda la
economía de Estados Unidos”, resume Carla Bergareche, directora general
de Schroders en España y Portugal.
Hay demasiado en juego y las finanzas reaccionan al ver peligrar su patrimonio.
En 2100, el valor en riesgo derivado del cambio climático sobre el
total de los activos gestionados en el mundo será de unos 4,2 billones
de dólares (3,7 billones de euros). “Por eso, los inversores están más
concienciados que las empresas, las administraciones públicas o los
consumidores frente al calentamiento global”, refrenda Ricardo Pedraz,
experto de AFI. Las emisiones de bonos verdes superan ya los 160.000
millones de dólares y el nuevo mantra en los mercados son las
inversiones bajo criterios ambientales, sociales y de gobernanza (ASG).
Aunque si existe un territorio donde el negocio se mira en las oscuras ojeras
de la noche es en los seguros. El cambio climático podría provocar que
las clases medias no puedan pagar sus primas. Solo los incendios de
California le han costado a las mayores reaseguradoras del mundo 24.000
millones de dólares (21.400 millones de euros).
Ernst Rauch, jefe de
Climatología de Munich Re, adelanta que los precios subirán. Esto podría
ser una amenaza al orden social. Nicolas Jeanmart, responsable de
seguros personales y macroeconomía de Insurance Europe, que representa a
34 asociaciones de aseguradoras europeas, reconocía en The Guardian la amenaza.
“No comentaré nada sobre ese tema” —enmienda a El PAÍS—,
“pero el sector está preocupado. La continua subida de las temperaturas
en el planeta puede hacer cada vez más difícil ofrecer la protección
financiera asequible que las personas merecen y la sociedad moderna
necesita para funcionar correctamente”.
Una vez más, las pérdidas se han convertido en la
verdadera temperatura del desafío. En los últimos tres años, calcula
Morgan Stanley, los desastres climáticos asociados con el calentamiento
global han costado al mundo 650.000 millones de dólares (580.000
millones de euros). Y el futuro funde a negro. En 2040, el precio podría
ser de 54 billones (48,1 billones de euros).
Habrá que aceptar
derrotas. La atmósfera acumula tal cantidad de gases que algunos de sus
efectos son ya imposibles de revertir. Sin embargo, aún estamos a tiempo
de evitar lo peor. “Desde un punto de vista económico y tecnológico, es
todavía fácil permanecer por debajo de dos grados centígrados”,
defiende James Hansen, una referencia mundial en ciencia climática, en The New York Times.
Solo hay que comenzar a eliminar las emisiones de dióxido de carbono.
El tremendo problema es que no hemos empezado a hacer nada de eso. Al
contrario. El año pasado —según Bloomberg— se invirtieron 300.000
millones de dólares (268.000 millones de euros) en energías limpias. El
8% menos que en 2017. Un tercio de la caída proviene de la decisión de
China de reducir desde junio las ayudas a las solares.
Si el Sol falla, la Tierra se volverá oscura.
Porque el mundo sigue quemando combustibles fósiles. Exxon Mobil, una
de las mayores petroleras, tiene previsto bombear nada menos que un 25%
más de gas y petróleo en 2025 frente al que extrajo en 2017. “Si el
resto de la industria persigue incluso un crecimiento más modesto las
consecuencias para el clima serían desastrosas”, alerta The Economist.
Y añade: “El mercado no puede resolver por sí solo el clima extremo”. Toda esta desafección recuerda al arranque de Pregúntale al polvo,
de John Fante. “Era una noche vital para mí o pagaba o me iba: es lo
que decía la nota que la casera había deslizado por debajo de la puerta.
Un problema relevante, merecedor de una atención enorme. Lo resolví
apagando la luz y echándome a dormir”.
Cuenta más el sueño que el
mañana. El IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos Sobre el Cambio
Climático, por sus siglas en inglés) estima que para prevenir la
elevación de las temperaturas por encima de 1,5º, el empleo de gas y
petróleo debe caer un 20% en 2030 y el 55% durante 2050. Y hay que
dejarlos enterrados en la tierra, donde pertenecen. Si fuésemos fieles a
los compromisos deberían quedarse sin usar el 35% de las reservas
conocidas de crudo, el 52% de las de gas y un 88% de las de carbón.
¿Lo
consentirán los mercados? Una pista. El grado de exposición de las
entidades financieras europeas a empresas que basan su modelo de negocio
en recursos fósiles supera el billón de euros. Una respuesta. “Desde
que se adoptó el Acuerdo de París, los 33 mayores bancos del mundo han
destinado 1,9 billones de dólares [1,7 billones de euros] a combustibles
fósiles”, denuncia un portavoz de BankTrack, una red de oenegés que
vigila el comportamiento financiero. El peor banco del desastre
climático —critica la organización— es el estadounidense JPMorgan Chase.
Entre 2016 y 2018 aportó 196.000 millones de dólares (175.000 millones
de euros) a estas energías.
Mientras, HSBC, impertérrito, respalda
plantas de carbón en Vietnam, Bangladesh e Indonesia. A cerca de este
hartazgo, The Guardian publicó en abril un artículo cuyo título es un editorial: ¿Cómo parar el cambio climático? Nacionalizando las petroleras. Y volviéndolas —aunque sea a la fuerza del Estado— verdes.
Las soluciones contra el cambio climático saltan como
casquillos de un revolver. Reforestación, acuerdos internacionales
efectivos, tecnología de captura de carbono, energía nuclear (quizá),
aumento de las ayudas a las renovables, reducción de los apoyos a los
combustibles fósiles, reforma de las tierras de labranza, acuicultura y
el famoso impuesto al carbono. La bala mágica frente al desastre. Si emites CO2
pagas y cuanto más contaminas; más pagas.
La idea, económicamente, es un sólido platónico, pero políticamente tiene las aristas de un dodecaedro. La energía, ya sea para el transporte o el consumo doméstico, es uno de los mayores gastos del hogar. Y en unos tiempos de inequidad, pérdida de la clase media y precariedad, muchos, sobre todo políticos, creen que serán los más frágiles quienes paguen el precio del final del mundo. William Nordhaus, premio Nobel en Economía, lo contaba muy bien en The New York Times. “Puede que sea bueno para la naturaleza, pero los votantes no verán el atractivo de reducir sus ingresos”.
El equilibrio resulta muy inestable cuando la realidad y el dióxido de carbono se disuelven. Entonces, ¿qué quedará cuando no quede nada? “Poner un precio muy alto al carbono podría influir en que el sector energético y otras industrias invirtieran en mercados o tecnologías bajas en esas emisiones”, observa Nicholas Stern, presidente del Centro para el Cambio Climático, Economía y Política de la London School of Economics (LSE). “Pero no es suficiente. Tiene que estar respaldado por políticas que atajen los fallos del mercado y apoyen la transición de todos a economías más bajas en carbono”. Cuenta la puntería.
La idea, económicamente, es un sólido platónico, pero políticamente tiene las aristas de un dodecaedro. La energía, ya sea para el transporte o el consumo doméstico, es uno de los mayores gastos del hogar. Y en unos tiempos de inequidad, pérdida de la clase media y precariedad, muchos, sobre todo políticos, creen que serán los más frágiles quienes paguen el precio del final del mundo. William Nordhaus, premio Nobel en Economía, lo contaba muy bien en The New York Times. “Puede que sea bueno para la naturaleza, pero los votantes no verán el atractivo de reducir sus ingresos”.
El equilibrio resulta muy inestable cuando la realidad y el dióxido de carbono se disuelven. Entonces, ¿qué quedará cuando no quede nada? “Poner un precio muy alto al carbono podría influir en que el sector energético y otras industrias invirtieran en mercados o tecnologías bajas en esas emisiones”, observa Nicholas Stern, presidente del Centro para el Cambio Climático, Economía y Política de la London School of Economics (LSE). “Pero no es suficiente. Tiene que estar respaldado por políticas que atajen los fallos del mercado y apoyen la transición de todos a economías más bajas en carbono”. Cuenta la puntería.
El cambio podría estar en marcha. Nadie,
hemos visto, cuida mejor del dinero que el propio dinero. Climate Action
100+, una alianza de varios de los mayores inversores del planeta, que
maneja 32 billones de dólares en activos, ha forzado
a Shell, BP y Glencore (una de las principales mineras de carbón del
mundo) a asumir compromisos medioambientales alineados con París y,
además, exige a las compañías que revelen cómo afectará a su balance el
calentamiento global.
Algo hasta ahora voluntario. “Las empresas
deberían estar legalmente obligadas a publicar sus vulnerabilidades
climáticas”, reconoce Antoni Ballabriga, director de negocio responsable
de BBVA. “Resulta fundamental para que los inversores y los bancos
podamos gestionar de forma adecuada los riesgos del clima y su impacto
financiero”.
Ese rumbo de colisión parece inevitable para la industria automovilística.
España se juega más de dos millones de empleos. El futuro de muchas
personas y del sector hiere como un cuchillo de doble filo. O producir
más vehículos de gasolina, que es lo que demanda el consumidor, o
acelerar la electrificación y soportar una caída (¿temporal?) de los
beneficios. España parece tener que escoger entre el cero y la nada. “El
mañana es el vehículo eléctrico. Y los cálculos para la economía
nacional son negativos”, augura Roberto Ruiz-Scholtes, director de
estrategia de UBS en España.
“Las baterías vienen de Asia. Los grandes
productores, y quienes tienen la delantera en investigación, son firmas
coreanas como LG y Samsung, que envían a Europa el coche casi montado.
Los fabricantes españoles serán ensambladores de chasis”, avisa. Hasta
2025, el país puede perder el 1% de su PIB y más de 40.000 puestos de
trabajo.
Otra diáspora distinta es la que vivirá el turismo.
“Si aumenta la temperatura promedio, las visitas se desestacionalizarán,
como ocurre en Canarias, y mejorarán los destinos en latitudes más
elevadas”, prevé Ricardo Pedraz, de AFI. Muy atento, el mundo observa a
China. “El gigante es el futuro del turismo mundial”, sostiene Giles
Alston, experto de la consultora Oxford Analytica. “Todo dependerá de la
relación que el país establezca entre cambio climático y viaje”.
Pero nadie conoce el futuro. Nadie viste hoy el traje
que llevará mañana. Mango lo sabe. Las estaciones ya no se suceden de
forma repentina. “Cada vez prestamos más esfuerzo y empeño a las
colecciones de transición”, cuenta un portavoz de la firma textil. El
cambio climático modifica la refracción de la luz. Se adaptan colores
caídos del otoño a tejidos ligeros y se aplican colores veraniegos a
materias con más peso. “Utilizamos tejidos más livianos en agosto y
abrigamos la colección de octubre a febrero”, comenta. Todo en una
industria que consume mucha agua y genera un gran desperdicio. Por eso
ensaya la economía circular.
Las eléctricas se enfrentan a un movimiento distinto:
la falta de viento. Y también de agua. Iberdrola ha recurrido a su
particular cinta métrica del posible desastre. Ha imaginado que llueve
menos y que cambia la pluviosidad de las estaciones. Una caída del 5% de
la producción tendría una repercusión a medio plazo en el margen de
unos 20 millones de euros. Números asumibles.
“Los riesgos físicos
[daños en las instalaciones] del cambio climático no tendrán un impacto
catastrófico sobre las cifras del Grupo”, apuntan. Tampoco los aires
sobre Siemens Gamaesa. Sus aerogeneradores permiten que sus clientes
mitiguen su huella de carbono en más de 233 millones de toneladas
anuales de CO2. Un girar que se expande. “En
Estados Unidos, la energía eólica ya es la más barata”, señala Eric
Borremans, experto en sostenibilidad de la gestora Pictet AM.
Pese a la esperanza, este mundo que camina sonámbulo
hacia un posible desastre pedirá cuentas. “A las empresas que han
contaminado, a las compañías que han financiado el negacionismo
y también a aquellas que conscientes de los daños que causaban los han
ignorado”, avisa Nicholas Stern. Puede sucederles lo mismo que a la
industria del tabaco, puede que las señalen con el dedo y puede que las
sienten en el banquillo. Al menos ocho ciudades estadounidenses, un
estado y cinco condados están demandando a alguna de las mayores
petroleras del mundo.
Ese eco atraviesa mares. “Todavía no hemos
avanzado en un reconocimiento de daños en España tan intenso para que se
pueda vivir algo similar a Estados Unidos. Pero no tengo una bola de
cristal; así que tampoco lo descarto”, previene Juan Carlos Hernanz,
socio de Cuatrecasas. Hay que actuar. De lo contrario, las cosechas se
perderán, las sequías e inundaciones llegarán, el clima extremo y las
olas de calor matarán y millones de personas se verán obligadas a
abandonar sus hogares. Y el hombre será una absurda especie que una vez
contó un disparatado relato alrededor de un coro de medianoche.
El relato empieza por la última frase. ¿Puede el
actual sistema capitalista resolver un problema que él mismo ha creado?
“Cabe el escepticismo, sobre todo después de la estampida del Acuerdo de
París de Donald Trump y los suyos”, reflexiona Emilio Ontiveros,
presidente de Analistas Financieros Internacionales (AFI). El
calentamiento global es el mayor desafío económico que ha sentido el
hombre y el conflicto más difícil de resolver del mundo.
Evitar los terribles daños que podría provocar exige, como sostenía hace poco un grupo de científicos de las Naciones Unidas, cambios en el comportamiento humano que no tienen “precedentes históricos documentados”. Nos adentramos en lo desconocido. Y todo está sobre la mesa. Hay que repensar la relación entre trabajo, propiedad y capital. La transformación de la economía industrial exigirá a los Gobiernos mirar a los ojos de la nueva realidad.
Renta básica universal, programas que protejan a los trabajadores frente al paro que trae la disrupción tecnológica; una sociedad de valores distintos. Nada que pueda ser útil debería ser ajeno a la discusión. Hacen falta transformaciones si no queremos ver un planeta de millones de desamparados. “Lo que necesitamos es que el capitalismo se adapte a la realidad social y climática y las empresas cumplan los Objetivos de Desarrollo Sostenible, definidos por Naciones Unidas”, apunta el economista José Carlos Diez.
Es imprescindible la terquedad de la insistencia. La inacción no tiene lugar. Incluso el capitalismo está amenazado. Un trabajo de Solomon Hsiang, Marshall Burke y Edward Miguel, profesores de Economía en las universidades de Stanford y Berkeley, revela que en naciones de por sí cálidas cada grado Celsius de calentamiento rebaja, de media, un punto porcentual el crecimiento del país. Solo hay que comparar para entender que el número es enorme.
En la Gran Depresión se perdió un 15% de la riqueza global y el crash de 2008 redujo el 2% el PIB del planeta. Esas predicciones pueden ser correctas o no, pero nadie niega que el hombre, irresponsable, baila embriagado con una daga en la mano. El Banco Mundial calculó el año pasado que 800 millones de personas que viven a lo largo del sur de Asia podrían terminar en la pobreza extrema la próxima década por el cambio climático. Es fácil encontrar datos que son una oda al desaliento.
Un reciente informe de la Universidad de Stanford evidencia que el clima extremo ha aumentado la desigualdad económica desde los años sesenta. Nadie habla de un juego de suma cero. Ha enriquecido a los países fríos (Noruega, Suecia) y frenado el crecimiento de las tierras cálidas (Nigeria o la India). La injusticia dibuja nuevos meridianos. “Si la economía se plantea como una máquina de crecimiento perpetuo vamos en contra de los límites del planeta”, advierte Lara Lázaro, investigadora principal de Cambio Climático del Real Instituto Elcano.
El hombre habita un punto crítico. O reacciona ya o gobernará su propio imperio de desolación. Queda, eso sí, esperanza. Movimientos como Extinction Rebellion, la propuesta de un New Green Deal en Estados Unidos o el activismo de la adolescente sueca Greta Thunberg porta el compromiso de millones de personas que rechazan heredar un planeta de catástrofes inevitables. Las horas aun no matan, solo hieren.
“Creo que, con las políticas adecuadas, es posible un sistema capitalista que funcione mejor y para todo el mundo”, concede Nicholas Stern, presidente del Centro para el Cambio Climático, Economía y Política de la London School of Economics (LSE). “Hace falta actuar de forma decisiva, pero para eso sirve el proceso político, si está bien hecho”, puntualiza. Regreso a la salida. ¿Puede el actual sistema capitalista resolver un problema que él mismo ha creado? " (Miguel Ángel García vega, El País, 19/05/19)
Evitar los terribles daños que podría provocar exige, como sostenía hace poco un grupo de científicos de las Naciones Unidas, cambios en el comportamiento humano que no tienen “precedentes históricos documentados”. Nos adentramos en lo desconocido. Y todo está sobre la mesa. Hay que repensar la relación entre trabajo, propiedad y capital. La transformación de la economía industrial exigirá a los Gobiernos mirar a los ojos de la nueva realidad.
Renta básica universal, programas que protejan a los trabajadores frente al paro que trae la disrupción tecnológica; una sociedad de valores distintos. Nada que pueda ser útil debería ser ajeno a la discusión. Hacen falta transformaciones si no queremos ver un planeta de millones de desamparados. “Lo que necesitamos es que el capitalismo se adapte a la realidad social y climática y las empresas cumplan los Objetivos de Desarrollo Sostenible, definidos por Naciones Unidas”, apunta el economista José Carlos Diez.
Es imprescindible la terquedad de la insistencia. La inacción no tiene lugar. Incluso el capitalismo está amenazado. Un trabajo de Solomon Hsiang, Marshall Burke y Edward Miguel, profesores de Economía en las universidades de Stanford y Berkeley, revela que en naciones de por sí cálidas cada grado Celsius de calentamiento rebaja, de media, un punto porcentual el crecimiento del país. Solo hay que comparar para entender que el número es enorme.
En la Gran Depresión se perdió un 15% de la riqueza global y el crash de 2008 redujo el 2% el PIB del planeta. Esas predicciones pueden ser correctas o no, pero nadie niega que el hombre, irresponsable, baila embriagado con una daga en la mano. El Banco Mundial calculó el año pasado que 800 millones de personas que viven a lo largo del sur de Asia podrían terminar en la pobreza extrema la próxima década por el cambio climático. Es fácil encontrar datos que son una oda al desaliento.
Un reciente informe de la Universidad de Stanford evidencia que el clima extremo ha aumentado la desigualdad económica desde los años sesenta. Nadie habla de un juego de suma cero. Ha enriquecido a los países fríos (Noruega, Suecia) y frenado el crecimiento de las tierras cálidas (Nigeria o la India). La injusticia dibuja nuevos meridianos. “Si la economía se plantea como una máquina de crecimiento perpetuo vamos en contra de los límites del planeta”, advierte Lara Lázaro, investigadora principal de Cambio Climático del Real Instituto Elcano.
El hombre habita un punto crítico. O reacciona ya o gobernará su propio imperio de desolación. Queda, eso sí, esperanza. Movimientos como Extinction Rebellion, la propuesta de un New Green Deal en Estados Unidos o el activismo de la adolescente sueca Greta Thunberg porta el compromiso de millones de personas que rechazan heredar un planeta de catástrofes inevitables. Las horas aun no matan, solo hieren.
“Creo que, con las políticas adecuadas, es posible un sistema capitalista que funcione mejor y para todo el mundo”, concede Nicholas Stern, presidente del Centro para el Cambio Climático, Economía y Política de la London School of Economics (LSE). “Hace falta actuar de forma decisiva, pero para eso sirve el proceso político, si está bien hecho”, puntualiza. Regreso a la salida. ¿Puede el actual sistema capitalista resolver un problema que él mismo ha creado? " (Miguel Ángel García vega, El País, 19/05/19)
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