" (...) Con el fin de la URSS concluyó el poder de aquella “especie de clase”
que el principal analista soviético en la materia, Marat Cheskov, un
expreso de los campos de Mordovia que llegó a investigador del Instituto
de Relaciones Internacionales de Moscú (IMEMO), bautizó como estadocracia y que en el lenguaje popular de los sovietólogos se conocía bajo el inconsistente término de “nomenclatura”.
La estadocracia unificaba y concentraba las cinco funciones esenciales: el poder político, la propiedad, la ideología, la dirección y la organización. Elementos de la estadocracia existieron en otras sociedades; en el Brasil de los años treinta y setenta del siglo XX, en varios países en desarrollo, en la Francia del general De Gaulle, en la Italia de la Democracia Cristiana y hasta en la España franquista. Pero fue la URSS la que creó su versión “total” y la elevó hasta su expresión más absurda. Ese absolutismo era el que privaba de oxígeno a la sociedad soviética y arrojaba un ambiente tan asfixiante en el difunto superestado soviético. La estadocracia realizó la modernización soviética sin crear no ya una sociedad civil, sino una sociedad. Por eso fue incapaz de transformarse (...)
La estadocracia fue adecuada para aquella modernización que resultaba de la industrialización y para el crecimiento extensivo, pero se demostró completamente inútil para la modernización postindustrial en las condiciones de lo que en la URSS se llamaba “revolución científico-técnica” con un desarrollo intensivo. En agosto de 1991 esa estadocracia dejó de existir.
Concluí en 2002, en mi modesta crónica del desmoronamiento soviético (La Gran Transición, Rusia 1985-2002), preguntándome qué le sucedería a aquella estadocracia y apuntando el enorme problema que significaba para el futuro de Rusia la ausencia de un modelo socioeconómico de desarrollo y un marco institucional mínimamente sostenible y viable. (...)
Hoy el Gobierno de Putin ha ordenado algo aquella situación. Comenzó con el sector energético y continuó en otros ámbitos.
Analistas de la izquierda rusa, como Aleksandr Buzgalin y Andrei
Kolganov de la Universidad Lomonosov de Moscú, definen el actual sistema
ruso como un capitalismo burocrático basado en el acuerdo entre la
burocracia y el capital privado. En ese sistema, el Estado permite al
capital ganar dinero como sea y, a cambio, el capital no debe meterse en
política. La propia burocracia participa activamente en la depredación.
La rapiña de los enormes recursos de Rusia es monopolio de la elite
capitalista rusa. De puertas para fuera su sistema no permite que los
intereses de la depredación extranjera se instalen en su coto, más allá
de determinado nivel que ponga en peligro su propia depredación. El
sueño occidental es convertir a la élite capitalista rusa en mera
intermediaria, como se apuntaba en la época de Yeltsin, y eliminar las
barreras que obstaculizan el libre acceso a lo que hoy se parece mucho a
un coto privado.
Ishchenko utiliza el concepto del sociólogo húngaro Iván Szelényi “capitalismo político” para describir el tipo de sistema que hoy tenemos en gran parte del espacio postsovietico (Rusia, Ucrania, Bielorrusia, Kazajstán…). “El capitalismo político florece allí donde históricamente el Estado jugó un papel dominante en la economía y acumuló un inmenso capital, que ahora está abierto a la explotación privada”. El sujeto de ese sistema, continúa Ishchenko, “es un grupo social cuya ventaja competitiva no se deriva de la innovación tecnológica o de una fuerza de trabajo particularmente barata, sino de beneficios selectivos del Estado”. En Occidente puede sonar muy abstracto, pero esto es algo que los rusos y los ucranianos de a pie entienden perfectamente porque lo viven cada día. Los “capitalistas políticos” necesitan un control mucho más firme sobre la política que la burocracia estatal normal de cualquier sistema capitalista occidental. Por supuesto, más allá de cierto límite no quieren competidores en su coto. (...)" (Rafael Poch , CTXT, 11/10/2022)
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