"Soñar con un mundo restaurado suele ser bastante común. Pero hay que aprender a distinguir entre sueños y realidad. Para tener éxito en este tiempo, la izquierda necesita ofrecer un programa que combine su internacionalismo y su cosmopolitismo de antaño con una fuerte redistribución nacional.
Atrapada entre el implacable proteccionismo y la xenofobia trumpistas, por un lado, y la coalición neoliberal de liberadores sexuales y oscuros recaudadores, por el otro, la izquierda de los países ricos parece carecer de nuevas ideas. Y peor que carecer de nuevas ideas es intentar restaurar un mundo que ya no existe, que va contra la corriente de la vida y la economía modernas.
Sin embargo, este es un ejercicio en el que participan algunos sectores de la izquierda. Tengo en mente varios ensayos de El gran retroceso, un libro que reseñé aquí, un artículo reciente de Chantal Mouffe y, quizás más manifiestamente, El futuro del capitalismo, de Paul Collier (reseñado aquí y aquí). Dani Rodrik proporcionó munición ideológica temprana para este punto de vista con su célebre «trilema». Es también el contexto en el que mi Capitalismo, nada más fue recientemente reseñado por Robert Kuttner en The New York Review of Books.
Este proyecto apunta a recrear las condiciones existentes aproximadamente entre 1950 y 1980, que fue, de hecho, el periodo en que floreció la socialdemocracia. Si bien muchos tienden a presentar esta época en tonos excesivamente brillantes, sin duda fue, en muchos aspectos, extraordinariamente exitosa para Occidente: el crecimiento económico era elevado, los ingresos de las naciones occidentales convergían, la desigualdad era relativamente baja, la movilidad social era mayor que hoy, las costumbres sociales se volvían más relajadas e igualitarias y la clase trabajadora occidental era más rica que las tres cuartas partes de la humanidad (y podía sentirse, como escribe Collier, orgullosa y superior al resto del mundo). Hay mucho por lo que sentir nostalgia.
Condiciones especiales
Pero ese éxito se dio en condiciones muy especiales e imposibles de recrear. ¿Cuáles eran?
Primero, no existía una competencia entre gran parte de la mano de obra global y los trabajadores y trabajadoras del Primer Mundo. Las economías socialistas, China y la India seguían políticas autárquicas, por diseño o por accidente histórico. En segundo lugar, el capital no se movía demasiado. No solo existían restricciones al capital, sino que las inversiones extranjeras eran a menudo objeto de nacionalización, y tampoco existían los medios tecnológicos para trasladar fácilmente grandes cantidades de dinero.
En tercer lugar, la migración era limitada y, cuando sucedía, se daba entre pueblos culturalmente similares (como la migración del sur de Europa a Alemania) y gracias a la creciente demanda de mano de obra impulsada por las economías nacionales en crecimiento. En cuarto lugar, la fuerza de los partidos socialistas y comunistas nacionales, combinada con los sindicatos y la amenaza soviética (especialmente en Europa), hizo que los capitalistas se manejaran con precaución: por instinto de supervivencia, tuvieron cuidado de no presionar demasiado a trabajadores y sindicatos.
En quinto lugar, el espíritu socialdemócrata de igualdad estaba en sintonía con las costumbres predominantes en aquella época, reflejadas en la liberación sexual, la igualdad de género y la reducción de la discriminación. En un contexto interno tan benigno, y sin enfrentarse a ninguna presión por parte de trabajadores extranjeros mal remunerados, los socialdemócratas podían seguir siendo internacionalistas, como fue el caso de notabilísimas figuras como Olof Palme en Suecia y Willy Brandt en la República Federal de Alemania.
Cambios drásticos
En las condiciones sociales y económicas totalmente diferentes que presenta la actualidad, cualquier intento de recrear un contexto interno tan benigno implicaría cambios drásticos y, de hecho, reaccionarios. Sin decirlo abiertamente, sus partidarios piden socialdemocracia en un solo país o, más exactamente, en un rincón (rico) del mundo.
Collier aboga por amurallar el mundo rico para detener la migración, que considera culturalmente disruptiva y que socava injustamente el trabajo nacional. Collier justifica estas políticas, aplicadas sobre todo por los socialdemócratas en Dinamarca, diciendo que su preocupación son los países menos desarrollados: no vaya a ser que el éxodo de sus trabajadores más calificados y ambiciosos empuje aún más a estos países hacia la pobreza. Sin embargo, está claro que no son esos los verdaderos motivos de tales políticas.
Otros protegerían a Occidente de la competencia de China, argumentando, otra vez de manera falsa, que los trabajadores occidentales no pueden competir con trabajadores de menores salarios, sometidos a una dura disciplina productiva y sin sindicatos independientes. Como ocurre con las políticas que detendrían la migración, la justificación del proteccionismo se camufla con el lenguaje de la preocupación por los demás.
Dentro de esta perspectiva, debería lograrse que el capital nacional permaneciera principalmente en casa, promoviendo una globalización mucho más «superficial» de la que existe hoy. Las empresas occidentales que actúen con ética no deberían contratar a personas en (digamos) Myanmar que no gocen de derechos laborales elementales.
Las masas populares
En todos los casos, estas políticas apuntan a interrumpir el libre flujo de comercio, personas y capital y a aislar al mundo rico de las masas populares. No tienen casi ninguna posibilidad de éxito, simplemente porque los avances tecnológicos de la globalización no se pueden deshacer: China y la India no pueden volver al aislamiento económico y las personas de todo el mundo, dondequiera que estén, desean mejorar su situación económica emigrando a países más ricos.
Además, estas políticas representarían una ruptura estructural con el internacionalismo que siempre fue uno de los logros más importantes de la izquierda (si bien suele más bien brillar por su ausencia). Reducirían el crecimiento en los países pobres y la convergencia mundial, frenarían la reducción de la desigualdad y la pobreza mundiales y, a fin de cuentas, resultarían contraproducentes para los propios países ricos.
Soñar con un mundo restaurado suele ser bastante común, y a menudo (especialmente a una edad avanzada) nos acostumbramos a entregarnos a esas ensoñaciones. Pero hay que aprender a distinguir entre sueños y realidad. Para tener éxito en tiempo real, en las condiciones actuales, la izquierda necesita ofrecer un programa que combine su internacionalismo y su cosmopolitismo de antaño con una fuerte redistribución nacional. Tiene que apoyar la globalización, tratar de limitar sus efectos nefastos y aprovechar su indudable potencial para igualar, con el tiempo, los ingresos en todo el mundo.
Como escribió Adam Smith hace más de dos siglos, la igualación de las condiciones económicas y el poder militar en todo el mundo es también una precondición para que prevalezca la paz universal."
(Branko Milanović , Nueva Sociedad, Octubre, 2020. Traducción: Carlos Díaz Rocca. Fuente: Social Europe)
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