Fuente: ETUI/CES, 2019, Benchmarking Working Europe 2019, Bruselas: ETUI, p. 71
"La democracia está en crisis. Desde hace ya décadas, nos preocupa la
pérdida de legitimidad y calidad democráticas, de confianza en las
instituciones, el auge de la abstención electoral y de formaciones
políticas de extrema derecha.
Sin embargo, rara vez buscamos una
explicación a esta deriva en la experiencia cotidiana del trabajo. Y es
que el espacio-tiempo del trabajo –aquel que (aún) ocupa la mayor parte
de su jornada a la ciudadanía– se rige por prácticas dignas de regímenes
autocráticos, más que democráticos. Bobbio (1987) aludía a esta
contradicción como una de las promesas incumplidas de la democracia.
En
vez de franquearlo, la democracia parece haberse alejado del umbral de
fábricas y oficinas, pese al esfuerzo de movilizaciones obreras y
sociales, del derecho colectivo del trabajo y de progresistas de toda
condición, preocupados por desarrollar, desde hace casi dos siglos, una
verdadera “democracia industrial”.
Sin embargo, argumentos no
faltan para entender que la participación en el entorno laboral es
sustrato ineludible de una sociedad democrática. El trabajo no es una
mercancía. A pesar del régimen de subordinación al que se ven sometidas,
las personas trabajadoras son ante todo titulares de derechos humanos y
libertades fundamentales (autonomía, libertad de expresión, dignidad,
igualdad), irrenunciables e inherentes a la condición humana. De ahí que
Dahl (1985) defienda la existencia de un derecho moral de los
trabajadores a participar en las decisiones económicas que les afectan.
Por otro lado, si consideramos legítimos y eficaces los principios del
estado democrático de derecho (separación de poderes, rendición de
cuentas, voto universal) para gobernar nuestras sociedades plurales de
manera justa y pacífica, ¿por qué no serían válidos para gobernar la
comunidad política empresarial? Uno/a trabajador/a es ciudadano/a de un
Estado, y también de la comunidad de trabajo a la que contribuye con su
esfuerzo.
Pateman (1975) resalta el papel educativo de la participación
en el trabajo como base de una cultura política democrática a nivel
social. Otra perspectiva que cobra cada vez más fuerza en el ámbito de
la gobernanza corporativa (la de las partes interesadas) sostiene que
implicar a las personas trabajadoras en las decisiones que les afectan
no solo legitima y hace más justas estas decisiones, sino que las mejora
en calidad. Como subraya Ferreras (2017), al fin y al cabo son los
trabajadores quienes ‘invierten’ con mayor riesgo en la empresa, por lo
que tienen gran interés en el buen curso de la misma y, además, aportan
conocimientos esenciales al proceso deliberativo.
Por otra parte,
otorgar a los y las trabajadoras derechos de control no vulneraría el
derecho de propiedad, pues éste no implica derechos exclusivos e
ilimitados de disposición o control. Como bien ilustra el ejemplo de
emisión de acciones sin derecho a voto, el sistema capitalista ya
permite perfectamente desvincular el derecho de propiedad del derecho de
control.
Por último, una sociedad justa requiere de igualdad política y
económica. Los derechos laborales colectivos, como la acción sindical,
el derecho de huelga o de negociación colectiva, permiten reequilibrar
estas desigualdades y redistribuir la riqueza. A estos argumentos se
añaden innumerables estudios empíricos que demuestran el vínculo
existente entre una mayor presencia de instituciones democráticas en el
lugar de trabajo y mayores niveles de igualdad, satisfacción de las
personas trabajadoras en su entorno laboral, y participación política
generalizada.
Parecería lógico, entonces, que las personas
trabajadoras disfrutaran de derechos de control al menos equivalentes a
los de accionistas y directivos. ¿Cómo explicar que la realidad sea tan
distinta? La razón es cultural y eminentemente política. En España,
leyes como la de la Reforma Laboral de 2012 o la llamada “Ley Mordaza”
han supuesto duros golpes para la democracia en el trabajo, y la cultura
empresarial sigue siendo reticente a la democratización del entorno
laboral. Cuando las empresas abrazan la ‘participación de los
trabajadores’, suelen verla como instrumento al servicio de la
innovación, la competitividad, y la flexibilidad empresarial.
La
legitimación democrática de las decisiones, la paz social o la
motivación, son relegadas a medio para obtener mayores rendimientos
económicos, sin considerar la democracia o la justicia como fines en sí
mismos. Por ejemplo, algunos sistemas de cogestión dicen implicar al
trabajo en las decisiones estratégicas empresariales, pero en realidad
restringen la participación a comisiones consultivas con poca o nula
capacidad de influencia real en el gobierno corporativo.
El desajuste
entre discursos ensalzadores de la participación y mecanismos
inadecuados para alcanzar los objetivos esperados puede suscitar la
desconfianza, decepción y desinterés de las personas trabajadoras.
Medidas para involucrar a éstas últimas sin redistribución real y
creíble del poder en su beneficio, o prácticas empresariales
bienintencionadas, pero sin garantías legales vinculantes para los y las
trabajadoras tendrán probablemente efectos similares.
En
definitiva, según el contexto histórico o nacional, y quién movilice el
término, la democracia ‘en el trabajo’ (‘económica’, o ‘industrial’,
etc.) conlleva determinadas nociones de democracia, de la economía y de
la sociedad, y se encuentra al servicio de intereses y objetivos
diferentes. Refleja distintas expectativas que predeterminan las vías
posibles para alcanzar el fin buscado. Por otra parte, la democracia en
el trabajo se declina en formas muy diversas en la práctica (afiliación
sindical, comités de empresa, y de seguridad y salud, derechos de
información y consulta, cogestión, asambleas, derecho de huelga,
negociación colectiva, participación financiera, autogestión etc.).
Por
eso, el debate sobre cómo democratizar el lugar de trabajo, la empresa y
la economía se presta a malentendidos que a menudo obstaculizan la
deliberación constructiva y consenso en torno a un concepto de
democracia en el trabajo, que sea útil para la acción política
progresista.
En realidad, todo arreglo que se diga
‘democrático’ en el trabajo debería perseguir la mejora real de la
capacidad de acción de las personas trabajadoras sobre decisiones que
las afectan a diferentes niveles (proceso de trabajo, condiciones
laborales, u orientación estratégica de la organización o la economía en
general). Incrementar esa capacidad de acción implica necesariamente,
en contrapartida, limitar la capacidad de acción de empresarios y
accionistas. Así, sería útil olvidar por un momento las “etiquetas”
atribuidas a esas diversas formas y mecanismos democráticos o
participativos, y fijarnos en qué medida su contenido y función social
sirven al propósito de redistribución real del poder.
La representación visual y marco analítico del ‘diamante de la democracia en el trabajo’ (ver gráfico)
pretende facilitar esa reflexión, mapeo y evaluación comparada de los
diferentes mecanismos de democracia en el trabajo. El diamante, en forma
de gráfica de radar, identifica seis dimensiones principales, propias
de todo mecanismo participativo: un grado y ámbito de participación, unas materias sobre las cuales incidir, un momento en el cual intervenir, una determinada cobertura (en número de trabajadores cubiertos), y, finalmente, una forma
en que se manifiesta la participación (directa e individualizada, o a
través de representantes, de manera más o menos formalizada).
Cada
institución democrática o mecanismo concreto se caracterizará, para cada
una de estas dimensiones, por un determinado grado o nivel de
intensidad. Cuanto mayor sea la superficie cubierta por el ‘diamante’
correspondiente al mecanismo analizado, cuantos más ‘diamantes’ se
superpongan en un mismo contexto, mayores serán en principio las
posibilidades de incidencia y control de los y las trabajadoras en ese
entorno. Por supuesto, la articulación entre mecanismos refuerza
sustancialmente su impacto, aunque los factores del contexto
institucional, económico, político y social general siempre sean los más
determinantes.
En resumen, la crisis democrática golpea
fuerte, pero hay motivos suficientes para pensar que extender la
democracia real al ámbito laboral sería una respuesta adecuada a la
magnitud del problema. Por eso, perseguir una mayor y mejor democracia
en el trabajo, que redistribuya realmente el poder en beneficio de las
personas trabajadoras, tanto en la empresa como en la economía, debería
ser prioridad fundamental para demócratas de toda condición."
( Sara Lafuente, investigadora en el Instituto Sindical Europeo. Le Monde Diplomatique, 11/19)
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