Áreas de riesgo por suicidio y lesiones autoinfligidas en hombres, 1984-2004 / Atlas de mortalidad FBBVA
"Imaginemos que una enfermedad o un fenómeno social
matase en España a más de 3.500 personas al año, más de 2,5 veces que
los accidentes de tráfico.
E imaginemos también que el Gobierno no
tuviese ningún plan para tratar de combatir ese problema y afirmase que
no prevé tener uno en un futuro próximo. La situación, por desgracia, no
es imaginaria y el fenómeno tiene un nombre: suicidio.
Acabar con la propia vida es mucho más frecuente que matar a otro (en
España, en 2012, hubo diez veces más suicidios que homicidios), pero ese
acto resulta tan difícil de aceptar que la forma de reaccionar ante él
suele ser un silencio estupefacto.
Esta respuesta ante un problema de
grandes dimensiones hace que, tal y como recuerda un artículo de opinión publicado la semana pasada en la revista Nature,
"pese a su gran impacto social se haya avanzado muy poco en la
comprensión científica y en el tratamiento del comportamiento suicida".
Los autores del artículo, André Aleman y Damiaan Denys, profesores de
las universidades de Groninga y Ámsterdam, piden que se tomen cuatro
medidas para comenzar a mitigar el problema: reconocer la tendencia al
suicidio como un trastorno separado de otras enfermedades mentales,
investigar sobre sus mecanismos biológicos y psicológicos, aportar
financiación específica para combatir el suicidio y poner en marcha
programas de prevención basados en la evidencia. Además, reclaman un
esfuerzo coordinado de las autoridades sanitarias, los médicos y los
investigadores.
Entre el 50% y el 90% de los casos de suicidio (la
amplitud de la horquilla es una muestra de la falta de conocimiento)
están relacionados con distintas dolencias psiquiátricas como la depresión o
el alcoholismo, y combatirlas reduce las tasas de suicidio.
Sin
embargo, apenas existen estudios que traten de detectar factores de
riesgo de la conducta suicida, separados de otras enfermedades, a través
de herramientas como los marcadores genéticos o identificando el papel
de problemas como la dificultad para regular las emociones.
Para cambiar esta situación, los autores reclaman que se incluya un
apartado de financiación específica para este problema en grandes
programas de apoyo a la ciencia como el europeo Horizonte 2020. Hasta
ahora, una de las instituciones que más en serio se han tomado este
problema es el ejército de EEUU, que en las últimas guerras ha perdido a
más soldados por suicidio que en combate.
En 2009, lanzó el proyecto STARRS,
de 65 millones de dólares, para recopilar información genómica, médica,
psicológica y de estilo de vida de más de 100.000 soldados. El objetivo
era tratar de identificar factores de riesgo y medidas preventivas,
además de biomarcadores que ayudasen a determinar los factores que hacen
más o menos resistente a un individuo o la forma en que funcionan sus
conexiones cerebrales.
En este ámbito ha sido posible
identificar factores de riesgo específicos para el suicidio
independientemente de otras enfermedades a las que suele ir asociado.
Según cuentan Aleman y Denys, un equipo de investigadores del Sistema de
Salud para Veteranos de San Diego, en California comparó la actividad
cerebral de varios individuos que habían luchado en la guerra y a los
que se consideraba en riesgo de suicidio con otros que también habían
entrado en combate, pero no estaban en riesgo. Los soldados de ambos
grupos tenían niveles similares de depresión y estrés postraumático.
En su análisis, los investigadores observaron que los miembros del
grupo "suicida" tenían una activación más intensa en el córtex del
cíngulo anterior y el prefrontal cuando cometían errores en tareas que
requerían concentración.
Estas zonas del cerebro están relacionadas con
el control cognitivo y la vigilancia de las propias acciones y los
autores plantean que ese esfuerzo extra en tareas de autocontrol podía
ser muestra de una debilidad a la hora de superar el estrés. (...)" (eldiario.es, 28/05/2014)
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