"Hace poco, una noche de domingo me metí en un cine
diminuto de un barrio residencial de Brooklyn para ver un documental. El
local olía un poco a humedad y el radiador escupía demasiado calor,
pero había algo deliciosamente anticuado en el ambiente, incluido el
ocasional fallo en la proyección.
Si no lo hubiera sabido, podría haber
pensado que estaba en la universidad otra vez, viendo películas como Alphaville de Godard y Nosferatu de Murnau en proyecciones de 16 milímetros que no paraban de romperse o desenfocarse.
El motivo de la ubicación era que en octubre otro local de Brooklyn
–con unas pocas horas de aviso– había suspendido la segunda de las dos
proyecciones del mismo documental.
Esto puede parecer raro si tenemos en
cuenta que la primera había registrado un lleno completo, pero el tema
de la película era Jordan Peterson, el controvertido psicólogo
canadiense convertido en gurú y filósofo. Aunque no había habido señal
de angustia del público, parte del personal del cine dijo que se había
sentido incómodo al ver la película. Así que su jefe canceló la
proyección.
The rise of Jordan Peterson, el debut de la directora
residente en Toronto Patricia Marcoccia, se estrenó oficialmente en
septiembre. Pero su exhibición ha ocurrido a trompicones, en buena
medida porque la naturaleza profundamente polarizadora de su
protagonista ha hecho que los cines sean reacios a exhibir el filme.
Peterson tuvo una larga carrera como académico relativamente desconocido
hasta hace unos años, cuando se volvió extremadamente popular por
razones a veces perturbadoras.
En 2016 subió un vídeo a Facebook donde
expresaba su rechazo a una proposición de ley que, según él, podía
penalizar a gente que se negara a emplear pronombres de género neutro
como ze, zir o el they con sentido singular. El vídeo se hizo viral y convirtió a Peterson en un héroe de la lucha contra la corrección política. (...)
El cine de Brooklyn no fue el único que suspendió pases de la
película. En septiembre, el Carlton Theater de Toronto cortó lo que
debía ser una semana de proyecciones. Otro cine de Toronto se echó
atrás. Y en Portland, Oregón, un pastor recibió amenazas de muerte tras
organizar una proyección en su iglesia. Contrató seguridad extra y puso
el documental de todas formas.
En sí, el relato de la cancelación (literal) tiene una importancia
relativa. Marcoccia y Ghaderi han dicho que están cansados de hablar del
asunto y querrían que la prensa abordara la película artísticamente
(por ejemplo, escribiendo de ella) en vez de limitarse a informar sobre
la polémica. También está el hecho de que el filme, de forma poco
sorprendente, está funcionando bastante bien en servicios de streaming. (...)
Si en el pasado confiamos nuestras instituciones artísticas a
especialistas muy formados cuya autoridad residía en su conocimiento y
gusto, los árbitros culturales de la actualidad se dedican a menudo a
seguir la corriente. Al hacerlo, corren el riesgo de derrotar el
propósito de su trabajo, que es distinguir entre el buen y el mal arte y
saber qué es propaganda y qué no lo es.
The rise of Jordan Peterson no es una película de
propaganda. Es una película sobre la propaganda. Trata de la forma en
que los hechos se han vuelto impotentes frente a representaciones que
los distorsionan. Además, trata de cómo Peterson, de forma consciente o
no, se ha vuelto cómplice de sus propias distorsiones. “Creo que no ve
que cuando está combatiendo en esta batalla [frente a quienes lo
caracterizan de forma errónea] cae en los mismos errores de los que les
acusa”, dice en un momento el amigo y colega de Peterson Wil Cunningham,
profesor de psicología de la Universidad de Toronto.
Ese tipo de observación aparece las veces suficientes en la película
como para que cualquiera dedicado a la tarea de programar películas en
un cine, al margen de sus preconcepciones sobre el tema, esté en
condiciones de ver que trata de algo mucho más ambicioso que la
promoción de una figura concreta. Además, cualquiera que se dedique a
esa tarea debería poder decir a sus subordinados incapaces de establecer
esa distinción que presten un poco más de atención y quizá aprendan un
par de cosas sobre el cine, ya que trabajan en uno.
Pero en muchos aspectos esa es la versión de la vieja escuela de la
prescripción cultural, una reliquia de cuando esperábamos encontrar
conocimiento en los prescriptores culturales. Hoy, buena parte de la
prescripción implica cómo y cuándo debes escurrir el bulto. En otoño de
2018, el director del New Yorker David Remnick lo aprendió por
las malas. Cuando se anunció que Remnick había invitado al antiguo
asesor de Trump Steve Bannon al New Yorker Festival con la intención de
entrevistarlo en público (y posiblemente con la intención de utilizar
técnicas cultivadas de interrogación para desvelar lo horrible que es
Bannon como nunca se había visto antes) la reacción de muchos redactores
de la revista y participantes del festival fue tan rápida y vociferante
que Remnick dio marcha atrás y retiró la invitación.
La capitulación condujo a una nueva ronda de críticas (por mi parte,
lamenté no tener la oportunidad de ver a Bannon despellejado en
público), pero, dadas las reglas actuales del arbitrio cultural, es
probable que Remnick hiciera lo correcto. Después de todo, pensemos en
lo que había pasado en el Whitney Museum. Con la polémica derivada de
los intereses empresariales de un miembro del patronato en la
fabricación de gas lacrimógeno, las cosas se calentaron tanto que cuando
se celebró la Whitney Biennial el verano pasado se prestó más atención a
los artistas que se marchaban que a las obras de arte en sí. (Esto no
debe confundirse con el lío de la Whitney Biennial en 2017, donde la
polémica sobre unos cuadros de temática racial dominó el debate en torno
a toda la exposición.)
Se han producido discusiones similares sobre las
numerosas instituciones artísticas financiadas por la familia Sackler,
cuya filantropía es posible en buena medida gracias a inversiones en
compañías farmacéuticas que muchos culpan de la crisis de los opiáceos.
Como los artistas del Whitney, los participantes famosos del New Yorker
Festival prometían no asistir si Bannon estaba en el programa.
Como el paisaje digital ha hecho que las instituciones culturales
tradicionales se encuentren en un estado más precario que nunca, se
podría argumentar que ceder ante la presión para preservar el tipo de
fuentes de ingresos que generan los grandes festivales termina ayudando
más que dañando al arte. Eso significaría que Remnick tomó una decisión
fiscalmente responsable que pretendía proteger a la revista. De acuerdo.
Pero una cosa es que los camareros de las artes respondan a las
presiones de los consumidores y otra utilizar la política como excusa
para no mostrar materiales que no encajan bien en un campo ideológico.
“Los programadores nos dijeron que no había espacio para películas
con matices”, me dijo Gadheri cuando lo vi con Marcoccia en un
restaurante cerca de la Universidad de Columbia antes de que mostrasen
su documental a un grupo de alumnos del campus. Me dijo que un cine se
planteó pasar la película con una mesa redonda después donde estuvieran
representadas las dos partes. Pero el comité decidió que tener a ambas
partes creaba un ambiente poco seguro.
“Por cierto, la decisión se tomó sin ver la película”, dijo Gadheri.
Marcoccia señaló que una influencia importante para el filme había sido Capturing the Friedmans,
un aclamado documental de 2003 sobre una familia de Long Island
investigada por abusos sexuales a menores dentro y fuera de la familia.
La película se estructura como una cinta de Moebius de incertidumbre y
ambigüedad moral. Verla es cambiar de opinión de un momento a otro. En
2003, eso se consideraba una virtud artística. Los críticos elogiaron
abrumadoramente el documental –“es una película sobre el avispero de
misterio que hay en cada alma humana”, dijo el Washington Post– y ganó el premio del jurado del Festival de Cine de Sundance ese mismo año.
“¿Se podría hacer ahora una película como Capturing the Friedmans?”, preguntó Marcoccia.
Ghaderi mencionó otro documental, The fog of war de Errol
Morris. También de 2003, es básicamente una larga entrevista con Robert
S. McNamara, el secretario de Defensa bajo John F. Kennedy y Lyndon B.
Johnson, y por tanto el máximo responsable de la carnicería de la guerra
de Vietnam. Como ocurre en casi toda la obra de Morris, el filme no le
dice al público lo que debe pensar y deja que el protagonista hable por
sí mismo. Ganó el Óscar a la mejor película documental del año.
“¿Esa película se considera aceptable según los estándares actuales?”, preguntó Gadheri.
Hay un experimento bastante bueno para esa pregunta. En el otoño de
2018, más o menos cuando Remnick retiraba su invitación a Bannon para el
New Yorker Festival, Morris estrenó un nuevo documental en el Festival
de Venecia. Titulado American dharma, su protagonista era
–atención– Steve Bannon. Y por primera vez en casi cincuenta años de
carrera, Morris no fue saludado como un artista que mostraba actos
monstruosos dejando que el supuesto monstruo hablara por sí mismo. En
vez de eso, se decidió que dar a un monstruo cualquier tribuna era
equivalente a apoyarlo, e incluso a ser tú mismo un monstruo.
Algunos
cines se negaron a proyectar el filme. Muchos críticos parecieron
adoptar la posición de que la película era peligrosa porque no se podía
confiar en que el público pudiera pensar por sí mismo, posiblemente
porque no tenían la capacidad de atención requerida. En The Atlantic, David Sims escribió que la película estaba “demasiado dominada por el monólogo de Bannon”. En el Daily Beast,
Cassie DeCosta atribuyó el estilo no agresivo de Morris (también
llamado “dales cuerda y que se ahorquen solos”) a la “ofuscación” antes
de declarar que “este no es un documental que necesite nadie”.
Técnicamente, nadie necesita ningún documental. Nadie necesita arte o
cultura. Pero, mientras existan, necesitamos a gente que esté dispuesta
a medirlos con un criterio exigente. Necesitaremos gente que comprenda
la diferencia entre estudiar un personaje y apoyarlo. De lo contrario,
nos vamos a perder un montón de cosas buenas.
Tras enseñar la película a unos cuarenta alumnos (y un puñado de
adultos) en una sala de conferencias del departamento de física de
Columbia, Marcoccia y Ghaderi tuvieron una conversación con el público.
Fue animada pero respetuosa. Si alguien se sintió incómodo, nadie lo
mostró. La gente quería saber todo tipo de cosas, pero me di cuenta de
que hubo varias preguntas sobre cómo puedes manejar un personaje sobre
el que cambias de opinión. Ver la película es estar intrigado por
Peterson un minuto y sentirte horrorizado al siguiente (al menos mi
experiencia fue esa). ¿No les preocupaba a los cineastas, preguntaban
los alumnos, mandar un mensaje poco claro? ¿Y si la única gente que ve
la película eran seguidores de Jordan Peterson que ya se habían decidido
al respecto?
“No es lo mismo hacer una película sobre alguien que darle una
tribuna”, dijo Marcoccia. “En la película damos mucho espacio a gente
que se opone a Peterson, sobre todo a activistas trans que se sintieron
heridos por su campaña de los pronombres. Aunque solo vieran la película
fans de Jordan Peterson, tendrían que ver las partes que muestran
aspectos que no quieren ver.”
Las preguntas continuaban. Parecía que la sesión podía durar toda la
noche. De nuevo, recordé las películas que veía en los proyectores de 16
mm en la universidad y las ocasiones en que teníamos la suerte de que
los cineastas vinieran a hablar de ellas. (No vino F. W. Murnau para
hablar de Nosferatu, por desgracia.) También pensé que no
debería hacer falta ir a una universidad de la Ivy League o colarte en
una proyección clandestina para beneficiarse de conversaciones de esa
clase.
Pero eso es lo que pasa cuando los prescriptores solo se dedican a
escurrir el bulto. Rápidamente empezamos a construir trincheras, lo que
implica que solo los instrumentos más toscos –las interpretaciones más
ruidosas y literales– pueden funcionar. En mi opinión, es un ambiente
poco seguro. Y profundamente falto de interés." (Meghan Daum, Letras Libres, 01/01/20)
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