"(...) El aumento de las desigualdades, ¿supone
una amenaza para las democracias?
Sí. Para verlo, observemos la dinámica
actual en el interior mismo de los países de la OCDE, que son históricamente
los países de tradición democrática. Tenemos así una clase de superricos que
aprovechan plenamente la mundialización, mientras que existe una gran masa que
ha visto estancarse, e incluso retroceder, sus ingresos.
En los Estados Unidos,
donde más espectacular ha sido el cambio, a la clase media no le corresponde
más que el 21% de los ingresos del país, contra un 32% en 1979, es decir,
un descenso de un tercio. Este impresionante retroceso se debe a un doble
efecto de hoja, como en las navajas.
La primera hoja ha sajado los ingresos de
esta población a la que se puede llamar “clase media”. La segunda los ha
cepillado de tal modo que ha hecho bascular a una gran parte del lado de la
pobreza.,
Por consiguiente, la alianza de hecho entre
los “ganadores” – las élites de los países ricos y las clases medias de los
países emergentes – los coloca en situación de ruptura con las clases populares
dentro de su propio país.
Si a eso se le añade la acumulación de un patrimonio
gigantesco para el 1% superior y sus estrategias de separatismo social, esta
divergencia de intereses en relación a la apertura económica, el otro nombre de
la mundialización, es a mi juicio un gran peligro para las democracias. Se
puede resumir en el concepto de la doble P: populismo y plutocracia.
¿Quiere usted decir que nuestras
democracias no tienen más que dos caminos por delante?
Si las clases dirigentes perseveran en su
voluntad de llevar a cabo de la misma manera el movimiento de mundialización
para su mayor beneficio, mi respuesta es que sí. Tanto más por cuanto este
movimiento no está cerca de detenerse: después de China, vendrán los centenares
de millones de trabajadores de la India, luego los de Bangladesh y África.
Eso
puede entrañar todavía, digamos, cincuenta años de estancamiento, incluso de
regresión para las clases populares de la OCDE y, por oposición, una estupenda
vida para el 1%. Y para hacer que lo acepten, las dos soluciones son, por
tanto, el populismo y la plutocracia.
El riesgo plutocrático, a mi juicio, ya se
ve casi en la práctica en los Estados Unidos. La autonomización política de los
ricos es allí una realidad: dictan la agenda política, financian a los
candidatos y, de paso, se aseguran de que se voten leyes en su mayor beneficio.
Un estudio del sociólogo Larry Bartels revela que los senadores
norteamericanos, cualquiera que sea su color político, son seis veces más
sensibles a los intereses de los ricos que a los de las clases populares. Lo
que se traduce en los hechos en una bajada considerable de impuestos para los
ricos.
La otra opción es el populismo. Por
desgracia, no faltan ejemplos en Europa. La teoría económica del librecambismo,
que gobierna la globalización, impone la libre circulación de bienes, pero
también la de los factores de producción, es decir, lo mismo de los capitales
–lo que ya es el caso- que de las personas.
Es fuerte la tentación de
considerar que, a falta de querer actuar sobre la primera o proceder a una
redistribución de ingresos, la voluntad de calmar a los que salen perdiendo en
la mundialización en los países ricos se concentra en la segunda opción.
Estas dos opciones, populismo y plutocracia
no son exclusivas una respecto a la otra. Bien puede imaginarse una mezcla de
las dos. Este es el caso, por ejemplo, de Francia.
¿No hay medio alguno de escapar a ello?
Esa es la paradoja. Para acompañar a la
mundialización, los estados europeos deberían poner el acento en la
redistribución. Y hacerlo de tal modo que los grandes ganadores compartan los
beneficios con los que pierden. A mi juicio, el economista Dani Rodrik lo ve
correctamente: sólo el Estado del Bienestar puede permitir realmente una
aceptación del proceso de mundialización repescando a los perdedores.
Y, sin embargo, lo que se observa es todo
lo contrario. Las políticas de austeridad minan los recursos del Estado del
Bienestar, y esto se agrava con la competencia fiscal, que conduce a la
reducción de las tasas de imposición para los más acomodados, como ha
demostrado de modo notable Thomas Piketty.
Pero hay algo peor. Eso se conjuga con la
oferta populista, la cual, navegando sobre el desconcierto de las clases
populares, se arriesga a llevarlas a que abandonen el Estado del Bienestar,
cuando son ellas las principales beneficiarias del mismo.
La casi totalidad de los estudios serios
muestra que los pobres ganan mucho con las prestaciones de desempleo y las
ayudas sociales. Las clases populares consiguen aun más ventajas gracias al
sesgo de las prestaciones de sanidad, de educación y de pensiones.
Y sobre
todo, la seguridad de estar al abrigo del a pobreza. Eso es, por otra parte, lo
que explica la diferencia de posición de las capas más débiles entre Europa y
los Estados Unidos, diferencia a favor de Europa, desde luego.
¿Es usted pesimista?
Sí. Tal como explico, la solución consiste
en intensificar la redistribución en los países desarrollados. El problema
estriba en que con la contrarrevolución liberal se ha instalado un paradigma que
no es favorable a ello y que, hoy en día, funciona a pleno rendimiento. Treinta
años de este régimen han conducido en efecto a una acumulación de capital por
parte de la franja más acomodada de la población como no se había conocido
desde la guerra.
Va en interés bien entendido de los acomodados volver sobre este paradigma y reconsiderarlo, si desean que continúe la mundialización, de la que son los beneficiarios principales. Por dejarlo bien claro, la mundialización es sin duda algo bueno.
Pero una mundialización a ultranza, en la que no se presta gran atención a los que salen perdiendo, con quienes se comparte el espacio nacional, cultural y político, puede tener efectos opuestos, producir un rechazo puro y simple de toda forma de cooperación. Con el caos como horizonte. Y para todo el mundo…" (Una mundialización sin redistribución nos llevará al caos. Entrevista Branko Milanovic, Sin Permiso, 18/05/2014)
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