"Límites
No podemos comprender bien el fascismo sin trazar
fronteras claras que lo diferencien de formas superficialmente
similares. Es una tarea difícil porque el fascismo fue ampliamente
imitado, sobre todo durante la década de 1930, cuando Alemania e Italia
parecían tener más éxito que las democracias. Aparecieron así préstamos
del fascismo tan lejos de sus raíces europeas como en Bolivia y en
China.1
La frontera más simple es la que separa el fascismo
de la tiranía clásica. El socialista moderado exiliado Gaetano
Salvemini, que abandonó su cátedra de Historia en Florencia y se fue a
Londres y luego a Harvard porque no podía soportar tener que enseñar sin
decir lo que pensaba, indicó la diferencia esencial cuando se preguntó
por qué «los italianos sintieron la necesidad de librarse de sus
instituciones libres» precisamente en el momento en que deberían
enorgullecerse de ellas y en que «deberían dar un paso adelante hacia
una democracia más avanzada».2
Para Salvemini
el fascismo significó dejar a un lado la democracia y el procedimiento
debido en la vida pública en favor de la aclamación de la calle. Es un
fenómeno de las democracias fallidas y lo novedoso de él fue que, en vez
de simplemente imponer silencio a los ciudadanos como había hecho la
tiranía clásica desde los tiempos más remotos, halló una técnica para
canalizar sus pasiones en la construcción de una unidad nacional
obligatoria en torno a proyectos de limpieza interna y de expansión
externa.
No deberíamos utilizar el término fascismo para
dictaduras predemocráticas. Por muy crueles que sean, carecen del
entusiasmo de masas manipulado y de la energía demoníaca del fascismo,
así como de la misión que este se plantea de «prescindir de las
instituciones libres» en pro de la fuerza, la pureza y la unidad de la
nación.
El fascismo se confunde fácilmente con la dictadura
militar, porque los dirigentes fascistas militarizaron sus sociedades y
situaron las guerras de conquista en el centro mismo de sus objetivos.
Armas3 y uniformes fueron para ellos un
fetiche. En la década de 1930 las milicias fascistas estaban todas
uniformadas —también lo estaban, en realidad, las milicias socialistas
en aquella era de la camisa de color—,4 y los
fascistas siempre han querido convertir la sociedad en una fraternidad
armada.
Hitler, recién instalado como canciller de Alemania, cometió el
error de vestir una trinchera civil y sombrero cuando fue a Venecia el
14 de junio de 1934 para su primer encuentro con el más maduro
Mussolini, «resplandeciente de uniforme y daga».5
A partir de entonces el Führer apareció de uniforme en los actos
públicos, unas veces con chaqueta marrón, más tarde a menudo con una
guerrera militar sin adornos. Pero mientras todos los fascismos son
siempre militaristas, las dictaduras militares no son siempre fascistas.
La mayoría de los dictadores militares han actuado simplemente como
tiranos, sin atreverse a desencadenar el entusiasmo popular del
fascismo. Las dictaduras militares son mucho más comunes que los
fascismos, porque no tienen ninguna conexión necesaria con una
democracia fallida y han existido desde que ha habido militares.
La frontera que separa al fascismo del autoritarismo es más sutil, pero es una de las más esenciales para la comprensión.6 He utilizado ya el término, o el similar de dictadura tradicional,
al analizar España, Portugal, Austria y la Francia de Vichy. La
frontera entre fascismo y autoritarismo fue especialmente difícil de
trazar en la década de 1930, cuando regímenes que eran, en realidad,
autoritarios adoptaron parte de la decoración de los fascismos
triunfantes del periodo.
Aunque los regímenes autoritarios pisotean a
menudo las libertades ciudadanas y son capaces de una brutalidad
criminal, no comparten el ansia del fascismo de reducir a la nada la
esfera privada. Aceptan espacios mal definidos pero reales de ámbito
privado para «órganos de intermediación» tradicionales como notables
locales, cárteles económicos y asociaciones, cuerpos de oficiales,
familias e Iglesias.
El general Francisco Franco, por ejemplo, que dirigió
al Ejército español en la rebelión contra la República en julio de 1936
y que se convirtió en 1939 en el dictador de España, tomó prestados
claramente algunos aspectos del régimen de su aliado Mussolini. Se hizo
llamar Caudillo y convirtió a la Falange
fascista en el único partido.
Durante la Segunda Guerra Mundial y
después de ella, los aliados trataron a Franco como a un socio del Eje.
Fortaleció esa impresión el carácter sanguinario de la represión
franquista, en la que pudieron haber muerto hasta 200.000 personas entre
1939 y 1945, y por los esfuerzos del régimen para impedir el contacto
cultural y económico con el mundo exterior.9
En abril de 1945, funcionarios españoles asistieron a
una misa por la muerte de Hitler. Sin embargo, un mes más tarde el
Caudillo explicó a sus seguidores que «era necesario bajar un poco las
velas [de Falange]».10 A partir de entonces la España de Franco,11
siempre más católica que fascista, basó su autoridad en pilares
tradicionales como la Iglesia, los grandes terratenientes y el Ejército,
encargándoles básicamente del control social en vez de la cada vez más
débil Falange o el Estado. El Estado franquista intervino poco en la
economía y apenas se esforzó en regular la vida diaria de la gente
siempre que se mostrase pasiva.
El Estado Novo de Portugal12
difirió aún más profundamente del fascismo que la España de Franco.
Salazar fue, sin duda, el dictador de Portugal, pero prefirió un público
pasivo y un Estado limitado en el que el poder social se mantuvo en
manos de la Iglesia, el Ejército y los grandes terratenientes.
En julio
de 1934, el doctor Salazar prohibió el movimiento fascista portugués, el
Nacionalsindicalismo, acusándolo de «exaltación de la juventud, el
culto a la fuerza a través de la llamada acción directa, el principio de
la superioridad del poder político del Estado en la vida social, la
tendencia a organizar a las masas tras un dirigente político»... No es
una mala descripción del fascismo.13
La Francia de Vichy, el régimen que sustituyó a la república parlamentaria tras la derrota de 1940,14
es indudable que no fue fascista en un principio, ya que ni tuvo un
partido único ni instituciones paralelas. Un sistema de gobierno en el
que el funcionariado selecto tradicional del país regía el Estado, con
papeles reforzados para los militares, la Iglesia, los especialistas
técnicos y las élites sociales y económicas establecidas, cae claramente
dentro de la categoría de autoritario.
Después de que la invasión
alemana de la Unión Soviética en junio de 1941 llevase al Partido
Comunista Francés a la resistencia abierta y obligase a las fuerzas de
ocupación alemanas a actuar con mucha mayor dureza en apoyo de la guerra
total, Vichy y su política de colaboración con la Alemania nazi se
enfrentaron a una oposición creciente.
En la lucha contra la Resistencia
aparecieron organizaciones paralelas: la Milice, o
policía complementaria, «secciones especiales» de los tribunales de
justicia para juicios expeditivos de disidentes, la Policía de Asuntos
Judíos. Pero, aunque, como vimos en el capítulo 4, se les diesen a unos
cuantos fascistas de París puestos importantes en Vichy en los últimos
días del régimen, actuaron como individuos más que como jefes de un
partido único oficial.
¿Qué es fascismo?
Ha llegado el momento de proporcionar al fascismo una
definición breve y práctica, aunque sepamos que no nos mostrará todos
sus contenidos, lo mismo que una foto no puede mostrarnos del todo a una
persona.
Se puede definir el fascismo como una forma de
conducta política caracterizada por una preocupación obsesiva por la
decadencia de la comunidad, su humillación o victimización y por cultos
compensatorios de unidad, energía y pureza, en la que un partido con una
base de masas de militantes nacionalistas comprometidos, trabajando en
una colaboración incómoda pero eficaz con élites tradicionales, abandona
las libertades democráticas y persigue con violencia redentora y sin
limitaciones éticas o legales objetivos de limpieza interna y expansión
exterior.
Ciertamente, la actuación política exige elegir entre
opciones, y las opciones que se eligen —como mis críticos se apresuran a
señalar— nos hacen volver a las ideas subyacentes. Hitler y Mussolini,
que despreciaban el «materialismo» del socialismo y del liberalismo,
insistían en la importancia básica de las ideas para sus movimientos.
Muchos antifascistas, que se niegan a otorgarles esa dignidad, no
piensan lo mismo. «La ideología del nacionalsocialismo está cambiando
constantemente», comentaba Franz Neumann. «Tiene ciertas creencias
mágicas —adoración de la jefatura, supremacía de la raza superior—, pero
no está expuesto en una serie de pronunciamientos categóricos y
dogmáticos».15
Sobre ese punto, este libro se
aproxima a la posición de Neumann, y ya examiné con cierta extensión en
el capítulo 1 la relación peculiar del fascismo con su ideología,
simultáneamente proclamada como algo básico y, sin embargo, enmendada o
violada cuando conviene.16
No obstante, los
fascistas sabían lo que querían. No se pueden desterrar las ideas del
estudio del fascismo, pero puede uno situarlas adecuadamente entre todos
los factores que influyen en este complejo fenómeno. Podemos abrirnos
paso entre los extremos: el fascismo no consistió ni en la simple
aplicación de su programa ni en un oportunismo descontrolado.
Yo creo que como mejor se deducen las ideas que
subyacen a las acciones fascistas es partiendo de esas acciones, pues
algunas de ellas no llegan a expresarse y se hallan implícitas en el
lenguaje público fascista. Muchas pertenecen más al reino de los
sentimientos viscerales que al de las proposiciones razonadas. En el
capítulo 2 las llamé «pasiones movilizadoras»:
- un sentimiento de crisis abrumadora contra la que nada valen las soluciones tradicionales;
- la primacía del grupo, respecto al cual uno tiene deberes superiores a cualquier derecho, sea individual o universal, y la subordinación del individuo a él;
- la creencia de que el grupo de uno es una víctima, un sentimiento que justifica cualquier acción, sin límites legales y morales, contra sus enemigos, tanto internos como externos;
- el miedo a la decadencia del grupo por los efectos corrosivos del liberalismo individualista, la lucha de clases y las influencias extranjeras;
- la necesidad de una integración más estrecha de una comunidad más pura, por el consentimiento si es posible o por la violencia excluyente en caso necesario;
- la necesidad de autoridad a través de jefes naturales —siempre varones—, que culmina en un caudillo nacional que es el único capaz de encarnar el destino histórico del grupo;
- la superioridad de los instintos del caudillo respecto a la razón abstracta y universal;
- la belleza de la violencia y la eficacia de la voluntad, cuando están consagradas al éxito del grupo;
- el derecho del pueblo elegido a dominar a otros sin limitaciones de ningún género de ley divina ni humana, derecho que se decide por el exclusivo criterio de la superioridad del grupo dentro de una lucha darwiniana.
El fascismo, de acuerdo con esta definición, así como
la conducta correspondiente a estos sentimientos, aún es visible hoy.
Existe fascismo al nivel de la Etapa Uno dentro de todos los países
democráticos, sin excluir a Estados Unidos. «Prescindir de instituciones
libres», especialmente de las libertades de grupos impopulares, resulta
periódicamente atractivo a los ciudadanos de las democracias
occidentales, incluidos algunos estadounidenses.
Sabemos, por haber
seguido su rastro, que el fascismo no precisa de una «marcha»
espectacular sobre alguna capital para arraigar; basta con decisiones
aparentemente anodinas de tolerar un tratamiento ilegal de «enemigos» de
la nación. Algo muy próximo al fascismo clásico ha llegado a la Etapa
Dos en unas cuantas sociedades profundamente atribuladas.
No es
inevitable, sin embargo, que siga progresando. Los posteriores avances
fascistas hacia el poder dependen en parte de la gravedad de una crisis,
pero tam- bién en muy alto grado de elecciones humanas, especialmente
las de aquellos que detentan poder económico, social y político.
De-
terminar las respuestas adecuadas a los avances fascistas no es fácil,
porque no es probable que su ciclo se repita a ciegas. Pero estamos en
una posición mucho mejor para reaccionar sabiamente si entendemos cómo
triunfó el fascismo en el pasado." (Robert Owen Paxton, CTXT, 01/05/19)
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