"(...) El estudio de la violencia en perspectiva
histórica ha sido un campo muy animado en los últimos tiempos.
Uno de
los hitos de este debate fue la aparición en 1993 de War before civilization
del antropólogo Lawrence Keeley, un volumen que reunía datos contra el
paradigma imperante en la disciplina sobre los bajos niveles de
violencia de los pueblos tribales, y que Keeley caracterizaba como la
“pacificación del pasado”.
En fechas recientes, autores populares como
Steven Pinker o Jared Diamond han terciado en el debate con libros de
amplia difusión, pero la nómina de investigadores incluye a otros menos
conocidos del gran público, como Azar Gat, Ian Morris o Pieter Spierenburg.
El Human Security Report 2013 contiene
un buen resumen del debate (incluyendo críticas a Pinker) y asume una
línea similar a la que planteábamos en nuestro artículo: pese a tratarse
de un asunto controvertido, pese a la pobreza de muchos de nuestros
datos, y pese que están lejos de aclararse todos los ángulos de la
violencia como fenómeno social, el declive secular de la misma empieza a
estar más que razonablemente atestiguado, tanto por lo que se refiere a
la violencia privada como incluso a los conflictos armados.
Por nuestra
parte, Kiko Llaneras y yo hemos escrito a menudo sobre el asunto, tanto
en Politikon (1, 2) como en Jot Down (edición impresa, número 7).
Un aspecto particularmente controvertido
ha sido la consideración de la Segunda Guerra Mundial en perspectiva
histórica. Se suele caracterizar como el conflicto más sangriento de la
historia, y desde luego lo es en términos absolutos, pero no así en
porcentaje de población, medida en la que se sitúa por detrás de otros
como la expansión de los mongoles (S. XIII), la conquista manchú de
China (S. XVII), la rebelión An Lushan (S. IX) o las conquistas de
Tamerlán (S. XIV). El eurocentrismo nos desorienta en ocasiones.
Pero, al margen de estas cifras, hay que
considerar también que la Segunda Guerra Mundial fue un conflicto global
a una escala espacial que nunca se había alcanzado. En este sentido,
compararla con conflictos de escala regional o nacional, como eran
necesariamente los premodernos, es engañoso.
Por ejemplo, la Guerra de
los Treinta Años tuvo efectos devastadores en Europa Central, pero en
escala global no resiste la comparación con la Segunda Guerra Mundial.
No obstante, si consideramos conflictos contemporáneos como la citada
conquista manchú, el porcentaje de muertes sobre la población mundial se
dispara hasta rondar o superar un 6%, muy por encima de la Segunda
Guerra Mundial. Incluso si sumamos a la Segunda Guerra Mundial las
estimaciones más altas para la Primera (para incluir períodos
equivalentes grosso modo), y sin añadir el resto de conflictos contemporáneos de la conquista manchú y la Guerra de los Treinta Años (como la Guerra civil inglesa y conflictos asociados, por ejemplo), el porcentaje parece seguir siendo más alto para el S. XVII.
De la misma forma, y aunque en niveles
algo menores, es engañoso calcular el porcentaje de las Guerra
napoleónicas y no reconocer que en el mismo período se estaban
produciendo las conquistas de Shaka en la nación zulú, que según algunas
estimaciones se acercaron a los dos millones de muertos; o que las
guerra de religión en Francia (entre 2 y 4 millones de víctimas) fueron
contemporáneas de la invasión japonesa de Corea (1 millón).
En cualquier caso, tiene poco sentido
fijarse en guerras entendidas como acontecimientos discretos con
principio, fin y una cifra cerrada de muertes, en lugar de en medias de
víctimas por períodos y regiones más amplios; tanto por la citada
confusión de escalas espaciales como por el hecho de que durante buena
parte de la historia los conflictos de baja intensidad han sido
endémicos: enfrentamientos que palidecen ante los terribles hitos como
la Segunda Guerra Mundial, pero que dejan un reguero constante de
víctimas que se acumulan a través de las décadas y los siglos.
Por supuesto, desde un punto de vista
filosófico se puede discutir si un mundo donde hay más muertes absolutas
es un mundo con más dolor aunque éstas sean porcentualmente muchas
menos (nosotros lo hemos apuntado en alguna ocasión); pero esta
discusión debería recoger también el hecho de que también hay muchas más
personas que disfrutan de una vida segura y razonablemente próspera.
En cuanto a las formas privadas de violencia, su reducción histórica está bien atestiguada en Occidente (véase, por ejemplo, A History of Murder
de Spierenburg) desde al menos la Baja Edad Media. Un fenómeno que a
buen seguro está relacionado con la extensión de las competencias
estatales en la administración de justicia y la seguridad, así como con avances técnicos.
Una de las principales fuentes de violencia en sociedades sin Estado o
con administraciones débiles son los ciclos de venganza y conflicto
entre familias y clanes por agravios, pleitos o crímenes previos.
Pero también hay que entender la distinta
tolerancia hacia la violencia y el sufrimiento que las sociedades
modernas han desarrollado, y que a buen seguro debemos poner en relación
con fenómenos como la creciente importancia y autonomía del individuo
frente al grupo en las sociedades occidentales (y a través de ellas en
el resto del mundo).
Esto atañe a la cuestión de los valores imperantes y
su relación con el sistema de producción, la renta y los recursos
disponibles. Un tema que, lo siento, no es neoliberal, sino diría que
escrupulosamente marxista; que los autores y firmantes del manifiesto
pasan por alto (pese a que algunos de ellos afirman ser marxistas) y que
me gustaría tratar con algo más de extensión en futuras entradas.
En cualquier caso, es probable que esta
baja tolerancia al sufrimiento en nuestra sociedad sea lo que determina
que las visiones apocalípticas tengan tanta difusión. Una inquietud
loable, pero que a veces induce a errores de percepción." (
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