"Ivan Krastev, politólogo, presidente del Centro de
Estrategias Liberales en Sofía y miembro permanente en el Instituto de
Ciencias Humanas de Viena, acaba de publicar en España ‘La luz que se
apaga. Cómo Occidente ganó la Guerra Fría pero perdió la paz’ (Ed.
Debate), un texto coescrito con el profesor de la Universidad de Nueva
York Stephen Holmes.
Es una obra interesante que
reflexiona sobre un mundo en transición, sometido a tensiones
geopolíticas y sociales evidentes y en el que los consensos establecidos
se están rompiendo. En ella, Krastev, un intelectual de gran prestigio,
especialmente tras la publicación de ‘Europa después de Europa’, repara
sobre todo en las causas y fortalezas de los populismos y en el
creciente rechazo a la ideología dominante desde el fin de la Guerra
Fría.
PREGUNTA. A la hora de explicar la elección de
Trump, suele ahondarse en el carácter de sus votantes, en su racismo y
nacionalismo, en lo enfadados que están. Pero hay factores esenciales
que no suelen tenerse en cuenta respecto del propio liberalismo. Y
quedaron bien representados en Hillary Clinton: era una mala candidata,
desprendía arrogancia, esa que estaba presente en el 'establishment' del
partido demócrata, y carecía de empatía y de visión respecto de los
problemas reales de su sociedad. Eso explica también los populismos.
RESPUESTA.
Estoy de acuerdo con lo que dices, porque tan feo como el populismo es
la arrogancia de las élites antipopulistas, que tratan de ahogar
cualquier deseo legítimo de cambio. En aquellas elecciones EEUU votó por
el cambio, que es lo que deseaba. Se percibe de un modo muy claro en el
hecho de que personas que votaron por Obama en 2008 dieron su papeleta a
Trump en 2016. ¿Qué ocurrió? ¿Se convirtieron en racistas en 2016? No,
simplemente querían a alguien que cambiase el sistema, buscaban un
'outsider'.
Desde este punto de vista, entiendo y conecto con ese deseo
legítimo y creo que para que la democracia liberal funcione tiene que cambiar.
El problema de la política de Trump es que ha jugado a generar una
guerra civil cultural en lugar de aportar algo nuevo que pudiera
transformar el sistema.
En cuanto a Clinton, estoy también de acuerdo. Desde la perspectiva
de la clase trabajadora blanca era una candidata dinástica, y eso hacía
muy difícil que resultase atractiva. Y es curioso, porque EEUU nació
contra el poder monárquico, y ahora se ha encontrado con dinastías en el
poder, los Bush, los Clinton y los Trump. Todo esto
ocurre porque no se sabe interpretar la razón verdadera por la que
surgió la república estadounidense. Se suele creer que es un país
abierto que tolera las desigualdades sociales, pero esto no forma parte
de la historia americana.
En el siglo XIX era el lugar de la igualdad y
si recurrimos a Tocqueville, el sinónimo de democracia
es el igualitarismo. Bajo este prisma, lo peor que pueden hacer los
liberales es tratar de defender el statu quo, que ya ha sido destruido. El liberalismo está pagando el precio de haber sido la ideología hegemónica tras el fin de la Guerra Fría. Esto ocurre en la economía y en la política; cuando eliminas a todos tus competidores, te conviertes en un monopolio perezoso.
P.
El partido demócrata estadounidense cuenta con candidatos como Warren o
Sanders que abogan por un cambio decidido y por una política más
igualitaria. Sin embargo, se suele decir que no tienen opciones de ganar
a Trump. ¿Les concede alguna posibilidad?
R. No. En los
últimos diez años, desde la crisis financiera, se ha producido un cambio
brutal en la opinión pública norteamericana. Uno de los efectos más
importantes de Occupy Wall Street no solamente fue decir que había mucha
desigualdad. Antes, cuando se hablaba de desigualdad, la idea era
“vamos a apoyar a los pobres”, pero ahora el problema no son los pobres,
sino el 1%, los ricos, que pueden transformar fácilmente el poder
económico en político.
Lo que estamos viendo en la izquierda del partido
demócrata es que quieren volver a la tradición de la lucha de clases,
pero lo que subyace a esta idea es que afecta fundamentalmente a clase
media. El demócrata no es el partido de los trabajadores, sino que se dirige más a las clases con formación,
con estudios, pero cuyos recursos son menores que su estatus. Tienen el
estatus, pero no el dinero que lo acompañaba. Por eso se habla de la
traición de la educación: se supone que si vas a la Universidad,
conseguirás un buen sueldo y un buen nivel de vida pero eso solo
funciona si ingresas en una de las diez mejores universidades.
Hoy hay
mucha gente que se gradúa y no tiene un buen sueldo. Se publicó hace
poco un libro muy interesante, ’La trampa meritocrática’, de Daniel Markovits,
que pone esto de manifiesto. Y es importante porque el liberalismo, en
Europa y en EEUU, iba en coalición con la meritocracia, y ahora en
cierto modo hay una reacción contra la meritocracia.
En este escenario, los candidatos de la izquierda demócrata, que
proceden de ese ámbito, se encuentran con un problema, porque en 1930,
después de la Gran Depresión, la gente dejó de confiar en el mercado,
pero sí lo hacía en el Estado; en los 70, no confiaba en el Estado, pero
sí en el mercado; ahora no confía ni en uno ni en otro. Por eso la
gente muestra simpatía por la posición antimonopolio de Warren o
Sanders, pero cuando empiezan a hablar del gran gasto gubernamental,
muchos piensan que no funcionará. Existe cierto movimiento libertario tanto en la derecha como en la izquierda. Es decir, nadie confía en nadie.
P. Cuenta en el libro cómo en Europa del Este se produjo
cierta decepción, porque se creía que la incorporación al sistema
occidental traería más libertad y mejores posibilidades económicas y no
fue exactamente así. En Occidente hay otro tipo de decepción, y la acaba
de mencionar cuando habla de las titulaciones y los salarios, porque
las clases medias están fragilizándose, las populares tienen menos
recursos y el ascensor social parece roto. En ese escenario, si no se
cree en el mercado y tampoco en el Estado, el único modo de recuperar la
fuerza política suelen ser las personas concretas, los líderes.
R.
Esa tendencia se da, pero con algunas diferencias. Si nos centramos en
los resultados económicos, hay países del Este como Polonia que no han
sufrido ninguna recesión, cuyo PIB se ha triplicado desde la caída del
muro y donde el 70% de sus habitantes están satisfechos con su vida,
mientras que en lugares como Rumanía o Bulgaria la situación es bastante
diferente. No obstante, y debido al periodo comunista previo, el sentimiento anticapitalista de los países del Este es menor,
porque confían mucho más en el capitalismo que la Europa Occidental.
Al
mismo tiempo, la democratización de esa parte de Europa generó mucha
desigualdad social, y la división que existe entre las zonas urbanas y
las rurales es dramática. Y hay otro elemento importante, la emigración,
que ha sido una salida: si uno creía que el futuro de Polonia iba a ser
Alemania, podía acelerar el proceso yéndose a trabajar a Alemania.
La mezcla de todos estos factores provoca que, por más que las personas
piensen que individualmente les va bien, creen que a su país en general
no. Y aquí entra en juego el líder: en un momento en que no se confía en
nada, sólo se puede confiar en una persona. Esto ocurre tanto en el
populismo como con el antipopulismo. En Eslovaquia la presidenta es
mucho más liberal que el mainstream del país, pero fue elegida porque su
biografía generaba confianza y porque su propuesta partía más de la
desconfianza respecto del populismo que del deseo de imitación de la
Europa Occidental.
Tenemos que entender que los líderes que tienen éxito no son los más populares, sino los que mejor saben consolidar sus apoyos. Jaroslaw Kazcynsky,
por ejemplo, es muy poco popular, pero sus votantes son muy fieles,
independientemente de lo que ocurra. Porque lo más interesante de la
democracia es por qué los votantes siguen apoyando a un partido que han
perdido, por qué no se van a otros partidos o por qué no votan a otros
líderes.
Y, en este sentido, la política que se centra en líderes
carismáticos tiene algo importante, ya que son capaces de llenar un
vacío al unir cosas que se pensaba que no podían combinarse. Trump, por
ejemplo, es uno de los americanos más ricos y se ha convertido en la voz
de los más pobres del país, dos elementos aparentemente incompatibles.
Estos líderes no siguen ninguna identidad política, sino que generan una
nueva. Y esto ocurrió también con Macron.
P. Orbán es otro de esos líderes, uno de los principales, y
su trayectoria es significativa, porque de un convencido liberal, que
llevó a cabo profundas transformaciones en Hungría, pasó a refutar la
globalización y a adoptar la retórica xenófoba. Ese trayecto también se
ha dado en otros países occidentales. En el Reino Unido, por ejemplo,
estamos viendo ese cambio discursivo, como también ocurrió en EEUU.
R.
No creo que su trayectoria sea importante, aunque los excomunistas
fueron muy importantes para deslegitimar el sistema comunista, porque
siempre pueden decir que fueron parte de él. Y no entiende el poder en
una democracia liberal, porque en ella, cuando pierdes, no pierdes
mucho, pero cuando ganas tampoco, lo cual quiere decir que excluye la
idea de un cambio radical.
Desde la comprensión del mundo de Orbán, la
política es un juego de suma cero, para que uno gane alguien tiene que
perder. Es frecuente encontrar en estos líderes, como Erdogan,
el hecho de que su socialización no procede de la política sino del
deporte: Orbán y Erdogan eran jugadores de fútbol y seguidores
acérrimos. Su gran héroe no es un dirigente político, un estadista, sino
Puskas.
Digo esto porque estamos experimentando la
transformación de una república de ciudadanos en una república de fans.
Un ciudadano es leal a su partido, pero esto no impide que sea crítico y
que pueda cambiar su voto para defender sus principios. En la república de los fans, la lealtad significa que se va a apoyar al líder incondicionalmente, especialmente si se equivoca. Uno nunca pierde de una manera justa.
Entiendo lo que hizo Orbán durante la crisis financiera, que básicamente
fue salvar a la clase media húngara ajustando el tipo de cambio con el
franco suizo, pero al hacer esto, y temiendo que el FMI le persiguiera,
cambió su régimen: reorientó su política hacia China y Rusia porque
quería una fuente de ingresos que no procediera del FMI; decidió que
tenía derecho a reprimir totalmente la oposición, y así estar seguro de
que las potencias extranjeras no iban a interferir, y trató de decir que
todos los problemas que tenía Hungría habían sido creados por fuerzas
externas.
Pero Orbán no puede ser el modelo para otros por la concepción
étnica de Hungría, que es una sociedad increíblemente homogénea, ya que
más del 95% de los húngaros son húngaros, de modo que es muy fácil
atacar a los musulmanes cuando no los tiene.
Su modelo es nacionalista en ausencia de una economía nacional,
como demuestra que el 30% de la producción industrial húngara proceda
de cuatro empresas alemanes. De modo que para que su régimen pueda
mantenerse tiene que hacer dos cosas al mismo tiempo, recibir el dinero
de Bruselas y mantener una retórica antiBruselas, y esto es muy difícil
de sostener durante mucho tiempo. El modelo de Orbán no es imitable. (...)"
(Entrevista a Iván Krastev, Esteban Hernández, El Confidencial, 01/12/19)
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