"El jueves pasado, con la resaca de la mal llamada Fiesta Nacional –en vez de Fiesta del Imperio Que No Volverá–, me encontré con un reencuentro con la patria, con esa que deberíamos celebrar el día de la Constitución, en vez seguir celebrándola el día de la Raza.
Una señora de unos sesenta años, elegante, clase más alta que media, con una carpeta de Endesa entre las manos, me dio conversación en el andén de una estación de Cercanías del Madrid más rico, en uno de los pueblos más prósperos de España.
Hacía más de treinta años, me dijo, que no usaba el transporte público. Estaba encantada de cómo los trabajadores de Renfe la habían ayudado a comprarse el bono, a orientarse entre las vías; de cómo la aplicación, que miraba en su teléfono insistentemente, le avisaba minuto a minuto de la puntualidad del tren que esperaba. Todavía no se atrevía a bajar a Madrid, ni hablar de subirse al metro, decía. Pero ir en tren al trabajo le parecía un ahorro de gasolina y de esfuerzo. "Así podré leer o mirar el campo", me contaba. "Y si me pierdo, pregunto y si no sé, aprendo", añadía.
Fue esperanzador verla con tantas ganas de redescubrir, sin miedo, consciente de su pequeña hazaña, que para mí justifica la gratuidad para todos de los trenes de Cercanías. Así como la gasolina subvencionada ayuda más a los ricos que a los que más lo necesitan, la subvención al transporte público es al revés y empuja a los más pudientes a mezclarse con el resto.
Sin embargo, esta pionera parlanchina tan simpática no lo pensó. No se dio cuenta de que, quizá, lo mejor de su aventura recién estrenada era que iba a mezclarse con la patria, a mirarse cara a cara aunque sea a hurtadillas, a respirar el mismo aire, a ponerse en manos del mismo maquinista, a entregarse al sistema un poco, a compartir suerte un rato, a ser sociedad en el mismo tiempo y espacio. No es igual verse de coche a coche en una autopista. No es lo mismo creerse dueño único de un destino propio.
Hace tiempo que descubrí que para mí la patria es un vagón de tren o de metro a la hora de volver a casa, donde se juntan nuestros cansancios, nuestras historias, donde nos contamos tanto sin decirnos nada. Dicen los expertos que solo el 17% de lo que comunicamos lo hacemos con palabras. En los trayectos de transporte público, aún sin querer, nos lo contamos todo, lo llevamos escrito en los cuerpos y en las caras, incluso con las máscaras.
El hormiguero gigante que son los túneles del metro en hora punta, esa magia que hace que todo funcione, que no nos choquemos, que los ríos de gente confluyan, mientras se juntan y se cruzan nuestras alegrías y nuestras desgracias, nuestras fuerzas y nuestras debilidades, nuestro ánimo y nuestra desesperanza. Esa es mi patria.
Lo supe después de un año de baja, cuidando a mi pequeño, encerrada entre gugús y tatas. Fue subirme al alba al autobús lleno y emocionarme hasta las lágrimas. Me llevaba a la vorágine, entre el amanecer y el atasco de cada mañana, arrancaba mi periplo en el hormiguero hasta ganarme el jornal, como toda esa gente que me acompaña y me arropa, compañeros de tiempo, compañeros de vida. Aquel día me hice consciente de golpe de que quiero a todos esos que se buscan la vida, como yo, o con muchas más dificultades, e intentan encontrarla y a veces no lo consiguen o se pierden y que todos necesitamos cosas parecidas y que todos podemos tropezar y tropezamos.
Es decir, que amo la convivencia amable de este pedazo de tierra y ojalá vayamos exportándola y no destruyéndola; mejorándola de la única manera posible.
En mi país, que está hecho de las personas que me rodean, hay gente de muchos sitios que es muy bienvenida. Lo es quien cuida de mis padres, de mi casa, de mi hijo, quien me arregla las cañerías y me trae los paquetes y me pone el café, con esa simpatía y buen hacer que me dan la vida, y cuyos hijos estudian con el mío, en el mismo colegio y se curan con los mismos médicos, mientras aspiran juntos a hacer grandes o pequeñas cosas, a tener un futuro.
Entiendo el amor a mi país como el amor a sus personas, lo que en hechos se traduce en pretender menos desigualdad y ayudar a mejorar a los que les va peor, mientras asumimos que la desigualdad brutal es pura injusticia. Y, ante el escudo social desplegado por este Gobierno (ERTES, IMV, subida SMI, pensiones al IPC, bonos eléctricos sociales, becas, ayudas al transporte, etc.), aún con todos sus errores y sus insuficiencias, puedo decir que la patria hoy está gobernada más por los que piensan como yo, por los que la reconocen en su convivencia más que en sus banderas. Así que, si tiene que ser de alguien, hoy es más nuestra que suya.
Y sí, tenemos cierta superioridad moral; la que da creer en la
justicia social más que en la caridad, en cuidar cada vida nacida más
que en andar imponiendo vidas ni nacidas ni deseadas, en defender la
libertad de la buena – la de conquistar derechos sin imponérselos a
nadie–, en definitiva, la que da creer más en lo mejor de lo que somos
capaces." (Marta Nebor, Público, 16/10/22)
No hay comentarios:
Publicar un comentario